«El palacete de Castellana 3 albergaba la Presidencia del
Gobierno. Era el Día de la cuestación en beneficio de la ayuda contra el
cáncer. Presidía la mesa petitoria instalada ahí la esposa del entonces
Presidente del Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. La mujer de Carrero,
Carmen Pichot, para agradecer a sus compañeras de mesa la colaboración
prestada, encargó en el inmediato restaurante «Jockey», templo sagrado de la
gastronomía madrileña, unas bandejas de canapés y unas bebidas. Llegó el
Almirante y reconoció, por el inconfundible cuello verde de los camareros de
«Jockey», a quien servía los canapés y las bebidas. Y amablemente le preguntó
por el motivo de su presencia. «La señora de Carrero Blanco nos ha encargado
este servicio». «Pues servicio cancelado», dijo Carrero. Y dirigiéndose al
camarero, que era el célebre Torres, por quien supe del sucedido: «Muchas
gracias. No tenemos dinero para pagar un restaurante tan caro. Dígale al señor
Cortés de mi parte que considero sus canapés como su aportación a la lucha
contra el cáncer». Cortés, enterado del asunto, se presentó en la mesa y
depositó un generosísimo donativo.» (Del artículo de Alfonso Ussia en La Razón “Eso,
la decencia”)
Cuenta mi padre en sus memorias que en una ocasión,
despachando con el Almirante Carrero en su despacho de Castellana 3, y tras
comentarle a Carrero lo que le llamaba la atención que siempre agotase los
bolígrafos bic hasta dejarlos sin
tinta, remendándolos incluso con celofán en caso de rotura, éste le contestó: “No lo olvide nunca, Utrera: cada duro del
Estado es sagrado”.
Y refiere Manuel
Campo Vidal en su interesante libro sobre el asesinato de Carrero escrito allá por principios
de la década de los 80, cómo el Almirante, hombre metódico en sus hábitos, pedía
todos los días al llegar al despacho, de la cafetería del otro lado de la
Castellana, un café y un paquete de ducados que invariablemente pagaba de su propio bolsillo al camarero que se lo llevaba -lo que nos da una idea de la seguridad del Presidente- y con frecuencia le alargaba el duro de rigor al mendigo que había en la puerta
de la Iglesia de los Jesuitas de Serrano que, por cierto, se quejaba de que Carrero
no le actualizase la propina según el coste de la vida.
Tres pinceladas que nos ponen sobre la pista de un hombre
honesto a carta cabal, austero y escrupuloso cual cabo furriel, en el manejo de
los fondos públicos. Carrero era el epítome del espíritu de servicio que caracterizó
a una clase política que nada tiene que ver con la que padecemos en la
actualidad. Carrero era militar. Como tal, amaba a España por encima de todo y
a su servicio sacrificó su verdadera y apasionada vocación de marino en una
constante y abierta muestra de fidelidad a Francisco Franco. Pero Carrero era
mucho más. Cuando hace unos días escuchaba a un periodista calificarle de “mediocre”
me preguntaba si alguna vez este sujeto habría leído los libros que Carrero
escribía con el seudónimo de Juan de la Cosa o habría leído el brillante informe
de Carrero sobre la situación de las fuerzas contendientes en la Segunda Guerra
Mundial de 11 de noviembre de 1940, que pesó considerablemente en Franco
para evitar la entrada de España en el conflicto.
Hacer cábalas sobre lo que hubiera sido la Historia de España
con Carrero vivo a la muerte de Franco carece de sentido aunque la clave
siempre habría que buscarla en su condición de militar. Los terroristas y sus
cómplices asesinaron a un hombre bueno y honrado por encima de todo. A uno de
los mejores servidores públicos que ha tenido España. Nada más. Y en el
aniversario de su vil asesinato, que tanto celebraron sus adversarios, elevo
una plegaria por su alma al tiempo que lanzo al aire, evocando el viejo ritual castrense
en desuso:
Almirante Luis Carrero Blanco ¡Presente!
LFU