(Artículo publicado hoy en La Gaceta)
Cada día que pasa por nuestra existencia ya gastada, me afianzo en la creencia de que morir no es otra cosa que quedar sin testigos. Desde hace unos meses, la avalancha de muertes conocidas me ha dado tristemente la razón y entre ellas figura en primerísimo lugar el fallecimiento de un camarada de impresionante calidad humana: Ignacio Fernández García. Le conocí en mis años mozos (porque yo también fui joven). Él era entonces el respetado rector y líder de las Juventudes Falangistas de Madrid. Observé entonces el inmenso respeto que provocaba su presencia, el estupor de los que eran obedientes a su mandato, de la calidad asombrosa de sus directrices y orientaciones. Jamás predicó el sectarismo. Nunca se afilió a posturas radicales absolutamente incompatibles con la esencia reconciliadora de la Falange. Aclaro, que me refiero a un grupo minoritario e influyente de la organización. Había otros, sin embargo, partidarios de echar todo por la borda. Ignacio y los suyos nunca sucumbieron a esta demagógica tentación.
Le conocí. Era un hombre de una reciedumbre espartana, de unas convicciones arrebatadoras, de una ejemplaridad limpia y brillante. Quizás porque había mirado frecuentemente y muy de cerca la constelación inmensa de nuestras estrellas y porque era burgalés, cuya sangre me era muy conocida porque fue la vertebradora de la unidad de España y cuya esencia histórica golpea todavía mi alma y mis entrañas. Hice todo lo posible para que abandonara Málaga y viniera conmigo a Madrid a compartir otro género de responsabilidades. Él se negó siempre. Se había instalado con su alma limpia y con su corazón desmesurado a orillas de este Mediterráneo que da luz a Málaga y a sus hombres. Hablé mucho con él, posiblemente de lo que se podía hablar mucho entonces, de nuestra inquietud, de nuestra angustia por ver torcido el itinerario revolucionario que nosotros habíamos preconizado y servido con una ingenua pasión juvenil. Él siempre era el mismo, me decía: “Estoy bien en Málaga; hago aquí mi labor”. Yo terciaba una y otra vez porque lo consideraba un elemento clave para el nuevo despliegue de la Organización Juvenil. El viejo ayudante, cuyo recuerdo todavía se extiende en las capas medias de la sociedad madrileña, siempre aceptó la orden de sus mayores que se afirmaba siempre en sus preferencias y en sus gustos independientes.
Ha muerto ya. Creo que a los 92 años. Me enteré de su fallecimiento por una esquela publicada en el diario Sur. Elocuente y esclarecedora. Había interrumpido mi contacto con él hacía años, cuando yo era el único testigo posiblemente de aquella maravillosa emoción juvenil que ambos compartíamos. Quise conocer a su familia y me informaron de la muerte de su mujer hacía cuatro años. Vivía con sus hijos y fundamentalmente arropado por la ternura de su hija Mª del Mar. Hablé con ella, le dije que como una nueva herida en mi corazón había conocido la muerte de su padre. Ella me contestó: “Sí, continuó con sus ideales hasta el final pero voy a contarte algo que te llamará posiblemente la atención: padecía cuatro cánceres irremediables y desde hacía unos meses se encontraba a las puertas de la muerte. No cambió su carácter y mucho menos sus convicciones. Cercana la hora de su muerte me pidió, –según me decía su hija– que le vistiera con la camisa azul y que le pusiera un disco con los compases del himno falangista del Cara al Sol. María del Mar me dijo que lo escuchaba como transportado a otro mundo y que, mientras escuchaba la estrofa de “Volverán banderas victoriosas…” cerró sus ojos para siempre”.
Ha muerto ya. Creo que a los 92 años. Me enteré de su fallecimiento por una esquela publicada en el diario Sur. Elocuente y esclarecedora. Había interrumpido mi contacto con él hacía años, cuando yo era el único testigo posiblemente de aquella maravillosa emoción juvenil que ambos compartíamos. Quise conocer a su familia y me informaron de la muerte de su mujer hacía cuatro años. Vivía con sus hijos y fundamentalmente arropado por la ternura de su hija Mª del Mar. Hablé con ella, le dije que como una nueva herida en mi corazón había conocido la muerte de su padre. Ella me contestó: “Sí, continuó con sus ideales hasta el final pero voy a contarte algo que te llamará posiblemente la atención: padecía cuatro cánceres irremediables y desde hacía unos meses se encontraba a las puertas de la muerte. No cambió su carácter y mucho menos sus convicciones. Cercana la hora de su muerte me pidió, –según me decía su hija– que le vistiera con la camisa azul y que le pusiera un disco con los compases del himno falangista del Cara al Sol. María del Mar me dijo que lo escuchaba como transportado a otro mundo y que, mientras escuchaba la estrofa de “Volverán banderas victoriosas…” cerró sus ojos para siempre”.
Ni qué decir tiene que Ignacio vive plenamente en mi corazón. Que recibo actualmente su ejemplo en contraste con los valores que hoy dominan a una sociedad mediatizada y que su apostura, su dignidad de hombre, su condición de burgalés de pro, será todavía un recuerdo que levantará mi ánimo de todo género de obligada decepción.
Le prometo que yo continuaré escuchando las estrofas del Cara al Sol que tanto amaba y que prometen un “Nuevo Amanecer”, aunque nuestro cielo esté oscurecido y triste.
José Utrera Molina