Texto de la intervención de Luis Felipe Utrera-Molina Gómez en la Cena anual de la Fundación Nacional Francisco Franco que tuvo lugar el 1 de diciembre de 2017.
En la
tarde del día 29 de diciembre de 1974, un niño de seis años entraba de la mano
de su padre en el despacho del Jefe del Estado, Francisco Franco Bahamonde. En
la retina de aquél niño quedaron para siempre grabadas la imagen de una mano
temblorosa y una mesa atiborrada de libros y papeles en aparente desorden. Y en su memoria, las últimas palabras que
escuchó de aquél hombre: «Sólo te pido
una cosa: que seas tan bueno como tu padre»
Aquél
niño de 6 años era yo y su padre, José Utrera Molina un hombre extraordinario
del que hoy quisiera hacer recuerdo y homenaje y que no ha podido acudir a esta
cita por haber tenido que atender a la llamada del Señor pero que estoy seguro
vela por nosotros y por España desde su lucero.
La
mayor parte de vosotros habéis conocido a mi padre. Y era cómo lo veíais: un
hombre íntegro, transparente, dispuesto siempre a decir una palabra agradable a
todos, sin doblez alguna y rebosante de una bondad que era su principal seña de
identidad. En una ocasión, Muñoz Grandes cogió a mi madre en un aparte y le
preguntó: Oye Margarita, ¿tu marido es bueno? Mi madre, sorprendida por la
pregunta le dijo que sí a lo que él le dijo: Pues si no lo es, nos tiene muy engañados a los dos. Y es que puedo
decir con convicción jamás he conocido una persona tan esencialmente buena como
mi padre.
Pero
sin duda la virtud que mejor define a mi padre es la lealtad. Decía Ortega que la lealtad es la distancia más corta
entre dos corazones y mi padre desde muy joven decidió unir el suyo al de dos
hombres que marcaron su vida política y su trayectoria vital: José Antonio Primo de Rivera y Francisco
Franco.
Lealtad al pensamiento de José Antonio. Una
lealtad que impregnó su juventud de
poesía y de estilo; de dolorido amor a España y de espíritu de servicio y que
convirtió su vocación política en una búsqueda incesante de la justicia social
que desde el principio canalizó hacia la construcción de viviendas sociales,
centros escolares y universidades laborales; una justicia social en cuya
ausencia debe buscarse una de las principales causas de la guerra que truncó
dramáticamente la infancia de los de su generación -la de los niños de la
guerra-; una guerra en la que mi padre vivió el drama de la división en el seno
de su propia familia y que sin duda influyó en que hiciera de la reconciliación
entre los hijos de los que mataron y los hijos de los que murieron, no una
proclama retórica sino una constante y una realidad tangible a lo largo de toda
su trayectoria vital.
Una fidelidad
al ideario de José Antonio que plasmó con su particular estilo poético en su
diario –que he podido leer recientemente- el 30 de marzo de 1959, tras llevar
sobre sus hombros el féretro del Fundador de la Falange: “Me he sentido noble y alegremente prisionero de mi fe falangista y he
vuelto a jurar en silencio fidelidad hasta el fin de mis días a su doctrina, a
su pensamiento, a su estilo y a su ejemplo”. A fe que lo hizo, hasta el
final.
Lealtad a su viejo y único capitán: Francisco Franco, a quien sirvió siempre con orgullo y honestidad. Con enorme admiración, pero al mismo tiempo con infinita alergia hacia la adulación interesada que le dispensaban muchos otros que acabaron vendiendo su alma por treinta monedas tan pronto como la losa de granito selló su última morada. Un Francisco Franco que, al despedirse de él en un largo y emocionado abrazo le dijo: “Sólo le pido que no cambie; que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como la suya no es frecuente.”. Hoy, cuarenta y dos años después de la muerte del Caudillo, me atrevo a decir sin temor a equivocarme que no ha habido en España durante estas cuatro décadas ninguno de sus colaboradores que, haya defendido la memoria y la obra de Francisco Franco con el rigor, el coraje, la dignidad, la constancia y la lealtad con que lo hizo mi padre.
Lealtad a España a la
que amó apasionadamente hasta el final, a cuyo servicio entregó los mejores
años de su vida y por la que sacrificó siempre su bienestar y comodidad
personal pues era consciente de que su vida no tenía sentido si no era capaz de
transformar y mejorar el legado que había recibido de sus mayores. Para
él, la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien y su
patriotismo no estaba hecho de complacencias, sino de rigores críticos
acendrados. Era un patriotismo dolorido, pero inasequible al desaliento. Y
es que, pese al dolor que en los últimos años le produjo la desintegración
moral de nuestra Patria, jamás perdió la esperanza en nuestro porvenir como
nación ni la fe en el alma inmortal de España.
Y finalmente, dignidad y coraje.
Porque fue mucho lo que le ofrecieron a cambio de demasiado. Con 50 años y 8 hijos pequeños, no dudó un
instante en renunciar a la comodidad cuando muchos corrían a alistarse en las
filas de la apostasía, para librarse del oprobio que estaba reservado para los
que no estaban dispuestos a abjurar de sus lealtades.
No
quiso ejercer de capitán araña, consciente de su responsabilidad ante quienes
había arrastrado en su trayectoria política y ante su propia conciencia. Prefirió seguir fiel a sí mismo rechazando
tentadoras recompensas por dejar de serlo.
Decidió
no confundirse con el paisaje ni alistarse en la nutrida cofradía del silencio.
Y todo ello lo hizo con amargura por tantas inesperadas deserciones, pero sin
asomo alguno de rencor.
Y
pronto se convirtió en una de las pocas voces que durante estos últimos cuarenta
años no conoció jamás el desaliento a la hora de reivindicar la verdad de una
época de la Historia
de España que tuvo, como todas sus luces y sus sombras, pero que ha sufrido
como pocas la infamia, la manipulación y la mentira. Una España que era
consciente de su excepcionalidad y también de su destino. Una España que
decidió levantarse de su postración y mirar al futuro con dignidad y esperanza
y que, por sus extraordinarios resultados, algún día cuando el odio y los
complejos se marchiten, será juzgada como una de las etapas más prósperas de
nuestra historia. Una España en la que gracias al trabajo, al sacrificio y a la
labor apasionada de muchos hombres como mi padre se hizo posible el sueño de la
paz y de la reconciliación. Un sueño ahora de nuevo amenazado por quienes
siguen empeñados en reabrir otra vez las heridas que hace 80 años sembraron de
dolor y sangre nuestra Patria.
Recuerdo
bien que en una ocasión, al hilo de un comentario sobre uno de tantos como se
aprestaron a cambiar de camisa buscando no dejar de pisar mullidas alfombras,
le dije con sinceridad, que lo que él había hecho en el año 1976, cuando pese a
ser consciente de la necesidad de un cambio decidió votar NO a la Ley de la
Reforma Política, aun sabiendo que dicha posición le cerraría todas las puertas
y le haría pasar apuros económicos, era una heroicidad que no puede serle exigible a todos los mortales.
Él sospechaba
que lo que se estaba sometiendo a votación en aquél momento no era una apuesta
por el futuro de España, sino un retorno a lo peor de nuestro pasado. Pero sus
sospechas se convirtieron en certezas cuando comprobó la forma en la que
quisieron convencerle de unirse al carro de los vencedores. Había que tener una
integridad temeraria para jugarse así el bienestar de su amplia familia y había
que tener también una mujer excepcional al lado que le apoyase sin reservas en
su sacrificio, como hizo entonces mi madre, su eterna y enamorada compañera,
sin la cual su maravillosa aventura vital no habría sido posible. Recuerdo que me dijo: Luis, no tenía alternativa. Si no lo hubiera hecho, si hubiera cedido a
las tentaciones que se me ofrecieron, me hubiera traicionado a mí mismo y no
habría podido seguir mirándoos a los ojos. Acaso no era consciente del extraordinario valor
de lo que hizo. Humilde hasta el final, nos dio a sus hijos y sus nietos el
ejemplo de integridad más extraordinario que se pueda concebir, sin presumir
jamás, con humildad, pero manteniendo hasta el final su fe y su lealtad a sus
convicciones. Y algo más difícil: mi
padre fue leal incluso a quienes no lo habían sido con él afirmando así su
formidable humanidad y su profundo cristianismo.
No
podía encontrar un mejor resumen de su vida que el que él mismo hizo en el
prólogo de su libro:
“No estoy dispuesto a olvidar lo que fui,
ni me arrepiento por tanto de lo que soy. El ayer, el hoy y el mañana enlazan
mi irrevocable filiación falangista. Me reconforta la seguridad de que mi vida
no ha sido una promesa incumplida o un destino traicionado y que todavía no
tengo que poner en mi esperanza ninguna negra colgadura. No podría, pues, hacer
cuenta nueva porque las cifras serían las mismas y, fatal o felizmente, el
resultado habría de ser también invariable; morir sin cambiar de bandera es el
sueño que acaricio día tras días y hora tras hora. Ante la realidad actual de
la vida política española, que frecuente contemplo con ojos atónitos, donde
toda gallardía es inexorablemente condenada y toda lealtad a lo que fue nuestro
pasado maldecida y proscrita, Dios quiera que este último sueño al menos se
cumpla con honor y, si es posible, también con ventura.”
Hoy
podemos decir que su sueño se cumplió, con honor y también con ventura, como
también se cumplió su última voluntad que nos dejó escrita para el recuerdo:
“Quiero ser enterrado con mi camisa azul.
No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al
ideal que ha llenado mi vida. (…) “Quiero pedir perdón a cuantos ofendí en mi
vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya bandera ha de ser
mi sudario”.
Y
termino con un párrafo de gracias. Como solía decir mi padre, dar las gracias
no es un mero formalismo social, sino que la gratitud es una de las expresiones
más nobles del hombre, porque cuando es auténtica nace de lo más profundo del
alma. Y yo quiero aquí, delante de todos vosotros, daros las gracias en su
nombre por el cariño y lealtad que le habéis profesado durante tantos años. Y
dar las gracias a Dios por el enorme privilegio de haber tenido un padre como
José Utrera Molina, un hombre esencialmente bueno al que me gustaría parecerme,
pero, sobre todo, un triunfador. Porque es un triunfador quien ha sabido mantener
contra corriente una profunda fidelidad a sus ideas hasta el último aliento de
su vida; es un triunfador quien jamás dobló la rodilla ante el poder, no se
alistó en el cómodo pelotón de los invisibles ni cedió a la tentación del
silencio.
Es un
triunfador quien ha conseguido construir a su alrededor una familia unida en la
que su ejemplo brilla con luz propia en la mirada orgullosa de sus hijos y sus
nietos.
Un
hombre que ha conseguido querer y ser querido con tanta intensidad y vivir
hasta el último día con la serenidad de quien jamás renunció a hacerlo con la luz
de la esperanza puesta en Dios y en España, es, no lo dudéis, un triunfador.
Ardoroso
y abnegado, idealista y soñador, no tuvo nunca arrugas en el alma, no odió
jamás, no engañó nunca, no le fatigó la envidia ni conoció la ruindad. Era
definitivamente limpio y verdadero. Por eso pienso que sólo así se puede coger
el cielo con las manos.
Mi
padre siempre me decía que la verdadera tumba de los muertos está en el corazón
de los vivos. Y bien sabe él que somos muchos quienes sentimos cada día su
aliento en el corazón y su palabra en nuestra memoria. Mi padre goza ya de la
eternidad, pero vive también para siempre en el corazón de todos los que le
recordamos con amor y especialmente en el corazón de los que tratamos de llevar
su apellido con decoro y dignidad.
Por
eso, porque le conocí bien durante estos últimos años en los que tuve el
privilegio de ayudarle, estoy seguro de que me permitirá que de vez en cuando
le busque y le interrogue, porque estoy seguro de encontrarle cada noche, con
luz y nombre propio, erguido y firme todavía ante el asombro azul de las
estrellas.
Muchas
gracias