Juan Duarte Martín nació en Yunquera (Málaga) el 17 de marzo de 1912 y fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de 1936.
Su detención ocurrió el 7 de noviembre de 1936, por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, pues de sus hermanas dos habían ido al campo para lavar la ropa y la otra, la más pequeña, Carmen, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.
De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de la tarde, lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros, martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales, hasta Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la Garipola o calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía: "¡Viva el Corazón de Jesús!" o "¡Viva Cristo Rey!".
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y amigos, ya difuntos.
La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su actitud.
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.
Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: "Pero, ¿qué me han hecho, qué me han hecho?".
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de Juan Duarte se hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor–, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte horrenda.
Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.
Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: "Yo os perdono y pido que Dios os perdone... ¡Viva Cristo Rey!".
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y mirando al cielo fueron: "¡Ya lo estoy viendo... ya lo estoy viendo!".
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de ellos le interpeló: "¿Qué estás viendo tú?". Y acto seguido, le descargó su pistola en la cabeza.
Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de abrirle el vientre y el estómago.
Su cadáver fue trasladado al cementerio de Yunquera, donde estuvo hasta su traslado al templo parroquial. Fue Beatificado en Roma el 28 de octubre de 2007.
Fuente: http://beatojuanduarte.blogspot.com.es/
"Mártires por su fe". Jesús Bastante. La Esfera de los libros, 2010.
"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
30 de junio de 2017
22 de junio de 2017
15 de junio de 2017
50 años del realojo de once familias en la calle Teodosio 101 de Sevilla
Hace 50 años, un gobernador civil, José Utrera Molina logró el realojo de once familias sevillanas desahuciadas tras pasar la noche con ellas.
Recién llegado de viaje fue informado de que once familias habían sido desahuciadas en la calle Teodosio de Sevilla y sus muebles y enseres puestos en la calle por orden judicial. A las 10 de la noche se trasladó allí y consiguió que el Presidente de la Audiencia Territorial accediese a reabrir los hogares para que pudiesen dormir en sus casas hasta que pudieron ser realojadas en viviendas de nueva construcción.
Rescato de su archivo esta curiosa fotografía correspondiente a la madrugada del 23 de mayo de 1967.
Esa es la verdadera Memoria histórica de Andalucía.
A este gobernador, el ayuntamiento de Sevilla le ha quitado por unanimidad una calle. Eso es ingratitud.
6 de junio de 2017
Lucero para Pepe Utrera. Por Antonio Burgos
Lucero para Pepe Utrera
Antonio
Burgos
23 abril 2017 (Diario ABC)
Murió cara al sol, mirando al mar de su
Málaga natal, soñando en una España mejor a sus 91 años. Murió sin cambiar de
bandera, por muchos cargos que le hubieren ofrecido en esta España chaquetera
que se muda de ideología más que de camisa. La suya siguió siempre siendo azul
mahón, bordada en rojo ayer con cinco flechas como cinco rosas en memoria de
los camaradas caídos, como Julio Herce Perelló, fundador de Falange en la
Universidad de Sevilla. Era un caballero a carta cabal. Un hombre íntegro en
aquella España desarrollista del Seiscientos, el apartamento en Benidorm y la
protocorrupción de Matesa. Fue administrador honradísimo hasta del último
céntimo del dinero público que manejó como gobernador o ministro. Y al final de
sus días, le puso a su España de primaveras rientes el nombre de Sevilla, de la
nostalgia de una ciudad donde fue joven padre, enamorado y feliz. Me honraba
con sus llamadas de teléfono, desde Madrid o Nerja. Y una de las últimas veces
que hablamos, me confesó con su emoción de poeta lo que podía haber sido un
título de Romero Murube, que también fue, como servidor, su oponente cuando
estaba en el poder, en todo el poder del Régimen en la ciudad:
-- Cuando esté el borde de la muerte, mis
últimos pensamientos y mis últimas palabras serán para Sevilla.
Sevilla en los labios. La que llevaba en
el corazón desde que la sirvió como gobernador en años más que difíciles, los
del hambre y los corrales; la castigada por el Tamarguillo, "chiquito pero
matón", en la riada de noviembre de 1961. Estoy hablando del excelentísimo
señor don José Utrera Molina; que en Sevilla se escribía así, pero se
pronunciaba "Pepe Utrera". Hay, por cierto, una errata en su esquela
de ayer en el ABC. Pone: "Subió al cielo en Nerja". No subió al
cielo. Pepe Utrera, como buen falangista, se fue al lucero que Dios le tenía
reservado, como en su himno. Para que desde allí siga haciendo guardia por
España, que falta nos hace. Desde ese lucero, generoso como siempre, en
servicio como toda su vida, habrá perdonado a los que hicieron que se
desbordara contra él un Tamarguillo de odio, de revancha, de resentimiento,
quitándole todos los recuerdos de Sevilla agradecida, incluso con el cobarde
voto favorable del PP, que me consta tanto le dolió. Los revanchistas le habrán
quitado todos los honores ciudadanos, pero el que nunca le podrán arrebatar es
el honor de español, de andaluz, de malagueño, de sevillano, de patriota.
Triste España, lamentable Sevilla donde quisieron borrar de la Historia el
nombre de Pepe Utrera precisamente aquellos a los que como gobernador les dio
un piso en el Polígono o en tantas nuevas barriadas. Indigna que la venganza
contra Utrera la tomaran los hijos y nietos de sus beneficiarios, los 125.000
sevillanos (una quinta parte de la población de 1961) afectados por una riada
del Tamarguillo que hizo que se perdieran 30.176 hogares y quedaran afectados
1.128 edificios. Con toda justicia, su hijo Luis Felipe le ha escrito:
"Para ti, el poder era sólo la oportunidad para hacer posible los sueños
de muchos. Muchos recuerdan aún las noches en vela que pasaste con los
afectados por las inundaciones de Sevilla que se quedaron sin hogar hasta que
desde los despachos de Madrid se dieron cuenta que no ibas a cejar en tu
empeño. Podrán quitar tu nombre de las calles pero jamás la gratitud de tantos
miles de familias a las que procuraste una vivienda digna, escuelas para sus
hijos, y tantas y tantas cosas que no cabrían en un libro." Como no cabría
en un libro que no le tembló la mano al suspender una corrida de toros para no engañar
al público. O no cabría su amistad con Pepe Luis Vázquez. Pero sí quiero que
quepan sus versos de poeta, dignos del estudio de Mainer, "Falange y
Literatura". Me distinguió con el dedicado ejemplar 42 de la edición no
venal de las 200 copias de sus "14 sonetos" (1997). Hasta tu lucero,
querido Pepe Utrera, te mando como epitafio desde la Sevilla de tus sueños y tu
servicio este terceto tuyo que te retrata: "Quisimos para el pueblo un
nuevo día,/soñamos con las luces de la aurora,/pero la noche es negra
todavía".
31 de mayo de 2017
Don José Utrera Molina. Por Juan Manuel de Prada
Don José Utrera Molina
Juan MANUEL
de prada
23 abril 2017 (Diario ABC)
A don José Utrera Molina lo conocí
por mediación de su entrañable amigo, el maestro Manuel Alcántara, hace ya casi
veinte años. Era don José por entonces un hombre que se adentraba con gallardía
en los arrabales de la vejez, lleno de dolor de España y de un temple bondadoso
y estoico que lo ayudaba a sobrellevar las muchas vilezas que ya por entonces
empezaba a padecer. Don José era un auténtico caballero cristiano, según lo
explicase García Morente: paladín de las causas perdidas, magnánimo ante la
mezquindad, altivo ante el servilismo, más pálpito que cálculo y con esa
impaciencia de eternidad que caracteriza al hombre sinceramente religioso. El
maestro Alcántara me lo había definido como su “amigo más leal”; y, en efecto,
según pude comprobar luego, las lealtades de don José eran acérrimas e
inamovibles.
Don José Utrera Molina
me llamaba de vez en cuando para felicitarme por algún artículo; y también, por
cierto, para reprocharme algún otro en el que no me mostraba benévolo con
ciertos aspectos del franquismo. Especialmente cariñoso se mostró conmigo
cuando elogié su figura, frente a una panda de miserables con mando en plaza
que lo despojaron del título de Hijo Predilecto de Málaga. ¡Al hombre que había
dado todo su amor a Málaga, que la había dotado de residencias de ancianos, de
cientos de viviendas sociales, de una universidad laboral, para que los hijos
de los pobres pudieran formarse y llevar mejor vida que sus padres! En el
calvario padecido por Utrera Molina en sus postrimerías se compendia el sórdido
y cobarde cainismo de esta España que siempre está con el que manda, que se
acuesta servilmente franquista y se levanta furibundamente antifranquista.
Utrera Molina cometió el delito de seguir siendo lealmente lo que siempre había
sido, sin chaqueterismo ni componendas. ¡Y mira que le habría resultado fácil
camuflarse! Le hubiese bastado con cerdear un poco, como hicieron tantos
franquistas que quería seguir viviendo como sultanes y experimentaron una
fulminante conversión, como si les hubiese aparecido de repente la Señora
Democracia, como la Virgen se apareció en Fátima. Todos estos demócratas
sobrevenidos que nos han estado dando lecciones (algún día habrá que señalarlos
con el dedo) solo querían seguir mamando de la teta; y, para lograrlo, permitieron
que el odio volviera a enviscar a los españoles. Y ese odio, inevitablemente,
fue cobrando espesor hasta lanzar sus zarpazos contra quienes no habían
cerceado, contra hombres tan nobles y abnegados como don José Utrera Molina.
Pero, como nos enseñaba Cernuda, los insultos de los viles son “formas amargas
del elogio”.
Hace apenas un par de
días preguntaba por don José a su nieto Rodrigo, que me confesaba con pesar que
estaba bastante delicado de salud. En la reedición de Sin cambiar de bandera,
las memorias de Utrera Molina, se incluía una carta de su nieto Rodrigo llena
de verdad y emoción en la que puede leerse: “Tú guiabas cuando otros solo
seguían, por eso intentaron marginarte en el pretérito, exiliarte en el
presente y desahuciarte el futuro. Tu lealtad te supuso conocer el sabor de la
traición, pero fue exactamente eso lo que dio tanta importancia a tu fidelidad…
Es el motivo por el que mi voz, cuando hablo de ti con mis amigos, denota
orgullo de ser tu nieto. Orgullo y gratitud”. Yo también puedo decir hoy, con
orgullo y gratitud, que me honro de haber sido amigo de un hombre bueno como
don José Utrera Molina, que ya no tendrá que seguir escuchando las palinodias
sonrojantes de los chaqueteros, ni las invectivas sangrientas de los caínes que
amargaron su vejez. Descanse en paz, querido don José.
25 de mayo de 2017
Es más fuerte nuestro amor que vuestro odio.
Mi padre solía decir que el odio era una pasión aniquiladora
de las almas a las que atrapaba, una triste forma de autodestrucción
involuntaria que responde a los instintos más primarios del ser humano.
Nos
alertó siempre contra sus perniciosos efectos y nos enseñó a combatir el odio
con amor, y a la mentira con la verdad.
No deja de ser un timbre de honor ser objetivo de quienes
representan la ideología más criminal y totalitaria que ha conocido la historia,
con más de cien millones de muertos sobre sus espaldas. Hay que reconocer que en
algo parecen haber mejorado con los años, pues hace ochenta años yo no viviría
para escribir esto. Y escribo “parecen” porque allí donde tienen el poder, como
en Venezuela, han resucitado las siniestras checas y han terminado por secuestrar
y asesinar la libertad de toda una nación.
Resulta tan patético como insólito –creo que es la primera
vez en la historia- el intento de socialistas y comunistas de criminalizar el
último adiós a mi padre por el mero hecho de que se le despidiese como lo que
siempre fue, hasta el final: falangista. Acaso a alguno le remuerda la
conciencia haber cambiado tanto de camisa que no soporte contemplar el
honorable adiós a un hombre que supo morir sin cambiar de bandera. Por eso cada uno de nosotros quisimos poner sobre su pecho esas cinco rosas que marcaron toda su existencia, por eso le vestimos con su camisa azul y su bandera, nuestra bandera -esa de la que reniegan quienes ahora nos denuncian- fue su último sudario.
Cuestiones jurídicas al margen –no sólo demuestran un total
desconocimiento del Código penal y de la Constitución sino también del propio
engendro de ley memorialista que han aprobado- lo último que un hombre cabal
haría sería dejar a sus invitados a merced de los buitres carroñeros. Quienes
quisieron despedir a mi padre vistiendo su camisa azul y entonando las bellas
estrofas del cara al sol, no sólo le honraron a él, sino también a todos
nosotros y también a los muchos miles de españoles que vieron en él un limpio ejemplo
de conducta y de servicio a los demás.
En un día lejano del año 1972, en pleno régimen franquista,
fue enterrado con la bandera anarquista de la Confederación Nacional del
Trabajo (CNT) Melchor Rodríguez en el cementerio de San Justo. Junto a algunos cargos
públicos y ex ministros de Franco, sus camaradas anarquistas comenzaron a
cantar: "Negras tormentas agitan a
los aires", las primeras estrofas de 'A las barricadas'. La Policía
Armada y las autoridades escucharon el himno anarquista hasta el final en
riguroso silencio como muestra de respeto. Eran caballeros.
Hoy, en pleno régimen “de libertades”, los que no pueden
ocultar su espíritu totalitario y liberticida nos denuncian por dar a nuestro
padre la despedida que él siempre quiso y nos dejó escrito en su preciosa carta
de despedida:
“Quiero ser enterrado con mi
camisa azul. No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que
muero fiel al ideal que ha llenado mi vida. (…) “Quiero pedir perdón a cuantos
ofendí en mi vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya
bandera ha de ser mi sudario”.
Ellos no lo saben, papá, pero nuestro amor es mucho más
fuerte que su odio. Tú has cumplido tu promesa, con honor y con ventura. Y nosotros
no nos vamos a esconder, pero no responderemos con odio, sino con amor y con firmeza, con el
inmenso orgullo de llevar tu apellido, cumpliendo hasta el final el cuarto mandamiento y con la cabeza bien alta frente a la vileza
y a la cobardía.
Tu hijo Luis Felipe
23 de mayo de 2017
A mi abuelo Pepe. Por Ana Utrera-Molina Guerra
Todo empezó el primer día del año, un trágico, oscuro día
después de la celebración de un nuevo año, una nueva etapa.
Recuerdo ese día con plenitud, cómo no, es ese día tan
especial que tienes la oportunidad de ser una nueva persona, una mejor persona.
Estaba recostada en el sofá, con mis padres al lado. Ya
era mediodía cuando le pusieron un mensaje a mi padre. Yo aún no lo sabía, pero
mi vida estaba a punto de cambiar.
En el instante que mi padre leyó ese mensaje su rostro cambió,
yo estaba preocupada por él, y no dude en preguntarle que le estaba pasando. Al
informarnos, mi padre soltó unos sollozos; mi abuelo había tenido un infarto, y
estaba en estado crítico. Yo, muy ingenua, fui a animarle creyendo que la gente
solo muere en las películas, ya que no me hacía a la idea que él se pudiera ir.
No paraba de repetirle que todo saldría bien, que él era mi abuelo, y que él no
se iría. Puede que yo ya tuviera la suficiente consciencia para saber lo que
podía pasar, pero a pesar de eso no me lo quería imaginar, prefería imaginarme
que mi abuelo era inmortal.
Estuve todos los días rezando por él, suplicando que se
pusiera bien, y a pesar de que las circunstancias fueran difíciles, yo creía en
él, yo creía en que se iba a recuperar. Tengo memoria de algunos días hablando con mi prima por
teléfono, estábamos preocupadas, tristes, porque no queríamos que le pasara
nada al abuelo. Quince días después sucedió un milagro. ¡Mi abuelo se estaba
recuperando! Aunque para ser sinceros, yo ya lo sabía, sabía que no me iba a dejar
sola, al menos no todavía.
Poco, a poco todo fue volviendo a ser como antes, o casi
todo. Mi abuelo, volvió a mi casa con mi abuela, que le esperaba con ansia. Yo no pude ver a mi abuelo hasta que fue la boda de mi
primo, ya que él vivía en Madrid, al igual que el resto de mi familia.
La boda de mi primo fue la primera vez, después del
infarto, que mi abuelo pasaba una jornada tan larga fuera de su casa. Todos
creíamos que se iba a agotar enseguida debido a su débil estado de fuerza y ánimo.
Sin embargo nos sorprendió a todos, como siempre. Hizo un discurso al terminar la misa, y pasó mucho tiempo
ensayándolo. Estaba muy nervioso, muchos días nos decía que no podía, pero
cuando llegó la hora de subirse al púlpito
no cogió el papel, ni dijo el discurso que tanto había preparado, subió
allí, y lo improvisó, dijo un discurso de lo más sincero, y lo más importante,
desde su corazón.
Todos nos quedamos atónitos, ya que por su estado de
salud era algo increíble lo que había hecho. Siempre admiré su facilidad para
expresarse, pero lo que había hecho ese día, sinceramente, no tenía palabras.
Semana Santa
siempre ha sido una fecha que al igual que a mí, a mi abuelo y a mi
padre les encantaban. Cada año voy a ver las procesiones, lo que me hace emocionarme
de lo bellas que son las esculturas, y de los pasos tan bien elaborados que
hacen. A mi abuelo le encantaban, pero debido a su avanzada edad, no podía
meterse en las procesiones, ya que hay mucho escándalo, y mucha “bulla”. Pero
no se perdía ni una por la televisión, siempre que le miraba, los ojos le
brillaban al ver las cofradías de la virgen, etc… Me acuerdo que siempre nos
llamaba a todos y nos decía que nos sentáramos para que las viéramos con él.
Al abuelo, aparte de encantarle todo lo relacionado con
la Semana Santa, le encantaba los toros. Yo no compartí la pasión con él hasta
que me llevaron a mi primera corrida de toros, y allí entendí porque le gustaba
tanto a mi abuelo, era algo asombroso.
Para mí ese día no fue importante solo porque fuera la
primera vez que veía una corrida de toros, fue importante porque fue la primera
vez, y por desgracia la última, que fui con mi abuelo. Ese día me lo pase
fenomenal, y aunque no me senté al lado de mi abuelo, porque teníamos
diferentes sitios, pude disfrutar de como disfrutaba él, y sencillamente, me
encantó.
Esta Semana Santa noté como mi abuelo no estaba igual que
siempre, estaba diferente, en muchos aspectos. Le costaba respirar, y cada vez
tenía que esforzarse más para andar. Ya nada era lo mismo. A cada minuto se
dormía, yo creía que era por los medicamentos, o simplemente porque tenía
sueño, y yo con mi ingenuidad le seguía diciendo a mi padre que todo iba a
salir bien, pero esta vez no fue así. Mi abuelo se fue al hospital, yo aún no
me había enterado de la gravedad del asunto, hasta que mis padres me lo
contaron. Me dijeron que no creían que el abuelo se pusiera mejor.
Estábamos en la Península y nuestro avión partía el día
siguiente, mi madre y yo íbamos a partir rumbo a Canarias, y mi padre se
quedaría allí, acompañando a mi abuelo. Yo insistía en querer quedarme, pero
debido que tenía colegio, me tuve que ir. Mi padre estuvo aproximadamente una
semana allí, toda las noches nos llamaba y nos
decía que tal iba todo. A mitad de semana parecía que se estaba recuperando, yo
estaba muy contenta, parecía que todo iba bien, pero el sábado de esa misma
semana me desperté, y mi madre me dijo que mi abuelo se había muerto. En el
momento que me lo dijo mi mundo se desmoronó, yo no sabía cómo reaccionar,
estuve segundos sin hablar, paralizada, con la noticia que creía que nunca me iba
a llegar. Pasado un minuto empecé a llorar, a llorar, nunca había tenido esa
sensación de dolor en el corazón, es ese tipo de dolor cuando sabes que alguien
te falta en tu vida, y no le podrás volver a recuperar.
Siempre había creído que cuando alguien que aprecias y
quieres de verdad muere, solo lloras porque le añoras, pero ahora que me ha
pasado a mi es más que eso, una sensación indescriptible, que a menos que la
pases no la entenderás. A partir del día que murió, ya no he vuelto a ser
igual, sé que está con Dios, y sé que siempre estará acompañándome en mis
mejores y en mis peores momentos, pero esa sensación tan reconfortante de
llegar a Madrid y darle un fuerte abrazo, contarle todo lo que me está pasando,
desapareció. Cada día siento un hueco que se agranda más en mi corazón, pero sé
que el tiempo lo curará, y aunque pasen muchos años nunca me olvidaré de mi
abuelo.
Pepe Utrera Molina ha hecho grandes cosas por España,
de lo que me siento gratamente orgullosa, y aún me siento más afortunada de
poder llamarle abuelo.
Finalmente mi abuelo era una persona muy previsora, ya
que él escribía poesías, y hay una que destaca sobre todas, es la que hizo a mi
abuela para cuando muriera, empieza así:
Si de la muerte
regresar pudiera,
volvería a decirte
que te quiero,
cuídame amor el
cedro y el romero,
y guárdame una rosa
en primavera.
Te quiero
muchísimo abuelo. Este escrito va dedicado para ti.
Tu nieta, ANA UTRERA-MOLINA
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