A finales del pasado año, el
Pleno de la Diputación provincial de Sevilla, acordó, con el voto a favor de
los grupos socialista, comunista (Podemos incluido), Ciudadanos y la abstención
del Partido popular, retirar “de forma definitiva” la medalla de oro de la
Provincia concedida a mi padre, José Utrera Molina en el año 1969 por dicha
institución. La noticia no debiera trascender
el ámbito local o personal de la persona e institución concernidas si no fuera
porque constituye un peligroso precedente, claramente liberticida, de hasta qué
extremos de persecución ideológica está dispuesta a llegar la izquierda –con el
beneplácito o indiferencia del partido popular- con la aplicación de la
denominada Ley de Memoria Histórica, que alumbró la mente sectaria de Rodríguez
Zapatero y ha sido mantenida por la irresponsable abulia acomplejada del
Partido popular, posibilitando que próximamente pueda “celebrarse” la primera
década de la misma.
Se trata en este caso del primer
intento de remoción de honores concedidos a una persona viva, pues hasta ahora
las distintas administraciones han venido participando en una verdadera orgía
iconoclasta de carácter póstumo retirando honores, placas y menciones a
personas ya fallecidas, sin la menor oposición por parte de ningún grupo
político, sin duda por miedo a señalarse como afín o partidario del personaje
removido, evidentemente relacionado con la España de Franco, cuando no se
trataba del propio Jefe del Estado. Lo
más relevante es, sin duda, la motivación que emplea en este caso la Diputación
para justificar la revocación o remoción de la distinción concedida, pues
considera de forma abierta que el mero hecho de su participación activa en el
régimen franquista fue determinante en la concesión de la distinción u honor
concedido, por lo que, haciendo abstracción de cualquier merecimiento que
hubiera sido tenido en cuenta a la hora del reconocimiento y, por supuesto sin
alegar en modo alguno la existencia de una conducta posterior que desmereciera
los honores concedidos y justificase dicha retirada, el mero ejercicio de dicho
cargo público durante “la dictadura” es
motivo suficiente para su revocación o retirada de acuerdo con las previsiones
de la Ley de Memoria Histórica.
La indudable trascendencia de tal
precedente -que de recibir respaldo judicial podría determinar, por ejemplo, la
retirada de cualquier honor o mención concedido a los actuales reyes eméritos
durante su etapa como príncipes de España- adquiere tintes ciertamente delirantes
cuando la propia Diputación en el acuerdo mencionado, censura expresamente y
utiliza como elemento ad maiorem que Utrera
Molina haya osado manifestar en el trámite de alegaciones de forma explícita su
lealtad a la figura de Francisco Franco y haya hecho confesión de su condición de
falangista, manifestaciones éstas que en opinión de la Diputación de Sevilla “entran
en colisión con la Ley de Memoria Histórica”.
Que la lealtad y la coherencia
política de un hombre –sean del signo que sean- puedan ser consideradas un
descrédito o ser merecedoras de sanción, identifica el talante antidemocrático
de quienes lo afirman. Bajo el amparo de
la Ley de Memoria Histórica, se rinden honores e inauguran monumentos a
golpistas como Prieto y Largo Caballero mientras se destruyen con saña, no ya
los dedicados a Francisco Franco, sino a cualquier persona relevante del bando
vencedor, sobre el que se extiende el manto del olvido y el deshonor. Pero si
la visión maniquea de la contienda civil es ya censurable, resulta aberrante que
se condene y estigmatice a todo aquél que sirvió a España desde cualquier cargo
público entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975,
independientemente de su labor concreta, por considerársele miembro de un
“aparato represor”.
Tales dislates se amparan y
escudan en una verdadera ley mordaza que supone una enmienda a la totalidad del
espíritu de reconciliación que posibilitó la transición española y representa un
instrumento letal en manos de sectarios insensatos. Desde su sectaria y
falsaria exposición de motivos, que impregna e inspira su articulado, se establece
una condena injusta y vergonzante contra la memoria de millones de españoles
que hace 80 años tuvieron que luchar contra sus hermanos a raíz de un proceso
revolucionario que hizo imposible la convivencia pacífica de los españoles y
contra toda una generación de españoles que, actuando de buena fe, trabajaron
para levantar una nación de sus cenizas para legarnos un futuro en paz que
superase la cruel contienda fratricida.
Una ley dictada desde el odio cainita, contra una parte de los españoles, no puede ser jamás una ley justa: de ahí la grave irresponsabilidad de quienes la promulgaron y de quienes la mantienen. Su aplicación ha llevado a la profanación de sepulcros, al derribo de monumentos, a la eliminación de cualquier recuerdo de una etapa que está ya sometida al juicio de la historia, en un intento liberticida de reeducar a toda una generación de españoles para que reniegue de sus ancestros conniventes con el franquismo.
Fue Albert Camus quien afirmó que
“existe una filiación biológica entre el
odio y la mentira” y que “allí donde
prolifere la mentira, se anuncia la tiranía”. La ley de memoria histórica,
la más mendaz, maniquea y liberticida de cuantas se han aprobado en democracia,
ha vuelto a dividir a los españoles en buenos y malos, nos ha debilitado como
nación aventando nuevamente odios olvidados y sepultando bajo una pesada losa
la dura y esforzada conquista de nuestra reconciliación nacional. Por eso la
única celebración que merece es la de su absoluta y definitiva derogación para
bien de España y de los españoles.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Abogado