Artículo publicado en Historia en Libertad
Fue Enrique de Aguinaga quien acertadamente ha definido a José Antonio como arquetipo. Y si contemplamos su figura y su trayectoria cuando se cumplen 80 años de su asesinato “legal” por el gobierno de la II República, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con los políticos que padecemos en la España de la segunda restauración.
La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio era la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.
Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:
“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”
Es esa noble causa y no ninguna ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.
Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.
Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.
Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su testamento: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.
A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y el estilo y en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal. Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.
Luis Felipe Utrera-Molina