"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

13 de septiembre de 2013

Rajoy y el error Chamberlain

Entre tanto ruido mediático provocado por el nacionalismo separatista catalán, llama la atención el permanente silencio en el que se mantiene el Presidente del Gobierno español. Sabemos que Rajoy es partidario de exponerse lo justo, consciente de que el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de palabras y de que, en no pocas ocasiones, el mero transcurso del tiempo acaba resolviendo muchos problemas que, a corto plazo, se antojan irresolubles. Pero mucho me temo que, en este caso, tal exceso de prudencia puede salirnos muy caro a los españoles.

No faltan precedentes en la Historia de gobernantes que prefirieron adoptar un perfil bajo ante la agresión del nacionalismo antes que mostrar una actitud de firmeza. Fue el silencio y la prudencia mal entendida de Francia e Inglaterra los que permitieron a Hitler convertirse en el amo de una Europa castrada por la debilidad del pacifismo británico y francés. El silencio ante la anexión de Austria y la invasión de Checoslovaquia en 1938, y el vergonzoso pacto de Munich de septiembre de ese mismo año entre Chamberlain, Daladier y Hitler para solucionar la crisis de los Sudetes, no fueron otra cosa que la antesala del infierno.

Cierto es que los silencios de Rajoy ante la chulería nacionalista evitan que se eleve el clima de tensión a corto plazo, pero no lo es menos que, como sucediera en la Europa de los años 30, el nacionalismo se crece ante la debilidad de su oponente –nada menos que el Gobierno de España- que parece hacer dejación de sus responsabilidades.  El espectáculo de ver unos encapuchados quemando impunemente una bandera nacional sin que la fuerza pública intervenga, la descarada y abierta chulería del independentismo reivindicando un Estado propio, la intoxicación masiva y constante de la población con una mitología histórica perfectamente comparable al mito de la superioridad de la raza aria y la clamorosa impunidad con la que el gobierno catalán incumple abiertamente las resoluciones de los Tribunales y desafía la legalidad vigente, tan sólo han merecido el silencio del Presidente cuando no la estúpida declaración de algún ministro hablando de encajes, comprensiones y comodidades, de la misma forma que el padre le compra al niño mimado lo que quiere para que no le dé la tabarra. Estoy seguro de que Chamberlain también quería que Hitler se encontrase a gusto y encajase en Europa, pero todos sabemos el precio que Europa tuvo que pagar por sus silencios.

Rajoy corre el riesgo de repetir el error Chamberlain. Mientras los separatistas siguen al pie de la letra un plan perfectamente urdido cuyo horizonte es la ruptura de la unidad de España, y no reparan en utilizar los fondos públicos en el desafío a la legalidad, los miles de catalanes que aún se sienten españoles no sienten cercano el aliento de España. Saben que el Estado de Derecho en Cataluña se ha convertido en una ficción y que proclamar abiertamente la españolidad de aquella tierra requiere dosis importantes de heroísmo. La incertidumbre con la que miran el futuro no encuentra eco alguno en el Gobierno de España, cuyo único plan ante el desafío de  los buitres es ponerse de perfil y aguardar a que escampe.

Me temo que ya es tarde para poner parches, pero es imperativo y urgente el diseño de un plan de choque contra la marea secesionista que haga sentir la presencia de España en Cataluña y permita que los miles de catalanes ahora agazapados alcen la cabeza para pronunciar con orgullo el nombre de España. Los españoles queremos que nuestro dinero se utilice para defender lo que es nuestro y Cataluña es España. No hacer nada y hacer de don Tancredo ante esta gravísima embestida no es táctica ni estrategia. Es una gran cobardía que todos los españoles pagaremos muy caro.

LFU

  

5 de septiembre de 2013

El Señor de las Almendras

Nunca supimos su nombre. Para nosotros fue siempre -y lo seguirá siendo en nuestro recuerdo- “El Señor de las Almendras”. ¿Quién quería más almendraaas? ¡Qué almendras más bueenaaas! ¡Están tostaitas, muy ricas las almendras! ¡Almendraaas! ¡Qué almendras más bueenaas!. Este repertorio y su grave tono de voz, forma ya parte indeleble del arcano de la memoria de los veraneantes asiduos a la playa de Nerja.

Tan sólo en una ocasión hablé con él de cuestiones ajenas a su negociado, tras haber echado de menos mis hijas su exquisita mercancía durante varios días.  Me contó entonces que venía cada mañana de Almuñecar, donde vivía, que su mujer y su hija pelaban y tostaban las almendras en casa y él se hacía los veintitantos kilómetros en una modesta mobilette para recorrerse la playa de punta a punta para ganarse la vida. Vestido siempre con decoro, sombrero de paja, pantalón largo y camisa de algodón.  Ninguna concesión a la moda o a la comodidad. Armado con su cesta repleta de exquisitas almendras, del bolsillo de su camisa asomaban las cuartillas que con gran destreza convertía en un segundo en cucuruchos que servían de recipiente a las tostadas, saladas y deliciosas almendras, hacía cada mañana las delicias de grandes y pequeños y causaba no pocos trastornos a la hora de las comidas cuando nunca faltaba una madre reprochando a su hijo inapetente las almendras que se había zampado en la playa.

Yo, al igual que el resto de mi familia, era uno de sus clientes fijos. Él lo sabía y nos buscaba con disimulo ralentizando el paso cuando llegaba a nuestra altura. Parece que estoy viendo a mi hija mayor sentada en la arena, cucurucho en mano, ojos cerrados y comiéndose las almendras al arrullo de las olas. Hace dos años, el Señor de las almendras comenzó a espaciar sus visitas y fui consciente de que los años se le estaban echando encima. Decidí entonces inmortalizarle con mi cámara, quizás pensando que algún día mis hijas querrían recordar su entrañable figura y yo escribiría algo sobre él.  

A principios de agosto, paseando por la calle del Príncipe en Vigo me topé con una estatua de tamaño real dedicada a un viejo vendedor de periódicos que voceaba la prensa diaria en aquél mismo lugar que ahora ocupa en bronce. Ha pasado el primer mes de agosto en muchos años sin haber visto pasar al señor de las almendras por la playa de Burriana. Ignoro cuál ha sido su suerte, pero mucho me temo que su voz y sus almendras, sus paseos por la playa con esa indumentaria desafiando al sofocante calor ya forman parte de nuestro recuerdo.  Y pienso en que la inconfundible figura el Señor de las Almendras merecería figurar en bronce en el paseo marítimo de la playa de Nerja, como recuerdo perenne de una estampa antigua que forma ya parte integrante de su pequeña historia.

Mientras tanto, aquí va mi humilde homenaje al entrañable Señor de las Almendras.


LFU




1 de septiembre de 2013

Alegría post-vacacional

A punto de regresar al trabajo, trato de aislarme de las noticias recurrentes con las que, cada año por estas fechas, llenan periódicos e informativos. Más que una frivolidad, hablar del síndrome post-vacacional con cinco millones de parados y tantos jóvenes sin esperanza, es de una colosal insensibilidad.

Este verano he tenido la suerte de conocer a un matrimonio admirable. Ingenieros de Caminos los dos, él perdió su trabajo hace cinco años con el inicio de esta maldita y eterna crisis. Decidieron ambos que, ante las escasas perspectivas de trabajo, él estudiaría la dura y dificil carrera de farmacia con el fin de lograr a medio plazo un sustento para la familia y quizás, un futuro para sus hijas. El pasado mes de julio, con 49 años, términó la carrera de farmacia en cuatro años y con treinta matrículas de honor y con el cariño y enorme admiración de su mujer y de sus hijas y se puso manos a la obra enviando su currículo por doquier.  Ni que decir tiene que mi amigo vuelve de sus exiguas "vacaciones" con el depósito lleno de esperanza y deseando abrir el buzón por si ha recibido alguna contestación a su ofrecimiento que haga que sus mañanas sean más luminosas y sus atardeceres, menos inquietantes. Para personas como él, oír hablar del síndrome post-vacacional, debe resultar más que un sarcasmo, toda una crueldad.

Así qué yo, tras unas privilegiadas vacaciones en las que he podido disfrutar de toda mi familia cruzando la piel de toro de norte a sur, tras haber navegado a placer con mi pequeño Azorín y haber leído tres libros que merecen la pena, sólo tengo motivos de alegría y esperanza para entrar mañana en mi despacho y dar muchas gracias a Dios por saber que la luz que entra por mi balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que me ha sido asignada en la armonía del mundo.

Un abrazo a todos

LFU



27 de agosto de 2013

El mar y no pensar en nada


                                                            OCASO

Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde... El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.

Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.

Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,

para mi amarga vida fatigada...
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar nada...!

Manuel Machado

30 de julio de 2013

"El despertar de la señorita Prim"

Título: El Despertar de la señorita Prim.
Autora: Natalia Sanmartín Fenollera.
Editorial: Planeta.
Año:2013.



Resulta difícil calificar en justicia esta novela, pero dado los buenos ratos de lectura que me ha brindado, sería ingrato por mi parte no proclamar que parece haber sido escrita en un permanente e insólito estado de gracia.

El hilo conductor -una aparente amable historia de amor y costumbres- alberga, premeditadamente, ovillos que conducen a cuestiones de mucha altura, certeramente enredados en un argumento claro y bien escrito, desarrollado no sólo con inteligencia, más aún, con un muy acabado encanto femenino. 

La autora dosifica con gracia e ingenio la trama: sencilla, lineal, razonablemente previsible pero no por ello sin interés.  El acontecer de la protagonista en el peculiar pueblo, plantea hábilmente, sin pedantería y con una dosificada pertinencia cuestiones claves de la vida moderna y de toda época: la educación de los hijos, la libertad educativa, el trabajo de las mujeres, las relaciones entre hombres y mujeres, el matrimonio, en fin, aborda con naturalidad las bases de la organización de toda comunidad. 

Y todo ello, sin que la trama argumental se resienta, sin que las erudiciones literarias, litúrgicas, gastronómicas, teológicas y de toda índole que pueblan el texto resulten inapropiadas o pesadamente discursivas, sino por el contrario, acaban resultando perfectamente naturales y adecuadas a la realidad que la novela plasma.

Lo ignoramos todo de la autora, salvo que su talento es innegable y que ha tenido el acierto de plantear con belleza, clara razonabilidad y encanto innegable una cosmovisión alternativa, la tradicional católica, al discurso que Occidente lleva insuflando desde la Revolución Francesa y que, definitivamente, parece que ha perdido parte de su capacidad de seducción, pese haberse impuesto al no existir, de momento, alternativas viables.

La cuestión que no resulta fácil de dilucidar es si la novela plantea una utopía arcaizante y atractiva como un refugio o huida de la modernidad (concepto en sí antitradicional y opuesto a un entendimiento católico del mundo) o por el contrario es una acertadísima y audaz llamada de atención del malestar que sienten muchas mujeres y hombres del presente, que no se resignan a aceptar las servidumbres de nuestra sociedad opulenta, desigual e infeliz. No sería exagerado decir que el texto admite más sugerencias e interpretaciones a las aquí expuestas y que seguro que pueden ser tanto o más pertinentes.

Juzguen ustedes mismos y disfruten de esta obra femenina y singular, que está llamada a ser un clásico de nuestro tiempo.

César Utrera-Molina Gómez


Julio 2013.

25 de julio de 2013

El 18 de julio. Por José Utrera Molina

(Reproduzco a continuación el contenido íntegro del artículo publicado hoy, con algunos recortes, en la Gaceta)

Hay quienes afirman, con toda razón, que envejecer no es otra cosa que quedarse sin testigos. Yo quiero declarar aquí con toda firmeza que fui testigo del inicio del Alzamiento Nacional el 18 de julio de 1936. Tenía sólo 10 años, pero el alboroto, el sobresalto y la anarquía llegaban por aquel entonces a las proximidades de mi casa. En esa tarde del 18 de julio permanecí en mi pequeño jardín con un íntimo amigo que se llamaba Enrique Morante Villegas que años después y a edad muy joven, marchó a la División Azul y que murió hace unos meses no sin antes haberme visitado para despedirse de mí cuando el ya consideraba próxima su muerte y entregarme el cuaderno con las efemérides militares españolas que tuvieron lugar en las tierras de Rusia.

Aquella tarde comenzamos a escuchar disparos que él atribuía a fuegos de artificio. Yo, sin embargo, le dije que me parecía que eran tiros. Pasados unos minutos abandonamos nuestros juegos y sólo unas horas después, Enrique Morante tuvo que presenciar el asesinato de su padre que fue arrojado por un balcón de la vivienda que habitaban por una milicianada enardecida y rencorosa. Por cierto, los anales de mi memoria, todavía no deteriorados me recuerdan aquel joven compañero mío que nunca tuvo una palabra de rencor y de odio hacia los que habían asesinado a su padre y a muchos de sus familiares.
Mantenía una actitud de fidelidad a nuestros símbolos primeros. Él y yo habíamos pintado en la fachada las flechas rojas que unos amigos mayores nos habían mostrado. Nos parecía entonces que llevábamos a cabo una heroicidad.

El 18 de julio que yo presencié en Málaga fue una explosión revolucionaria donde el eco del rencor y la muerte invadió toda la ciudad. Todas las noches, desde mi casa,  oíamos los disparos de un lugar cercano donde cada noche caían fusilados cientos de malagueños. Recuerdo, porque son instantes que atraviesan el corazón en mi memoria, las largas colas de mujeres y hombres que iban a ensañarse con los cadáveres que estaban allí amontonados. Mis ojos no daban crédito a lo que acontecía delante de nosotros.  Pocos días después, el cadáver del Capitán Huelin que heroicamente mandaba una compañía que intento liberar Málaga, fue expuesto desnudo con un crucifijo en sus partes más íntimas. Puede decirse sin temor a equivocación que el odio había invadido por completo a una parte importante de la ciudad. No entro a considerar las razones de aquellas huestes bárbaras y devastadores. Posiblemente era el resultado de muchos años de escandalosa injusticia social aventado por los comisarios políticos de la Komintern. Pasado el tiempo, con una perspectiva serena, los datos e imágenes que entonces habíamos conocido de manera directa se convirtieron en motivos de reflexión.

Pasados siete meses, Málaga fue liberada de aquella situación insostenible. España entera había sufrido análogas y dramáticas circunstancias. Ya se había declarado una guerra entre hermanos y en las trincheras unos alababan la patria y otros maldecían su existencia. Yo defiendo con toda mi alma la justicia de aquél alzamiento militar. No niego que hubiese razones en las que el bando contrario encontrase una justificación de sus posiciones, pero lo cierto es que España estaba dividida en dos mitades irreconciliables y no era posible la paz.

El Alzamiento no fue un intento grosero de liquidar al oponente sino una necesidad imperiosa de defender a la patria y a le fe frente a quienes las perseguían con saña inusitada quemando iglesias, asesinando brutalmente a religiosos y seglares y exaltando la Unión Soviética frente a la propia patria. No se trataba de aniquilar a los vencidos sino de incorporarlos en un proyecto nuevo de fraterna colaboración.  El propósito del movimiento nacional no fue otro que rescatar a España del riesgo cierto de caer en manos del comunismo libertario que amenazaba con aniquilar el alma milenaria y cristiana de España.  Ante esa situación, españoles de muy diversa condición se unieron en la defensa de Dios y de España en torno al Ejército, la Falange y el Requeté, haciendo de su vida una generosa ofrenda que difícilmente pueden llegar a comprender y apreciar los jóvenes de hoy.

Para mí, que era entonces muy pequeño pero que conocía ya la muerte de muchos de mis familiares en uno y otro bando, el 18 de julio fue al principio una espina que atravesaba mi corazón sin paliativos, pero hoy es un recuerdo vigoroso y gallardo,  sobre todo frente a los que se empeñan en extender día tras día, a través de medios de comunicación, la gran mentira sobre el movimiento nacional y el 18 de julio. Nadie niega que aquella situación fuera durísima y que en una parte y en la otra se produjeran situaciones injustificables.  Pero no perdamos nunca de vista que la idea de la salvación de España estuvo en un lugar mientras que en el otro, su destrucción y su aniquilamiento eran consignas que se trasmitían a través de los micrófonos y de los medios de comunicación. El clamor extendido en Madrid del ¡Viva Rusia! y el ensalzamiento del materialismo marxista, fueron las claves que explican que España tuviese que ofrecer al mundo en holocausto el perfil sangriento de la primera derrota del comunismo internacional. Así lo reconoció con honestidad el propio Julián Besteiro poco después: “La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas: estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos...”.

Hoy, que conmemoramos algunos que aún permanecemos de pie aquella efeméride trágica, pero trascendente y liberadora, pedimos a Dios que no vuelvan otra vez tiempos de ensañamientos y de beligerancias sino que nos incorporemos de verdad a una tarea común con olvido de trágicas situaciones superadas.

Reina la paz en España, pero en el horizonte de nuestra patria están cuajando densos nubarrones en los que aflora la mentira, la falsedad y la injusticia. Ayer mismo, en el trascurso de un espacio para hablar de la guerra civil se afirmaba nada más y nada menos que los muertos de un bando habían sido superiores a los del otro, pretendiendo enfrentar a los muertos de ayer con el recuerdo de los testigos de ahora.  Si hubo un grito unánime y vigoroso en aquellos días aciagos de mi infancia fue el de ¡Arriba España!.  Aquel grito era la manifestación de una voluntad colectiva de levantar a España de la ruina y la destrucción hacia la realidad confortadora de una España unida en paz, proyectando estos sentimientos hacia el futuro. Yo he servido estos ideales durante los años que duró el Estado del 18 de julio. No he traicionado su espíritu, he comprendido su justificación y sobre todo, en mi memoria limpia y en muchas ocasiones rejuvenecida, permanece viva la imagen de un hombre atrozmente asesinado en las tierras de Alicante que se llamó José Antonio Primo de Rivera, líder juvenil, apuesto y gallardo de una minoría que engrandeció los límites de su proyección política y la del conductor de un pueblo en marcha que se llamó Francisco Franco, que levantó a España de una postración secular proyectándola hacia un futuro en paz y prosperidad.  

Declaro aquí, una vez más, mi lealtad al espíritu del 18 de julio y aspiro a que algún día los españoles comprendan el necesario sacrificio de aquel grupo de hombres que alzó sus estandartes y banderas soñando y amando la verdadera libertad de España, por la que combatieron con espléndido sacrificio e indudable heroísmo.

JOSE UTRERA MOLINA

Abogado y Ex ministro

24 de julio de 2013

José Antonio, católico. Por Fray Justo Pérez de Urbel

El que recorra las obras de José Antonio, sus discursos, sus cartas, sus artículos, se encontrará con sorpresa que este gran defensor de una España integral habla muy rara vez de las verdades religiosas, del cristianismo, de la tradición católica. ¿Era olvido? ¿Era indiferencia? ¿Era táctica? Indudablemente, ese silencio o esas expresiones vagas que se le escapan de los puntos de la pluma no obedecen a una posición negativa como la de su maestro en tantas cosas, José Ortega, sino más bien a su actitud de fundador y jefe de una agrupación que debía comprender a todos los españoles que quisiesen trabajar por una patria más próspera y más justa.
Entre los objetos que contenía la célebre maleta de José Antonio, se aprecian
una medalla de la Santa Faz y un "detente" que le acompañaron hasta su muerte

Él, ciertamente, no pensaba, como Azaña, que España había dejado de ser católica, pues todavía en el verano de 1935 afirmaba que la religión católica «es la de casi todos los nacidos en nuestras tierras»; pero su llamamiento se dirigía también a los obreros envenenados por las ideas socialistas, a los estudiantes minados por la incredulidad, que podían aceptar su programa político, sin por eso abandonar sus dudas o sus extravíos de orden religioso. Entre sus primeros compañeros estaba aquel Mateo, venido del comunismo, que angustiado por no tener la fe que veía en la mayor parte de sus camaradas, le decía a uno de ellos: «¿Por qué no le dices al Jefe que me hable de Dios?» José Antonio podría haberle hablado maravillosamente, pero es bien conocida su respuesta: «Yo soy solamente misionero de España».

Esta actitud era ciertamente hábil en un político, pero podía tener sus inconvenientes. Y pronto se vio que los tuvo. El mismo José Antonio alardeaba de no ser un reaccionario, y se ha podido decir que en su ideal falangista no había nada de beato y gazmoño. Esto, unido a sus diatribas contra los latifundios y los terratenientes, a sus campañas de nacionalización de muchos servicios públicos, a sus desprecios contra las derechas y las izquierdas, a sus consignas revolucionarias, a sus ataques contra los ociosos, los zánganos, los rentistas y los convidados, debía poner a muchos en guardia contra él y contra su sistema político. «O está loco o es un bolchevique», se decía de él en algunos centros conservadores y ciegamente cerrados al movimiento social que él propugnaba. Y era fácil ver la afinidad que existía entre la Falange y los sistemas políticos que acababan de triunfar en Italia y Alemania, uno y otro de ortodoxia muy dudosa. ¿No caería el sistema español en los mismos errores? Esta va a ser la acusación venenosa de los enemigos. Inútilmente repetía el Fundador que la Falange no es copia del fascismo; inútilmente protestaba que se negaba a asumir una serie de accidentes intercambiables que existían en el fascismo. Si el fascismo era laico y chocaba con las organizaciones italianas de Acción Católica, ¿no podría temerse otro tanto de la Falange? ¿Y no era de esperar que la Falange se contaminase con los excesos racistas, paganos y totalitarios del nacional-socialismo alemán?

Los Puntos Iniciales de la Falange aparecidos a fines de 1933 cayeron como una piedra en la charca de las ranas. No podía exigirse nada más claro y rotundo. Es la condenación de toda interpretación materialista de la vida, la afirmación católica frente a las eternas preguntas sobre la vida y la muerte; la aceptación del sentido católico de la vida, en primer lugar porque es el verdadero y, además, porque, históricamente, es el español; la incorporación, por tanto, de este concepto religioso en toda la reconstrucción de España.

Todo esto con tres corolarios que no podían despertar recelos en nadie: que la era de las persecuciones religiosas ha pasado; que el Estado no asumirá funciones religiosas propias de la Iglesia; que la Iglesia, a su vez, evitará toda clase de intromisiones contrarias a la dignidad del Estado. Era ésta una advertencia necesaria para los feroces jabalíes de la izquierda.

Nada había en este programa que pudiese molestar al católico más exigente; y no obstante, fue entonces cuando surgió un conflicto inesperado, fue entonces cuando un camarada de la primera hora que, además, era miembro del Consejo Nacional de la Falange, intimidado por la gritería que acusaba al fascismo de incompatible con la religión católica, de panteísta y de acumulador de la personalidad humana, se separó de José Antonio, publicando una nota en que recogía lo más importante de las calumnias que contra la Falange recordaba el movimiento de la Acción Francesa, justamente condenado, que adoptaba una actitud laica frente al hecho religioso y que subordinaba los intereses de la Iglesia a los del Estado.

El escándalo fue grande, pero no produjo el efecto que los adversarios imaginaron desde el primer momento. José Antonio sintió la traición del amigo, y a su nota contestó con otra muy serena y rebosante de buen humor. Estaba seguro de la ortodoxia de su programa doctrinal «que coincidía -afirmaba- con la manera de entender el problema que tuvieron nuestros más preclaros y católicos reyes [...] Además -añadía humildemente-, la Iglesia tiene sus doctores para calificar el acierto de cada cual en materia religiosa». En cuanto a sus propias convicciones, no admitía dudas ni sospechas maliciosas. Jamás disimuló su fe ni en sus palabras ni en su manera de obrar. «Yo soy católico convencido», había dicho a Francisco Bravo en una carta particular unos meses antes del incidente. Era católico, pero a la manera del siglo XX. «La tolerancia es ya una norma inevitable impuesta por los tiempos», y aceptada siempre, podríamos decir, si no por la sociedad católica, sí por la Iglesia católica. «A nadie puede ocurrírsele hoy perseguir a los herejes como hace siglos, cuando era posiblemente necesario». Conformes también, y conforme con estas palabras finales de aquella efusión hecha en la intimidad de la amistad: «Nosotros haremos un concordato con Roma en el que se reconozca toda la importancia del espíritu católico de la mayoría de nuestro pueblo, delimitando facultades».

Es verdad que él admitía en la hermandad sagrada de la Falange a cuantos quisiesen compartir sus ideas políticas sin preguntarles sus sentimientos religiosos, pero estaba seguro de que a su lado el espíritu más descreído, el tránsfuga del marxismo o del socialismo, el mismo ateo, encontrarían un clima espiritual y tal vez un camino hacia la fe. En una carta bien conocida, había escrito estas certeras palabras: «En España, ¿a qué puede conducir la exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar las constantes católicas de nuestra misión en el mundo?» No era una orden religiosa lo que José Antonio fundaba, sino una institución política, pero una institución política que suponía para todos sus adeptos un acercamiento al sentido más profundo de la España auténtica, al mundo del espíritu, a las más hermosas verdades del alma y a un concepto de la vida que empezaba por reconocer que el hombre es portador de valores eternos. Si José Antonio, tal vez por considerarse indigno del título de misionero de Dios, aquella gran amplitud de espíritu, aquella maravillosa tolerancia, que debían formar el clima de la Falange, eran ya de suyo ejemplares y misioneras, y a ellas se unía, según el consejo del Fundador, «la propaganda con la ejemplaridad de la conducta» -esto era verdad sobre todo en el Jefe-, sin proponérselo, sin meterse a predicador, sin mezclar la política con la religión, sin alharacas y sin exhibiciones, su sencillez en las prácticas religiosas atrajo a muchos de los que le rodeaban a la aceptación de las verdades de la fe y al cumplimiento consecuente con ellas. Los más antiguos camaradas, los que vivieron en su intimidad durante aquellos años de lucha y de difamación, nos cuentan hermosas anécdotas, que nos descubren su actitud de hijo sumiso de la Iglesia, como aquella que oí una vez, si mal no recuerdo, al camarada Julián Pemartín. Invitados ambos a cenar un viernes de Cuaresma en una casa, donde importaban poco las prescripciones de la abstinencia eclesiástica, apenas se extendió por el comedor el olorcillo de la carne asada, José Antonio se levantó, y cogiendo del brazo a su amigo, le dijo: «Vámonos. ¡Sería tan tonto condenarse por una chuleta…!».

Revelador también es lo que Ximénez de Sandovál nos cuenta como un recuerdo personalísimo. Era ya en los comienzos del año 36. Una tarde, dice el biógrafo, José Antonio nos pidió a Agustín de Foxá y a mí que le acompañásemos la próxima Cuaresma a hacer ejercicios espirituales. Como el ilustre poeta y yo ensayásemos alguna resistencia, él, seriamente, nos dijo: «Os harían un gran bien. Yo he hecho dos veces este retiro, una de ellas con ocasión de una gran crisis espiritual, y me sirvieron de gran alivio y vigorización». «Si nos lo ordenas, iremos contigo como falangistas subordinados», contestó Foxá. Pero él replicó vivamente: «Yo no puedo ni debo mandar eso como Jefe. Os lo aconsejo como amigo. Ahora bien, si no os ponéis a bien con Dios y os toca caer un día, no aleguéis allá arriba el acto de servicio para libraros del infierno».

Los acontecimientos se precipitaron. Vinieron las elecciones, el hundimiento de las derechas, el desencadenamiento de la barbarie, la persecución, los procesos, la Cárcel Modelo, Alicante. En el retiro de la cárcel, donde haría aquellos últimos ejercicios proyectados. Y tras ellos vendría la liberación, la victoria final, la inmortalidad a través de la muerte. Le mataron los rojos, porque sabían muy bien que su doctrina era el más poderoso valladar frente a sus organizaciones marxistas y españolas; pero pudieron haberle matado muchas gentes de orden que le miraban como un apestado o como un aguafiestas, o como un desertor de los círculos aristocráticos, que por pura vanidad se entregaba a actividades indignas de su apellido y de su tradición familiar. Hoy todo aparece claro y lógico: el fervor españolista del Fundador se armonizaba con una conciencia perfectamente católica; las consignas revolucionarias, que tanto asustaban a muchos espíritus timoratos, van poco a poco haciéndose realidad, y desgraciados de nosotros si no logramos implantarlas íntegramente; los clamores de justicia social tan similares a los postulados de la encíclica Mater et Magistra, ya no pueden extrañar a nadie después que tantas voces tan altas y tan prestigiosas han venido desde las cimas de la jerarquía eclesiástica o desde las esferas de la Universidad a juntarse con aquella voz que parecía surgir solitaria entre la polvareda de las pasiones políticas.

La incomprensión fue acaso uno de los más grandes dolores de José Antonio en su última hora. «Me asombra -dirá poco antes de morir- que aún después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos, y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información». Por un lado, sólo veía saña; por otro, antipatía.

Como sucede con frecuencia, la comprensión empezó a abrirse camino con la muerte, aquella muerte sublime que en una vida tan lógica corno aquélla no podía ser de otra manera, aquella muerte en que el heroísmo adquiere toda su grandeza, los valores humanos todo su esplendor y el sentimiento cristiano su más bella y genuina manifestación. Se había cumplido una misión histórica trascendente, sólo quedaba sellarla con la sangre. Conocemos los gestos, las palabras, los escritos de las veinticuatro últimas horas, aquellas cartas bellísimas a los familiares y a los amigos, aquel testamento admirable. Es la muerte del caballero cristiano, que siente morir en plena juventud, pero que se entrega generosamente. Ni jactancia, ni debilidad, ni apocamiento, ni fanfarronería. Una serenidad plena, una calma espiritual admirable; una previsión y una clarividencia que llena de asombro a cuantos le rodean. Su mirada se dirige con la emoción del recuerdo hacia cuanto había amado en este mundo: hacia aquella España rota y desangrada, hacia aquella Falange perseguida, cuyo porvenir incierto le preocupa, hacia aquellos camaradas a quienes él había lanzado al combate. «Hasta el final os acompañará mi afecto». No le tiembla el pulso, la fe le sostiene. Es entonces cuando aparece con toda su fuerza. Ahora las consideraciones de la prudencia, necesarias en la propaganda política, habían terminado. Era el momento de la verdad, de la gran realidad: Dios; el momento en que para un hombre realista y con profundas convicciones, el político debía eclipsarse ante el cristiano: Pensemos en Carlos y en el mismo Napoleón: «Espero la muerte sin desesperación, pero ya te figurarás que sin gusto». ¡Qué confesión tan noble! ¡Qué belleza en esta sinceridad! De su carta a su tía la monja son estas palabras: «Dos letras para confirmarte la buena noticia de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios quiere que viva». ¿Qué hace entre tanto? Lee, reza, escribe, medita, pasea y hasta duerme. Unas frases a un amigo, una conversación con el sacerdote, unas palabras confortadoras de Cristo. «Tengo sobre la mesa, como última compañía -escribe a Carmen Werner, una de las primeras camaradas de la Sección Femenina- la Biblia que tuviste el acierto de enviarme a la cárcel de Madrid. De ella leo trozos de los Evangelios en estas, quizá, últimas horas de mi vida». Y en posdata: «Ayer hice una buena confesión». La alegría de la confesión hecha le rebosa en el alma y en los ojos y salta hasta los puntos de la pluma una y otra vez. Por ejemplo, en carta íntima a su tío Antón Sáenz de Heredia: «Ayer confesé con un sacerdote viejecito y simpático que está preso aquí, y estoy lleno de paz». Con esta paz escribe la primera cláusula de su testamento: «Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión católica, apostólica, romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz». Dios cumplió su deseo y le trajo a descansar al amparo de una Cruz colosal, digna de su grandeza.

Así fue la doctrina y así fue el hombre. No puedo olvidar el estupor de unos y la satisfacción de otros cuando un prelado insigne de la Iglesia española, el arzobispo de Valladolid, con motivo del segundo aniversario del 20 de noviembre, ante una asamblea en que estaba representada toda la España Nacional, proclamó con palabras inolvidables la nobleza de aquel corazón, la honradez de aquella vida y la sinceridad de aquella fe. «Él supo vivir -decía- y, sobre todo, supo morir, como siervo bueno y como hijo bueno de la Patria y de la Iglesia. Y Dios ordenó en su Providencia amorosísima que el mismo José Antonio nos dejase un retrato sublime de su corazón en aquellas horas que precedieron a su muerte: su Testamento, prueba palmaria de que fue un hijo preclarísimo de España y un hijo ferviente de la Iglesia católica. No era un estoico, era un cristiano; y el cristiano es divino y es humano [...] El cristiano, por ser divino, por llevar en su entendimiento la luz sobrenatural de la fe y las aspiraciones sobrenaturales de la esperanza en el corazón, y los ardores de la caridad en la voluntad, no por eso deja de ser humano; más aún: aquellas fuerzas sobrenaturales aumentan, vigorizan y exaltan todas las fuerzas ordenadas de la naturaleza humana. Ved, pues, a José Antonio valiente, activísimo, denodado hasta el sacrificio, hasta la muerte, y a la vez de corazón sensible. No merece le recriminación del Apóstol: sine afectione [...] Evidentemente, la España que soñaba el Fundador de la Falange es una España en consonancia con el espíritu español y católico, que informa, y anima, y vivifica, y engrandece, y sublima su Testamento». 

Fray Justo Pérez de Urbel

Del libro: José Antonio. Edit. Delegación Nacional de Organizaciones del Movimiento
noviembre de 1961
http://www.plataforma2003.org

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