José Manuel, rodilla en tierra en el centro de la imagen, junto a su padre y el mío y otros flechas de la Cardenal Cisneros en el Palacio de El Pardo |
11 de febrero de 2022
Mi adiós a José Manuel Sánchez del Águila
2 de diciembre de 2021
Santiago
Conocí a Santiago Abascal hace alrededor de 20 años. Un amigo común quiso presentarnos porque, según me dijo, nos unía a ambos un denominador común: el amor a la patria y la admiración por nuestro padre, que no dejan de ser dos formas de cumplir el cuarto mandamiento.
Almorzamos
juntos en dos o tres ocasiones, la última ya a las puertas ya de la primera
sede de Vox en un piso de la calle Diego de León. No recuerdo lo que hablamos;
es posible que cometiera incluso el atrevimiento -y la solemne estupidez- de
darle consejos sin que me los pidiese, pero creo sinceramente que nos caímos
bien. Me llamaron la atención su fuerza y la claridad de su mirada. No era la suya
una mirada esquiva o dispersa, sino una mirada limpia, franca y descarada, como
la de quien sabe que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a
iluminar la tarea justa que Dios le tiene asignada en la armonía del mundo.
La
siguiente vez que me lo encontré fue en un semáforo. En moto él, y yo en el coche
con mi mujer. Se quitó el casco, me dio un toque en la ventanilla y dijo: ¡Luis
Felipe! Y al ver que me quedaba con cara de haba, me dijo: ¡Santiago Abascal!.
Y entonces, caí.
Aún
no era famoso y ni él ni yo podíamos imaginar lo que vino después.
Decir
que somos amigos sería pretencioso por mi parte, pues, aunque siempre hemos mantenido
el contacto, ni siquiera nuestras mujeres se conocen. Pero él sabe bien el
profundo aprecio y admiración que le tengo. No soy mucho de dar la lata, y cuando Santiago
pasó de vocear sobre el cajón de frutas a liderar la tercera fuerza política de
España, me limité a seguirle como uno más, en La Latina, en Vistalegre, y en tantos sitios y a enviarle, de cuando en cuando, mensajes telefónicos que nunca ha dejado de contestar, aún en los momentos más delicados, como tras la contestación
al indignante discurso de Pablo Casado en la moción de censura.
Hace
unos días tuve la suerte de compartir de nuevo mesa y mantel con Santiago junto
con un grupo de amigos comunes, en casa de un buen amigo. Hablamos de lo divino
y de lo humano, pero, como aquella primera vez que nos conocimos, me volvió a
impresionar, la fuerza, la limpieza y la claridad de su mirada. La mirada de
alguien que es capaz de decir que es de Amurrio sin despeinarse, cuando la
conversación se eleva más allá de lo inteligible; la mirada de alguien sin
ambición pero que no está dispuesto a ejercer de capitán araña; la mirada de quien
no tiene miedo, porque sabe lo que implica vivir rodeado de cobardes; la mirada
de alguien que, no sin un cierto vértigo, se ha convertido en todo un referente
en defensa de la unidad y de la grandeza de nuestra patria.
No
sé lo que nos deparará el mañana. Como me gusta decir, si quieres hacer reír a
Dios, cuéntale tus planes y como le dijo mi padre a su viejo capitán cuando cesó
como ministro, para pasar de la choza al palacio hay que tener el corazón
preparado para pasar del palacio a la choza. Que Santiago es de esos, no me cabe la menor
duda. Sabe que ahora tiene amigos como setas, pero sabe también que de todos esos, podrían ser legión los que mañana desvíen la mirada. Y sabe bien que, pase lo que pase, en el resplandor de las estrellas o en la soledad de
la caída, podrá contar siempre con mi aliento, y mi amistad y con una mirada lealmente correspondida.
Luis Felipe Utrera-Molina
1 de diciembre de 2021
El peligro de la politización del poder judicial
27 de julio de 2021
Carta al General Francisco Franco
Mi general:
Dudo mucho que se acuerde de mí. Nos conocimos en su despacho del Palacio del Pardo el 19 de diciembre de 1974. Yo tenía sólo seis años y a usted le temblaban las manos del parkinson. Mi padre intuía su final y quiso que yo pudiera ser algún día testigo del hombre al que había empeñado su lealtad hacía casi cuarenta años en un juramento de fidelidad que cumplió hasta el último día de su vida.
No olvidaré jamás lo que usted me dijo entonces: «sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre». Aunque no lo entendí del todo hasta mucho después. Era la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el frío de la traición, a quien le había demostrado el calor de una lealtad sin fisuras.
Muy lejos estaba yo de imaginar que, por azares de la vida, su hija Carmen me honraría nombrándome Albacea de su herencia y menos aún que me cupiera el honor de defender con mis armas de abogado a sus nietos en su dignísima oposición contra la profanación y secuestro de sus restos mortales, ordenada por el gobierno, allanada por la jerarquía eclesiástica, tolerada por la oposición y bendecida por los más altos tribunales de nuestra nación en unas sentencias que pasarán a la historia de lo más nefando de nuestro acervo jurisprudencial.
Mal podía suponer yo que, cuarenta y cinco años después de aquella tarde, llevaría sobre mis hombros su féretro, tras fracasar una lucha titánica en la que la política más baja y la cobardía de tantos triunfaron sobre el imperio de la ley y del derecho. Sobre aquella caja quedaron para siempre una cruz, su bandera y cinco rosas rojas de dolor y de esperanza.
Ya peino canas, mi general. Y si de joven ya pronunciaba su nombre con respeto, ahora lo hago con más admiración; porque he leído su Diario de una Bandera y he leído a Arturo Barea y a Luis Suárez, a De la Cierva y a Paine, a Preston y a Moa, a Aznar y a Hills; porque he podido bucear en algunos de sus papeles más íntimos y me ha impresionado su honradez, su austeridad y su probidad; porque las mezquindades de los miserables sólo sirven para aquilatar el valor de los grandes hombres; porque los que le siguen atacando casi medio siglo después de su muerte son los mismos que están arruinando y humillando a esta nación pactando con sus enemigos. Cómo resuenan hoy aquellas palabras de su testamento “Creo y deseo no haber tenido otros (enemigos) que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida”
El gobierno más indigno de nuestra historia acaba de aprobar un proyecto de ley para prohibir su elogio, borrar su nombre y falsificar su vida, al estilo de las damnatio memoriae que algunos emperadores romanos promulgaban contra sus predecesores. Pero pinchan en hueso, porque hoy la historia ya no se puede borrar. Y porque, mi general, ser blanco de un gobierno infame es un timbre de honor. El comunismo jamás perdonará a quien le derrotó por primera vez, pero cada vez hay más españoles que, frente a la verdad oficial del gobierno de la mentira, valoran el esfuerzo de aquella generación de españoles que sacrificó su juventud para detener el marxismo e hizo posible con su esfuerzo el bienestar material que disfrutamos.
Winston C. Churchill escribió que “el pasado de la URSS es impredecible”, en alusión a la revisión continua de la Enciclopedia Soviética, que de una edición a otra convertía los héroes en traidores; o restauraba como líderes modélicos a quienes ya habían sido condenados y ejecutados por las nomenklaturas del momento. Lo mismo cabe decir del pasado de España, mi General, merced a la irresponsabilidad de una clase política acomodada entre la mentira y el complejo.
Esta España es muy distinta de la que usted vivió. En vez de mirar unidos al futuro, España vive secuestrada por el más rancio aldeanismo separatista y los muertos de aquella lejana guerra, olvidada por tantos, se han convertido en mercancía arrojadiza para sembrar el odio y la discordia entre sus hijos y sus nietos.
Permítame que, ahora que está prohibido, le dé las gracias y con usted a todos los que, como mi padre, arrimaron el hombro para hacer una España mejor. Por salvar a la Iglesia de su aniquilación, por crear un verdadero Estado de bienestar, la clase media y unas cuentas saneadas, por la seguridad social, por las más de cuatro millones y medio de viviendas sociales, por los pantanos y otras muchas obras de las que hoy se apropian los que sólo viven del lodazal de la discordia.
Cuenta con mi respeto, mi gratitud y mi admiración, tres delitos en uno que me llenan de orgullo, pero no olvide nadie que el tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles. No sé si Dios me permitirá verlo, pero estoy seguro de que la verdad triunfará al final sobre la mentira.
Quedo (ilegalmente) a sus órdenes.
Luis Felipe Utrera-Molina
21 de mayo de 2021
EL GOBIERNO DE LA MENTIRA
19 de enero de 2021
Lo esencial
En el curso de una entrevista concedida a la televisión francesa TF3 en febrero de 2016, el Rey D. Juan Carlos reveló la siguiente anécdota: "Días antes de morir, Franco me cogió la mano y me dijo: Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España. No me dijo 'haz una cosa u otra', no: la unidad de España, lo demás... Si lo piensas, significa muchas cosas".
Apenas un mes antes de su muerte, la mañana del sábado 18 de octubre de 1975 -según conocemos por el testimonio de su hija Carmen- Franco se encerró en su despacho para escribir el que sería su testamento político. En su último mensaje pidió a los españoles perseverar “en la unidad y en la paz”; “alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España” y añadió finalmente lo siguiente: “Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la Patria.”
No es casual que Franco mencionase hasta tres veces la palabra “unidad”. En su testamento político no hay mención alguna al Movimiento Nacional, a los Principios Fundamentales o al Ejército. En los umbrales de su muerte, el viejo general, con la perspectiva de sus casi 83 años de vida y 39 años en el poder, consciente ya de que el edificio institucional que había construido iba a ser rápidamente desmontado, quiso advertir a su sucesor y a todos los españoles, sobre lo que consideraba esencial y acaso más frágil, consciente del peligro latente que representaban para España los movimientos centrífugos, agazapados durante su mandato a la espera de mejor ocasión.
No tardaron mucho los nacionalismos periféricos en sumarse con entusiasmo al proceso de la transición, tras el Real Decreto-ley 20/1977 sobre Normas Electorales que les concedía un peso político asimétrico y desproporcionado con el que poder condicionar el futuro de la nación y el título VIII de la Constitución de 1978 que establecía un marco competencial a las autonomías propio de un Estado Federal. Sólo puede achacarse tan peligrosa claudicación a la irresponsabilidad de quienes pilotaron la transición, embriagados en el empeño conseguir consensos que poder exhibir como medallas al precio que fuera. Las pocas voces que en aquél entonces se alzaron advirtiendo del peligro que todo ello entrañaba para la unidad nacional (Fernández de la Mora y mi padre, entre otros) fueron silenciadas y condenadas al ostracismo, acusados de sostener pretensiones cavernarias, contrarias al progreso y a la modernidad.
Hoy, 45 años después de la muerte de Francisco Franco, la unidad de España está herida de muerte. Durante las últimas décadas, los otrora nacionalistas -ya abiertamente separatistas- han jugado hábilmente sus cartas arañando concesiones de los distintos gobiernos de izquierda o derecha que han ido socavando de forma progresiva la presencia de España en Cataluña y en las provincias vascongadas y la conciencia de pertenencia a una patria común. Primero fueron cesiones fiscales y política lingüística, luego vendrían las competencias de educación, orden público, supresión del servicio militar, etc., que han utilizado siempre con patente deslealtad con el objetivo de extirpar de raíz cualquier seña de la españolidad de esas tierras.
Ahora, cuando la unidad de España agoniza en manos de un gobierno social-comunista, amancebado con quienes no disimulan en reivindicar las repúblicas vasca y catalana, y algunos -el primero, el rey D. Juan Carlos- se rasgan las vestiduras ante el denigrante espectáculo que la actualidad cotidiana nos depara, es momento de recordar la clarividencia del hombre que llevó sobre sus hombros el peso de nuestra patria durante 40 años y que, al rendir la vida ante Dios, quiso advertirnos y pedirnos que veláramos por lo esencial.
Nadie, o muy pocos, quisieron escucharle entonces y el tiempo se ha encargado de darle la razón, cumpliéndose los pronósticos más sombríos. Asistimos atónitos e impotentes a la deconstrucción progresiva de la nación más antigua de Europa, mientras se desactivan con precisión de bisturí las únicas instituciones que la Constitución consagra como garantes de la unidad indisoluble de la patria: la Corona y las Fuerzas Armadas.
Dicen los hombres de la mar que el momento más oscuro de la noche es el que precede a la aurora y conviene no olvidar que nuestra Patria ha sabido resurgir de sus cenizas en peores coyunturas. Si Dios quiere que España no perezca en manos de sus enemigos, algún día habrá de rendir homenaje y desagravio a quien puso hasta el final, por encima de toda mira personal, la defensa de la sagrada unidad de la nación española.
Luis Felipe Utrera-Molina