In memoriam Aurelio Benítez Duarte
Acaba de fallecer, víctima de un fatal
accidente de tráfico D. Aurelio Benítez Duarte. A pocas personas les sonará este nombre, pero en
mí tiene una resonancia tan dramática como fraterna. Alguien me preguntará quién es este señor y yo
le voy a contestar inmediatamente. Era un caballero silencioso y amable,
trabajador incansable y leal hasta límites desconocidos. Tenía diez hijos y se
encontraba de vacaciones en Paraguay con el billete de regreso a España en su
bolsillo. Yo le esperaba, porque desde hacía una larga etapa formaba parte del
circulo de los paraguayos que yo trato con el respeto y la devoción que siempre
me han suscitado aquellos que desde fuera de España, pronuncian todavía su
nombre con fervor.
Repasando la historia, compruebo que
los primeros asentamientos religiosos protagonizados por la Compañía de Jesús
en Paraguay dieron frutos muy abundantes. El espíritu de la Compañía impregnó profundamente
a un pueblo variable y dividido, no sólo por los accidentes fronterizos sino
por la complicada estructura interior que poseían.
Siempre me ha sorprendido el acervo
moral escandalosamente positivo que tienen los paraguayos a los que he tratado.
Son silenciosos, amables y comunicativos cuando hace falta. Quieren a su país y aspiran a que remonte el
vuelo y se convierta en una gran nación, pero eso por ahora es casi un sueño
imposible. Los paraguayos saben soñar,
algo que aquí posiblemente no comprendamos del todo. Yo he sido testigo de sus sueños, de sus
aspiraciones, de sus afanes, de sus esperanzas y puedo pregonar en alta voz que
hay poca gente con la dignidad humana de los paraguayos que yo he conocido. En mis conversaciones con Aurelio, a menudo se
quedaba absorto y mudo. Cuando le apremiaba para que me contestase, me respondía:
“es que estoy pensando qué tengo que contestar”. Muchas veces recuerdo haberle
dicho que sus silencios eran, para mí, elocuentes y esclarecedores.
Para ocultar sus esperanzas, olvidaba
sus dolores, pero continuaba enhiesto y grave, altivo y generoso y sobre todo
dueño de sus silencios y de la estirpe de caballerosidad a la que pertenecía. Es
posible que allá en lo alto Aurelio se sorprenda por la conmovida oración que
mueve su recuerdo en mí, pero en el alma de mi memoria estará siempre presente
quién me desveló el alma de un pueblo que merece un singular destino.
Hace aproximadamente un año, escribí
al Presidente de Paraguay para darle cuenta del asombro que yo tenía al
comprobar la enorme dignidad del comportamiento que los paraguayos tenían y que
se lo notificaba para que tuviera el orgullo de saber con qué gente trabajaba.
No he recibido respuesta alguna, quizá porque las altas responsabilidades de
gobierno les hacen olvidar la plataforma sentimental que merecen aquellos que
han tenido que dejar su patria para poder progresar.
Vuelvo a insistir, he conocido mucha
gente perteneciente a dicha nación, pero jamás pude sospechar el pozo de
ternura y sensibilidad que adornaba el alma de sus gentes. Qué bellos comportamientos, qué afán de
superación, qué esperanzas no rotas incluso cuando había que enfrentarse con
realidades dolorosas. Desde este pequeño artículo quiero rendir homenaje al
pueblo de Paraguay y ofrecerle no solo mi oración por sus aspiraciones, sino mi
devoción por su comportamiento.
Cuando la Compañía de Jesús comenzó
su apostolado en aquellas tierras, España no era aún una nación compacta y consolidada en su destino, pero ya prometía
que en el futuro, el mundo se iba a quedar estrecho para sus ilusiones y sus
esperanzas. Ahora, cuando el paso de los
siglos ha consolidado tantas cosas, y algunos españoles reniegan de serlo, aflora
en las tierras de La Asunción el nombre de España. Ignoro lo que pensarán sus habitantes pero
tengo la certidumbre de los que, doloridos
por la ausencia de su país, trabajan en España por la ilusión de su regreso. A ellos me uno con una estremecida emoción y
quiero que se sepa que no hay fronteras para delimitar el área de nuestra
influencia, más bien hay espacios abiertos para que lo ocupen aquellos que
sienten en el fondo de sus corazones la admiración por un pueblo admirable.
JOSÉ UTRERA MOLINA