Esto, que tantos españoles y catalanes tenemos claro y que se publicaba sin ambajes en el año 1932 (magnífico libro, por cierto), no hay
un solo político español actual que se atreva a decirlo. Es más, cada vez menos
españoles de a pie se atreven a decirlo por miedo a molestar o ser tachado de
extremista, radical o intolerante. Por cobardía.
Nadie puede negar la singularidad del pueblo catalán, como
tampoco la del gallego, vasco, andaluz, asturiano, murciano y extremeño, cuya
riqueza y variedad convierten a la nación española en la nación culturalmente más
rica de Europa. Cataluña tiene una lengua propia y una cultura propia,
enriquecida durante siglos por su pertenencia al Reino de Aragón y después al
reino de España. Una tradición que no es posible separar de su condición,
primero aragonesa y luego española, y de
las aportaciones que la emigración del resto de España ha dejado en aquella
tierra de emprendedores y comerciantes, sin incurrir en una falsificación
histórica escandalosa.
El nacionalismo catalán, surgido en el turbulento siglo XIX
y fermentado durante los últimos cuarenta años gracias primero a la
irresponsabilidad de los padres de la constitución y después a los intereses
electorales de los sucesivos gobiernos de uno y otro signo, está basado en una
sucesión interminable de mentiras colosales y burdas, que a fuerza de repetirse
ad nauseam por los diferentes medios
de comunicación públicos y privados –todos vasallos de la Generalidad- y por
los libros de texto en los colegios ha adquirido consistencia en la mente de
dos generaciones de catalanes que ya no se sienten españoles.
Cataluña jamás fue un reino, jamás fue independiente de
Aragón o de España y nunca ha sido reconocida como nación por estado o nación alguna. Pero es que tampoco
lo pretendió hasta ahora. El referente histórico de los separatistas resulta
ser un edil que luchaba porque la casa de Austria mantuviese la corona de España
en la guerra de sucesión. Luchaba en nombre de España, perdió y murió jubilado
como Notario en Barcelona y recientemente sus descendientes
reivindicaban su condición de patriota español. Y los que pretenden pasar a la historia como
los próceres del nuevo estado independiente son el ejemplo más escandaloso de
corrupción política de la historia de España, que sin embargo ha gozado hasta ahora
de una vergonzosa impunidad.
El separatismo catalán es fruto
de la expansión impune de una serie de mentiras consentida en los últimos
cuarenta años por los gobiernos de
España según su conveniencia electoral. La mentira está en su origen, la
mentira, el engaño, la corrupción y el latrocinio ensucia a sus promotores y la
mentira ampara su último envite, prometiendo un estado próspero y europeo en
lugar de una sima profunda de miseria y división que es lo que sería una
Cataluña separada.
La verdad es la verdad, la diga
Agamenón o su porquero. La mentira, su difusión indiscriminada y la ausencia de
una clara contradicción suele acabar en una frustración colectiva. Si no, que
se lo digan a Goebbels.
LFU