Tras
la victoria en Mühlberg (1547) sus huestes propusieron al emperador Carlos
exhumar a Lutero de su tumba y esparcir sus restos. La respuesta de Carlos, que
dice tanto de la nobleza del rey como de la vileza de la pretensión, fue la
siguiente: Dejadle reposar; ya ha
encontrado su juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos.
Cinco
siglos después, no son las huestes sino un gobernante de exigua estatura moral
quien pretende hacer historia con minúsculas profanando la tumba de quien hace
82 años cometió la osadía de unirse a una sublevación cívico-militar contra un
proceso revolucionario marxista y ser el primero y único en derrotar al
comunismo en el campo de batalla: Francisco Franco Bahamonde.
82 años
ha tardado el Frente Popular en volver a gobernar en España y, como sucediera
la otra vez, no lo ha hecho por la fuerza de las urnas. En febrero de 1936, su
primera medida fue indultar a los condenados por el golpe de estado de octubre
de 1934 haciendo ostentación de su desprecio por el Estado de derecho. En 2018
accede al poder con una propuesta estrella pronunciada solemnemente en el
parlamento: exhumar a Francisco Franco, con el objeto de completar el círculo
paranoide de una revancha retrospectiva iniciada por el gobernante más sectario
de nuestra reciente historia, Rodríguez Zapatero. Una revancha disfrazada cínicamente de
reconciliación que ni un solo diputado del arco parlamentario nacional ha
tenido la vergüenza torera de denunciar, no fuera a ser que se le tache de
“fascista” como a los que paseaban en el 36.
No
demuestra el Partido socialista valor alguno, sino más bien todo lo contrario,
con tan macabra pretensión. Valor habría hecho falta para sacar a Franco vivo
del Pardo, pero ensañarse con su cadáver, cuarenta y tres años después de
muerto, es un acto de suprema cobardía que pesará como un baldón sobre sus
responsables. Se trata de un acto ritual,
de un macabro aquelarre con el que el Frente Popular pretende ganar simbólicamente,
80 años después, una guerra que provocó deliberadamente y perdió en el campo de
batalla. Pero paradójicamente, para consumar su felonía, necesita ahora de la
Iglesia católica, la misma que fue cobardemente perseguida y martirizada en los años 30 con más
de 8.000 asesinados por causa de su fe y que ahora se encuentra ante el dilema
de convertirse en cómplice de una póstuma humillación del hombre que salvó a la
Iglesia del mayor genocidio que había sufrido desde tiempos de Nerón.
Con la
ley en la mano, Sánchez no tiene nada fácil lograr su propósito, ante la
rotunda negativa de los legítimos propietarios de los restos mortales del
Generalísimo, sus nietos, quienes han hecho gala de una firmeza y dignidad
encomiables ante las presiones recibidas del ejecutivo. El gobierno no ha
dudado en mentir abiertamente lanzando mensajes falsos sobre la existencia de
negociaciones y acuerdos con la familia que sólo han existido en la mente del
nuevo gurú mediático de la Moncloa.
Tampoco
tiene asegurado, sino más bien difícil, el plácet de la Iglesia para que sus
comandos exhumadores puedan entrar en un lugar sagrado que, como basílica
pontificia, tiene carácter inviolable de acuerdo con los Acuerdos vigentes
entre la Iglesia y el Estado. Una vez más, su pomposo anuncio se ha dado de
bruces contra el muro de la dignidad de una Comunidad Benedictina que no está
dispuesta a servir de comparsa de las macabras pretensiones socialistas.
Con todo
ello, es enorme el poder de un gobierno en un país en el que los mecanismos de
contrapoder son escasos, lentos y pesados. Como dijera Franco en el año 1936, ellos
lo tienen todo, menos la razón. Sánchez
se arriesga muy seriamente a tener que responder ante la justicia si decide
despreciar el estado de derecho para no quedar en ridículo ante sus huestes,
sedientas de rencor y de venganza contra la media España que entonces no se
resignó a sucumbir.
La
borrachera de poder que siguió a la patética moción de censura que le aposentó
en la Moncloa, le llevó a prometer con mucha pompa que iba a disponer de algo
que no era suyo y que se encontraba en un lugar sobre el que carece de
jurisdicción, sin que fuera advertido de ello por los sesudos y forrados
sanedrines de la memoria histórica.
Olvida el gobierno que Franco fue enterrado en el Valle de los Caídos
con autorización de su familia y que ésta no está dispuesta a que el cadáver de
su abuelo sea públicamente humillado para complacer a una turba sedienta de
venganza. Y sin la autorización de la familia, la jerarquía de la Iglesia no
puede tolerar la pretendida profanación sin incurrir en gravísima
responsabilidad, no sólo jurídica, sino también moral.
Nada más
lejos de mi intención que despreciar al enemigo,
porque en este caso dispone de todos los resortes del poder y cuenta con la
indiferencia de la mayoría de los españoles, que viven en la inopia y a los que
esta aberración histórica les trae sin cuidado. Pero son demasiadas las
variables que no controla Sánchez en esta batalla sin par contra el cadáver de
un General invicto que, si la Iglesia no lo impide, podría ganar, cuarenta y
tres años después de su muerte y emulando al Cid Campeador, la última y más
mediática de sus batallas.
Luis Felipe Utrera-Molina