La portada de ABC de ayer sobre la
estimación de voto de los españoles invita a una seria y profunda reflexión. No
se trata de establecer equivalencias ni de juzgar proporcionalidades. Ante
nuestros ojos aparece dibujado en trazos gruesos el próximo porvenir de España.
Hay una fuerza emergente que sin duda alguna ha de ser reconocida. La conveniente
estabilidad y la determinación en la política no permiten mirar con
indiferencia el empuje de una perturbación institucional efectiva. No sólo está en juego el sistema partitocrático
que salió de una transición pacífica, aunque cortoplacista. A mi modesto
parecer, son los cimientos de la España vital los que se están asentando sobre arenas movedizas.
Los pueblos soportan variaciones y
cambios con asombrosa normalidad pero otear en el futuro lo que pudiera significar
el triunfo de una izquierda radical borra todas las posibilidades de progreso y
de concordia. Es necesaria más que nunca una completa renovación de unas instituciones
vapuleadas por el descrédito de una prolongada y amplia epidemia de corrupción.
Pero para eso hay que poner sobre el
tapete de la historia coraje y decisión. Existe una crisis fundamental que afecta a la
estructura de un sistema que arrebató al ciudadano su representatividad en
beneficio de los aparatos de los partidos y que no ha resistido los embates de
una crisis económica que ha tenido efectos devastadores en la esperanza de una
juventud que cuestiona legítimamente la viabilidad de unos principios que entonces
se consideraron ejemplares. Si no
corregimos a tiempo la estructura esencial de España, si no le damos la vuelta
a un sistema indudablemente agotado, corremos el peligro de afrontar su
dolorosa liquidación.
Los restos de una España apolillada
tienen que ser barridos porque en el caso contrario, el acecho de fuerzas
antinacionales será un hecho inescrutable. Buena parte de la culpa la tiene la
debilidad ideológica de la llamada derecha española que ha renunciado a la
defensa de sus principios tradicionales acomodándose acomplejada ante la pretendida superioridad moral de la
izquierda. Y es que, ante el intolerable espectáculo cotidiano de la corrupción
de buena parte de la clase política, sindical y financiera, las cifras de la
recuperación económica no se me antojan como remedio suficiente capaz de
ilusionar a un electorado que se ha sentido claramente defraudado.
Los impulsos revolucionarios estuvieron
siempre en la raíz de la historia de España y es responsabilidad del hombre
político encauzar esas corrientes, en ocasiones arrolladoras, para el bien
común de todos los españoles. Los restos de una moral cainita están sobre el
tapete de la historia y es preferible borrar esos vestigios porque no conducen
a ningún espacio de tranquilidad sino a una zozobra peligrosa y destructiva.
La juventud necesita ríos de
seguridad, espacios abiertos a su participación y rechaza el desprecio y el
orgullo de los que creen saberlo todo y sin embargo no hacen nada. Por eso me resisto a creer que esta generación
que ha vivido en la esquina de una tragedia sobre la tierra de España, pueda
incurrir en la defensa de situaciones políticas, de ideas y de principios que
el tiempo había clausurado. A estas alturas, fortalecida ya la idea de una unidad
europea, no podemos regresar al ámbito estrecho de un particularismo suicida.
Ojalá nuestros gobernantes se
apresuren a encauzar con nobleza y generosidad el torrente de novedad que representa
el empuje de un movimiento que acierta en el diagnóstico, pero amenaza y
atemoriza con soluciones imposibles. España no puede perecer ante una banda
organizada de iluminados que pretenden hacernos revivir épocas felizmente
superadas.
Si el gobierno renuncia a liderar un ambicioso
cambio en el sistema fiándolo todo a las cifras macroeconómicas, corre el
riesgo de ser arrastrado por un torrente demoledor de realidades. Yo tengo ese
temor, pero mi corazón alberga también la esperanza de que el cambio que se
avecina pueda ser positivo. España tiene al alcance de su mano un futuro
prometedor en dichosa convivencia, pero requiere en esta hora crítica
gobernantes que sepan estar a la altura de las circunstancias.
JOSÉ UTRERA MOLINA