"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

16 de noviembre de 2016

José Antonio, modelo de nobleza

Artículo publicado en Historia en Libertad
Fue Enrique de Aguinaga quien acertadamente ha definido a José Antonio como arquetipo. Y si contemplamos su figura y su trayectoria cuando se cumplen 80 años de su asesinato “legal” por el gobierno de la II República, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con los políticos que padecemos en la España de la segunda restauración.
La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio era la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.
Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:
“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”
Es esa noble causa y no ninguna ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.
Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.
Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.
Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su testamento: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.
A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y el estilo y en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal. Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.

Luis Felipe Utrera-Molina

27 de octubre de 2016

El odio cabalga sin bridas. Por José Utrera Molina


No hay calificativo suficiente para valorar el daño histórico y moral que todavía se sigue produciendo en España en virtud de la ley de memoria histórica, alumbrada por Rodríguez Zapatero y mantenida por Rajoy.  La lógica de esa ley –si es que alguna tiene- está visceralmente quebrantada. Ya hace años que aquél nefasto gobernante ofreció en bandeja de plata a Santiago Carrillo el derribo ilegal de la última estatua de Franco que había en Madrid, como regalo de cumpleaños. Posteriormente, han ido cayendo uno tras otro cientos de monumentos o placas que hagan relación a cualquier personaje que tuviera alguna relación con la media España que no se resignó a ser pisoteada por el comunismo en 1936.  En Barcelona, se expone para público aquelarre la figura de un Franco decapitado para alborozo de unos pocos cobardes que dan rienda suelta a sus más bajas pasiones. En otros lugares se amenaza expresamente a Ayuntamientos con la retirada de subvenciones haciendo oídos sordos a la voluntad de los vecinos de mantener su identidad y su historia.

Mientras todo esto tiene lugar ante la indiferencia de la mayoría, se mantiene afrentosamente el público homenaje a los verdaderos causantes de la guerra civil, Prieto y Largo Caballero,  golpistas en el 34 y revolucionarios en el 36, quienes pisoteando el derecho, por cobardía o convicción quisieron entregar España a la Internacional comunista. Y el Ayuntamiento de Madrid, no contento con eliminar de su callejero todo nombre que pudiera recordar al régimen anterior o a los que lucharon en el bando nacional, va a dedicar un espacio público al siniestro Teniente Castillo, instructor de las milicias del Frente Popular y mito del ejército rojo. En definitiva, los que buscamos y quisimos la reconciliación, hemos terminado recibiendo la revancha de mano de los que no están dispuestos a olvidar su derrota.


 Pero nadie dice nada. No existe una pública denuncia de tan  burdo sectarismo.  ¿Cómo es posible que no haya un clamor para denunciar tamaña felonía?  ¿Es que los españoles hemos perdido, ya no el instinto sino la mínima razón, que endereza la figura del ser humano?.  

Hoy vuelven a estar de moda las corrientes más criminales y canallescas de nuestra historia. Vuelven orgullosos y desafiantes los puños en alto y las banderas rojas se despliegan ufanas, ante la cómoda indiferencia de una mayoría silenciosa.  Mientras tanto, los hijos y los nietos de tantos miles de españoles que dieron su vida por Dios y por España, permanecen agazapados, silentes, consintiendo que se injurie públicamente la memoria de sus antepasados, que profanen sus tumbas y borren su recuerdo de la memoria colectiva.

Yo tengo ya demasiada edad para luchar sólo contra esta tremenda injusticia. Pero  mientras el pozo de odio está completo y vierte sus excrementos sobre la Historia, los que guardamos todavía el recuerdo de una España grande y limpia, preferimos morir a contemplar con indiferencia y cobardía la victoria de la mentira y la escandalosa manipulación de nuestro pasado más reciente.

Yo me declaro en pública rebeldía contra esta ley sectaria que levanta muros entre hermanos y aventa de nuevo las arenas ensangrentadas de otro tiempo y de otra época.  Pocos escucharán mi clamor, pero quisiera morir con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he respetado la verdad y he rechazado el odio. Un odio que se ha convertido en torrente sin que se levante una mínima pared, un endeble muro que contenga el atroz mensaje de indignidad que representa la Ley de la Memoria Histórica.


JOSÉ UTRERA MOLINA

20 de octubre de 2016

"COMUNISTAS"·


Hay que reconocer que Josif Stalin sabía lo que hacía cuando apostó por el agit prop sabiendo que así aseguraba la victoria a largo plazo del comunismo en la batalla del lenguaje, una de las trincheras clave para lograr el poder.

Más de 60 años después de la desaparición física del mayor genocida que han conocido los tiempos, cualquier actuación violenta es calificada sistemáticamente de fascismo aunque provenga claramente de las filas del comunismo o sus aledaños.  A pesar de que el fascismo se ha convertido en un fantasma residual con tintes xenófobos que poco tiene que ver con las teorías de Marinetti y D’Anunzio, se crea así una íntima asociación entre violencia y fascismo y entre intolerancia y fascismo, dejando a salvo al comunismo que, pese a ser el movimiento político que más terror, muerte y opresión ha sembrado sobre la faz de la tierra, sigue apareciendo socialmente como una ideología más, equiparable a la socialdemocracia, el liberalismo o el conservadurismo y por consiguiente, merecedora de general respeto.  Nadie en su sano juicio se atreve a definirse públicamente como “fascista”, mientras proliferan en España las demostraciones públicas en las que se enarbolan alegremente banderas rojas con la hoz y el martillo y los diputados de Podemos no disimulan a la hora de levantar el puño izquierdo en el Congreso de los Diputados. 

La última muestra la tenemos en los recientes sucesos de la Universidad Autónoma de Madrid, en la que unos encapuchados, de tinte claramente comunista impidieron violentamente una conferencia de Felipe González. Pues a pesar de que todos ellos no ocultaban provenir de los aledaños del mundo comunista, la prensa de forma unánime los califica de “fascistas”, insulto que ha desplazado a cualquier otro en nuestro panorama político y que sirve tanto para calificar –o descalificar- a los violentos o intolerantes como para que éstos lo utilicen como sambenito de cualquiera que no comulgue con sus ideales revolucionarios.  Así podemos ver cómo mientras los alborotadores llamaban fascista a González, los medios les llaman fascistas a ellos. A ver quién lo es más.

Pero nadie les califica como lo que son: COMUNISTAS. A estas alturas de la historia, el comunismo no ha pagado el precio político e histórico que corresponde a sus horrendos crímenes y aún hoy, a periodistas y políticos les produce pudor o temor reverencial utilizar el término como insulto o mera calificación.  Produce estupor escuchar a comunistas como Pablo Iglesias hablar en nombre de “la gente”, del “pueblo” o de los “trabajadores”, con el bagaje criminal que el comunismo lleva a sus espaldas.  No eran precisamente aristócratas ni capitalistas los 6 millones de campesinos ucranianos ni los 2 millones de las cuencas del Kubán, Don y   Volga y de Kazajstán que murieron literalmente de hambre con terribles episodios de canibalismo en el Holodomor mientras la Unión Soviética exportaba grano y cereales a manos llenas. No hacían otra cosa que seguir fielmente la enseñanza de Lenin, quien no dudó en afirmar que “para destruir la desfasada economía campesina, el hambre será el preludio del socialismo y destruirá la fe, no sólo en el zar, sino también en Dios.”. Y no en vano fue el hambre, junto con el terror y la esclavitud una de las señas de identidad del comunismo.

El comunismo se ganó a pulso, a lo largo de todo el siglo XX, el principal puesto de horror en la historia del exterminio de seres humanos. En el “Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997)”, escrito por profesores universitarios e investigadores europeos y editado por el director de investigaciones del equivalente al CSIC en Francia, se cifra en cerca de cien millones de seres humanos las víctimas del comunismo contando las de la Unión Soviética, República Popular China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya, África, etc. ,  afirmando que «puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir el terror como forma de gobierno»
Con sus 20 millones de víctimas, el padrecito Stalin, al que dedicaron laudatorios poemas Neruda y Alberti, superó ampliamente a Adolfo Hitler en el ranking del terror y la barbarie, pero a tenor de la reverencia y predicamento que sigue teniendo el genocida georgiano entre los comunistas irreductibles, podría decirse que eligió mejor a sus víctimas, entre los más miserables e indefensos de la tierra.

Ya va siendo hora de llamar a las cosas por su nombre y de que, al igual que sucede con el nazismo, nadie pueda enarbolar con impunidad y sin vergüenza una bandera comunista en ningún país del mundo, que representa sin lugar a dudas, el símbolo supremo de la mentira, la opresión, el terror y la barbarie. 


LFU

22 de septiembre de 2016

Un error histórico: la supresión del Servicio Militar Obligatorio. Por José Utrera Molina



Soy un veterano defensor de las virtudes verdaderamente excepcionales que constituyen el núcleo central del Ejército español. Yo fui en época lejana, oficial de la Milicia Universitaria, pero tengo en mi modestísima historia ejemplos de militares realmente ilustres que murieron heroicamente en nuestra contienda africana y que después en uno y otro bando mostraron la generosidad de su valor y el empeño en servir el color de unas banderas. Yo viví intensamente mi etapa militar en Granada. Si alguien me preguntara qué parte de mi vida me gustaría revivir, yo afirmaría que las horas que pasé sirviendo al Ejército español. Supe entonces de las deficiencias de las estructuras que entonces conformaban el Ejército en general y me esforcé junto a otros compañeros en limar aquellos aspectos que podían ennegrecer el sentido de la milicia. Yo la viví intensamente junto a mis soldados, a los que todavía recuerdo y me ofrecen en una lejanía misteriosa, el homenaje de sus recuerdos y la referencia a tareas ejemplares.

Mi propia experiencia, la vivida a través de mis hijos y mi relación con muchos altos jefes del Ejército español me hicieron ver la necesidad de modernizar sus estructuras y realizar transformaciones estructurales que evitasen que el servicio militar obligatorio quedase como un tiempo perdido en la vida de los jóvenes.  Pero nunca pensé que todo un ministro de España pudiese despacharse llamando “puta mili” al servicio militar obligatorio al tiempo de liquidar una de las conquistas más razonables de la revolución francesa como precio para obtener el apoyo puntual del separatismo catalán y corrupto.

Discrepo fundamentalmente con los elogios que el Sr. Rupérez hace en su tribuna de hoy en ABC a la liquidación del Servicio Militar Obligatorio, precisamente cuando otros países de nuestro entorno, como Francia y Alemania, vuelve a poner sobre el tapete la conveniencia de recuperarlo como elemento vertebrador de la nación ante la crisis de identidad que padecen.  Lo que el Gobierno Aznar vendió como una liberación para los jóvenes no era sino la claudicación del Estado renunciando a uno de los instrumentos más relevantes para la formación de los jóvenes en la conciencia de pertenecer a una nación y su compromiso con su defensa.

Traté con soldados que cambiaron totalmente su vida después de permanecer en los cuerpos de los diferentes ejércitos. Algunos eran analfabetos y salieron de las filas del Ejército siendo caballeros bien templados. Otros, oriundos de pueblos remotos que salieron por primera vez de sus terruños descubriendo la rica variedad de nuestra patria. Todos aprendían por primera vez el valor del servicio y del sacrificio, las virtudes y servidumbres de la disciplina y la importancia del juramento a la bandera, convertido en un verdadero sacramento laico que marcaba la vida de cada joven español.  Los que reclamaban su liquidación sabían muy bien lo que hacían y los que la aceptaron pagaron un altísimo precio por el apoyo que recibieron con el patrimonio de todos los españoles.  Aquellos apóstoles de la modernidad dilapidaron en un juego de naipes lo que había representado de ejemplaridad y de educación el Servicio Militar Obligatorio y la trascendencia del mismo como elemento vertebrador de la nación.

Que el alistamiento a la milicia tenía indudables defectos era evidente. Debieron reducirse y concentrarse los tiempos de permanencia y dotar de una mayor operatividad al período de servicio, intensificando la formación profesional y técnica de cara a su utilidad profesional al término del servicio.  

Soy lo suficientemente generoso para calificar de error muy grave y de funestas consecuencias aquella decisión dictada por la irritante frivolidad del Sr. Trillo y la irresponsabilidad histórica del Sr. Aznar, al que faltó perspectiva y sobró soberbia. Desde luego que no fue una medida ejemplar, sino populista. Ejemplar hubiera sido remangarse y reformar a fondo el servicio militar para conjugar las necesidades de modernización del ejército con la necesaria vertebración territorial de nuestra patria y la nueva realidad social de la juventud. Pero era fácil vender como circo lo que no fue sino una vergonzante claudicación ante quienes pretendían socavar la unidad de España.

Respeto por supuesto la opinión del Sr. Rupérez expuesta en esa tribuna, pero no la comparto y alzo nuevamente mi voz para evitar que se silencie el clamor de quienes creemos que España debería recuperar, convenientemente actualizado, el servicio militar de todos los jóvenes españoles, corrigiendo así un error histórico que no ha servido sino para poner en cuestión la integridad futura de España. El derecho y el deber de defender a España sigue siendo un mandato constitucional que obliga a todos los españoles, pero que el Estado ha renunciado a garantizar. Y los resultados de su eliminación lejos de ser motivo de alabanza han de ser razón suficiente para comprender el alcance de errores irreparables.

Jose Utrera Molina

Alférez de la Milicia Universitaria y Cabo Honorario de la Legión

13 de septiembre de 2016

El imperio de la mentira

No hay duda de que el nuevo estalinismo del siglo XXI es la imposición de una determinada visión de la historia o de un proyecto social por decreto ley o por imposición de las mayorías parlamentarias. Los legisladores no buscan ya el bienestar y el progreso de los ciudadanos sino su aleccionamiento y uniformidad, para asegurarse la permanencia en el poder.

Buena prueba de ello son, por un lado, la ley de memoria histórica, que impone una visión maniquea y sectaria de la segunda república, guerra civil, posguerra y del régimen de Franco y las leyes LGTBI que pretenden imponer a niños y mayores un modelo de familia y sociedad al gusto del lobby homosexualista.

Decía Albert Camus que la mentira es el mayor enemigo de la libertad y precisamente de eso se trata, de amordazar voces y conciencias libres para así poder moldear a la sociedad a su antojo. Llueven las querellas contra cualquier prelado o sacerdote que se limite a predicar la doctrina católica sobre el amor y la familia, crece la agresividad contra la Iglesia católica y ya se están viendo alguno de sus frutos, como la quema de dos iglesias e imágenes sagradas. Por otro lado, no faltan las voces que pretenden acallar a cualquiera que ose decir que el alzamiento de 1936 no fue contra la república sino contra un proceso revolucionario marxista que había sepultado a la república desde 1934 y se propone la tipificación del delito de negacionismo en relación con el régimen de Franco, tratando de equipararlo al nazismo y no, por supuesto, al comunismo, que todos sabemos que era una arcadia feliz en la que murieron 100 millones de seres humanos por sus propias culpas.

“Me nefrego” era un lema del fascismo italiano de los años 20 para aglutinar el descontento de un pueblo en claro divorcio con su clase política. Me importa un bledo, su traducción más fidedigna y es que hay que perder el miedo ante la apisonadora progre que arrasa tranquilamente por donde pasa ante la inexistencia de obstáculos relevantes en una sociedad eminentemente cobarde y acomodaticia. Que nos llevan las querellas, que nos persigan por decir lo que pensamos, pero no podemos callarnos ni permanecer impasibles ante la destrucción deliberada y sistemática de todo un orden moral de principios.

Tenemos que decir en voz alta que el aborto es un crimen horrendo del que algún día se avergonzará la humanidad entera; que la única familia merecedora de protección es la formada por el matrimonio de un hombre y una mujer, que no sólo es el único acorde con la ley natural, sino que además asegura la continuidad de la especie; que no existe el derecho a tener un hijo sino el derecho de un hijo a tener un padre y una madre porque es la única forma en la que puede desarrollarse plenamente como persona, y que todo esto no entra en colisión con el debido respeto y consideración que cualquier homosexual se merece por su condición de persona y para nosotros, de hijo de Dios.

Tenemos que proclamar en voz alta que nuestros padres y abuelos no eran criminales al servicio de una tiranía; que se levantaron contra la imposición de una tiranía marxista que desencadenó la mayor persecución religiosa que recuerdan los siglos, con más de 8.000 religiosos asesinados y miles de templos arrasados; que ir a misa, tener un crucifijo o un rosario en casa era causa suficiente para ser condenado a muerte por un tribunal popular; que levantaron con esfuerzo e ilusión una España rota y miserable convirtiéndola en la novena potencia industrial del mundo, con un nivel de convergencia en términos de renta per cápita con el resto de Europa superior al 80%  y con la deuda pública en el 7,3 % del PIB; que en 1975 los españoles –salvo unos pocos radicales- ya estaban reconciliados y habíamos conseguido olvidar la guerra civil y que gracias a Zapatero y a sus secuaces se han vuelto a abrir unas heridas que habían dejado de sangrar hace décadas.

En esta lucha por la libertad no encontraremos amparo en ningún partido político, alineados todos en lo políticamente correcto y con pocas ganas de pisar callos incómodos. Los partidos de la derecha sociológica sólo se mueven por los sondeos por lo que, salvo que seamos legión, harán oídos sordos a nuestras inquietudes. Es la sociedad la que puede cambiar a estos partidos, ya que éstos han renunciado a cambiar la sociedad, dejando todo el proyecto social en manos de la izquierda, menos comodona y más comprometida.

Me importan una higa las prohibiciones estalinistas y la asfixiante imposición de los lobbies minoritarios. Pienso seguir siendo libre y proclamando lo que pienso. Cueste lo que cueste.


LFU