A continuación reproduzco el artículo publicado hoy en LA RAZÓN
Desde mi modestia política y consciente
de mi insignificancia pública, denuncié hace unos años casi en solitario que la
Ley de la Memoria Histórica abriría de nuevo todas las heridas de la guerra
civil española, que dejó en mi propia familia señales inequívocas de su
crueldad. No me equivocaba. Esa injusta ley, paradigma del sectarismo y la
revancha, ha abierto una zanja insondable en la voluntad y la memoria de un
pueblo como el español, curtido en la desgracia y poco enaltecido en sus
innumerables e infinitas acciones ejemplares, pero también ingrato y proclive a
la desmemoria interesada. Yo afirmé entonces –y sigo sosteniendo ahora- que
aquella ley constituía una miserable y peligrosa agresión a la propia estructura
medular de la nación española.
Hemos regresado al cainismo nefasto,
a la España de los rojos y los azules. Volvemos a arrojar los muertos de un
lado a los del otro. Se denigra impunemente la memoria de unos hombres que
habían creído en la verdad eterna de España para ensalzar abiertamente a
quienes desde la trinchera de enfrente, muchos sin ser conscientes de ello,
luchaban por convertir a España en un satélite de la Unión Soviética.
Ahora, mientras contemplo con
tristeza cómo se arrancan las lápidas de las calles de España, se destrozan los
monumentos que recuerdan gestas de aquella guerra que algunos quieren manipular
y perpetuar en sus efectos, se me abre el corazón y sin respiración para el
rencor, tengo un toque de angustia inacabable. Me pregunto cómo puede toda una
nación cubrirse de indignidad por la iniquidad de un gobernante nefasto como Rodríguez
Zapatero, que no dudó en ensuciarse el corazón con las más perversa y cruel de
las intenciones. Le imagino sentado en su sillón del Consejo de Estado,
respirando tranquilo mientras contempla las consecuencias de haber asestado la
más profunda puñalada a la reconciliación de los españoles. Dicen que todavía sonríe al mostrarse
orgulloso de la Ley que él patrocinó.
En mi absoluta pequeñez política, en
mi falta de proyección sobre las gentes, en el clamor humilde de mi amargura,
tengo necesariamente que gritar aunque sea lo último que haga en esta vida, mi rebeldía
y mi intolerancia ante los que se revuelven orgullosos, erguidos y manchados
con este impulso de resurrección inicua, injusta y despiadada. ¿Qué hemos hecho
los españoles para merecer esto? ¿Qué silencio tan profundo nos dan los muertos
para poner sobre ellos el sello del odio y de la crueldad? ¿Qué género de
maldición recae sobre nuestro pueblo que contempla atónito la destrucción
absoluta de todo lo que ha sido una España limpia, reconciliada y abierta a un
futuro con esperanza? ¿Qué pecado hemos cometido para volver a traer a nuestras
retinas imágenes ya enterradas en el tiempo, para merecer este silencio ominoso
y cobarde que atenaza a tantos españoles?.
Yo suscribo este artículo con la más
alta temperatura de mi corazón. Sin rencor, pero con la firme voluntad de
perseverar desde mi pequeñez, en la lucha por la supervivencia de una España
eterna, no ensuciada por los golpes de rencor y de odio como se producen en la
actualidad. Se lo advertí en su día al Sr. Rajoy en una carta que sólo mereció
la contestación de su escribano. Fuimos muchos los españoles que votamos al
Partido Popular creyendo ingenuamente que las dos leyes más inicuas de la era
Zapatero, la del aborto y la de la Memoria Histórica habrían de ser derogadas.
Nada se ha hecho, por pura cobardía y cálculo electoral.
Entre las pequeñas brasas de
indignación que aún transpiran los numerosos huesos de nuestros caídos y de
nuestros muertos, que son todos los que, en una y otra trinchera cayeron con el
nombre de España en sus labios, se alza un grito en el silencio, una luz en la
noche frente a tanto olvido y una petición a Dios para que conserve la dignidad
de los españoles y no volvamos otra vez a la enemistad, al enfrentamiento y a
la crueldad entre aquellos que hemos nacido en este solar tan dolorido. En los pocos años o días que me queden todavía,
no dejaré de proclamar en alta voz lo que los muertos nos recuerdan, lo que nos
dicen sus hijos y lo que callan los eternos sufrientes. España no puede sucumbir
bajo la tiranía de un grupo de desalmados. Sólo Dios puede salvarnos.
JOSÉ UTRERA MOLINA