Esta mañana, Fernando Ónega, en su intervención en Onda cero, ha dicho que Adolfo Suárez es el último "héroe nacional". Como se lo cuento.
No hablaré de Suárez, al que la vida le ha deparado demasiados sinsabores y ahora no puede defenderse. Pero si quiero recordarle al pomposo periodista al hilo de la percha que me ofrece, el vibrante, sentido y emocionado artículo que el mismo Fernando Onega publicó en "Arriba" el 21 de noviembre de 1975 y cuyo título deberíamos recordarle ahora: "Así solo mueren, Europa, los grandes hombres de la Civilización" . Me pregunto que dirá Onega de Suárez dentro de diez años, cuando no tenga que promocionar su libro. Desde luego Suárez era todo menos un héroe, pero Onega es de todo menos un hombre consecuente con lo que escribe.
Y es que las hemerotecas, a veces, nos refrescan la memoria. Aquí lo tenéis:
"ASÍ SOLO MUEREN, EUROPA, LOS GRANDES HOMBRES DE LA CIVILIZACIÓN"
TIEMPO I.- Fue –tenía que ser-un 20 de noviembre. Murió como un caído más, como el más humilde de los caídos, precisamente el día que dedicó a su honra. Entrelazó su nombre, para las conmemoraciones e la historia, con el de José Antonio. Va a descansar bajo el mismo techo, y el destino, que escribe sus designios con caracteres misteriosos, escribió ahora esta grandiosa coincidencia.
Fue con el alba, cuando el país dormía. Y ese país se despertó después con la mañana de luto y la historia cambiada. A las seis de la mañana ya estaban encendidas las luces de casi todos los hogares. Se resistía la niebla a dar paso a alguna noticia que no fuera la del milagro, pero ya era tarde. Ya era el gran vacío. Estaban cerradas cuatro décadas de gloria. El edificio estaba construído. El pueblo salía de sus casas, como todos los días. Aparecían las primeras banderas a media asta, como los sentimientos, y el pueblo salía de sus casas, como todos los días.
Yo estoy seguro que Franco –un Franco difunto, ¿os dais cuenta?- hubiera deseado un amanecer justamente así: con el pueblo, con su pueblo, que lleva un nudo en la garganta, se desayuna con su amargura, se afeita con su luto, pero acude a su trabajo con la enorme y sagrada serenidad de la esperanza en la normalidad. Ni un histerismo, ni un grito callejero, ni una parálisis, ni siquiera el silencio. Un dolor seco, pero una vida del país llano que seguía su ritmo normal. Era, sin duda, el amanecer que hubiera deseado Franco para la hora suprema de “rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio”
TIEMPO II.- Y luego, aquél brazalete negro por la calle. Y aquellos rostros que lloraban sin ningún reparo. Y la imagen entrañable de la viuda, cortada por el dolor. Y las voces emocionadas de los encuestados por televisión. Y cerca de cuatro millones de ejemplares de periódicos vendidos en una sola ciudad. Y una comitiva de catorce coches que cortaba el aire frío de una mañana para todas las derrotas. Hasta ese momento se había creído en el milagro. Ahora, Franco había sucumbido en su última batalla. Y esta España nuestra, huérfana de un caudillaje, se miraba a sí misma y se repetía: sin Franco. En los pueblos las campanas sonaban a muerte. España estaba de luto. La música fúnebre no se oía solo en los receptores. Esta España nuestra era ya, irremisiblemente, una España sin Franco.
TIEMPO III.- Estaban conectados, seguramente, todos los televisores del país: “Franco ha muerto”. Carlos Arias, resumen humano perfecto de veintidós meses trepidantes, en los que se dieron cita la angustia y la ansiedad, los mayores compromisos y los mayores problemas para un gobernante, comparecía otra vez ante la sociedad. Contemplad su rostro: es una imagen para el recuerdo, como algo muy patético de emoción. Sus palabras se entrecortaban, fue preciso repetir la grabación, y al final, como cada español, dijo el “Viva España” de Franco con toda la zozobra que cabe en un cuerpo humano, con toda la tristeza que puede caber en la geografía de una nación. “No os faltará mi capitanía”. A las seis horas de faltarnos, supimos que Franco había tenido la previsión de estadista de dejar su testamento político, escrito desde el amor y el perdón, recuadrado en aquellas palabras que Franco escribió tan alto: unidad, Patria, paz, pueblo, justicia social. El, que no pudo físicamente asistir a la jura del Rey de España, sólo dejó dos peticiones básicas: la unidad y “que rodeéis al futuro Rey del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado”. Ha sido su último gran gesto. Y entre el amor y el perdón ha entrado en el juicio de la Historia. ASÍ NO MUEREN, VIEJO CONTINENTE, LOS DICTADORES. ASÍ SOLO MUEREN, EUROPA, LOS GRANDES HOMBRES DE LA CIVILIZACIÓN.
HOY ES MAÑANA.- Todo está consumado. De lo que ahora se trata es de que ese gran testamento no quede en un archivo, aunque sea primorosamente cuidado. Cuando estas líneas se escriben, en alguna imprenta de Madrid se están editando un cuarto de millón de “posters” con la imagen del Caudillo perdido y el texto de sus últimas palabras. Cuando, el próximo jueves, los escolares vuelvan a sus aulas, ese “poster” pasará a presidir un cuarto de millón de habitaciones, un cuarto de millón de estudios, de un cuarto de millón de muchachos que ahora heredan, sencillamente, una cosecha de paz.
Hasta ahora, con precisión milimétrica, entraron en juego puntualmente los mecanismos institucionales. Con madurez ejemplar, que ya nadie podrá discutir, el pueblo se comportó singularmente. Hoy, con el alba, ese pueblo acudirá a ofrecerle su homenaje de despedida final a su cuerpo, ya que su obra es patrimonio colectivo. Pero hoy es ya el mañana, veinticuatro horas antes de la jura del Rey Don Juan Carlos. La pena y el luto son inmensos, pero sobre ellos se abre el mandato social de los tiempos: “Continuar”. Mañana, a los seis años y cuatro meses de su proclamación como heredero, un hombre joven, ya Capitán General de los tres Ejércitos, cogerá el timón que Franco condujo a lo largo de cuatro décadas. Hereda un Estado construido, pero necesitado de las modificaciones que requiere la nueva sociedad. Ayer terminó, por ejemplo, su vigencia, la ley de Prerrogativas. Ese simple hecho enmarca un enorme compromiso. El final de esta ley significa lo mismo que el tránsito del Régimen de Franco a una Monarquía constitucional: el paso del poder personal a un poder institucional y popular. Pero no es tiempo de cábalas. El gran umbral del futuro sólo se abrirá mañana con el mensaje del Rey a la nación. Mientras tanto, es hora de silencios. Fernando ONEGA