"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

20 de diciembre de 2012

Carrero Blanco; la honradez al servicio de España.


«El palacete de Castellana 3 albergaba la Presidencia del Gobierno. Era el Día de la cuestación en beneficio de la ayuda contra el cáncer. Presidía la mesa petitoria instalada ahí la esposa del entonces Presidente del Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. La mujer de Carrero, Carmen Pichot, para agradecer a sus compañeras de mesa la colaboración prestada, encargó en el inmediato restaurante «Jockey», templo sagrado de la gastronomía madrileña, unas bandejas de canapés y unas bebidas. Llegó el Almirante y reconoció, por el inconfundible cuello verde de los camareros de «Jockey», a quien servía los canapés y las bebidas. Y amablemente le preguntó por el motivo de su presencia. «La señora de Carrero Blanco nos ha encargado este servicio». «Pues servicio cancelado», dijo Carrero. Y dirigiéndose al camarero, que era el célebre Torres, por quien supe del sucedido: «Muchas gracias. No tenemos dinero para pagar un restaurante tan caro. Dígale al señor Cortés de mi parte que considero sus canapés como su aportación a la lucha contra el cáncer». Cortés, enterado del asunto, se presentó en la mesa y depositó un generosísimo donativo.» (Del artículo de Alfonso Ussia en La Razón  “Eso, la decencia”)

Cuenta mi padre en sus memorias que en una ocasión, despachando con el Almirante Carrero en su despacho de Castellana 3, y tras comentarle a Carrero lo que le llamaba la atención que siempre agotase los bolígrafos bic hasta dejarlos sin tinta, remendándolos incluso con celofán en caso de rotura, éste le contestó: “No lo olvide nunca, Utrera: cada duro del Estado es sagrado”.

Y refiere  Manuel Campo Vidal en su interesante libro sobre el asesinato de Carrero escrito allá por principios de la década de los 80, cómo el Almirante, hombre metódico en sus hábitos, pedía todos los días al llegar al despacho, de la cafetería del otro lado de la Castellana, un café y un paquete de ducados que invariablemente pagaba de su propio bolsillo al camarero que se lo llevaba -lo que nos da una idea de la seguridad del Presidente- y con frecuencia le alargaba el duro de rigor al mendigo que había en la puerta de la Iglesia de los Jesuitas de Serrano que, por cierto, se quejaba de que Carrero no le actualizase la propina según el  coste de la vida.

Tres pinceladas que nos ponen sobre la pista de un hombre honesto a carta cabal, austero y escrupuloso cual cabo furriel, en el manejo de los fondos públicos. Carrero era el epítome del espíritu de servicio que caracterizó a una clase política que nada tiene que ver con la que padecemos en la actualidad. Carrero era militar. Como tal, amaba a España por encima de todo y a su servicio sacrificó su verdadera y apasionada vocación de marino en una constante y abierta muestra de fidelidad a Francisco Franco. Pero Carrero era mucho más. Cuando hace unos días escuchaba a un periodista calificarle de “mediocre” me preguntaba si alguna vez este sujeto habría leído los libros que Carrero escribía con el seudónimo de Juan de la Cosa o habría leído el brillante informe de Carrero sobre la situación de las fuerzas contendientes en la Segunda Guerra Mundial de 11 de noviembre de 1940, que pesó considerablemente en Franco para evitar la entrada de España en el conflicto.

Hacer cábalas sobre lo que hubiera sido la Historia de España con Carrero vivo a la muerte de Franco carece de sentido aunque la clave siempre habría que buscarla en su condición de militar. Los terroristas y sus cómplices asesinaron a un hombre bueno y honrado por encima de todo. A uno de los mejores servidores públicos que ha tenido España. Nada más. Y en el aniversario de su vil asesinato, que tanto celebraron sus adversarios, elevo una plegaria por su alma al tiempo que lanzo al aire, evocando el viejo ritual castrense en desuso:

Almirante Luis Carrero Blanco ¡Presente!

LFU  

17 de diciembre de 2012

Magnífica homilía de D. Jesús Higueras

Artículo aparecido en ABC el 16 de diciembre de 2001, que compendia la magnífica homilía que ayer, Domingo de Gaudete, pronunció en Santa María de Caná, el Párroco D. Jesús Higueras.

13 de diciembre de 2012

Sensación de impunidad

El abierto y descarado desafío secesionista por parte de la corrompida y desvergonzada clase política nacionalista no desaprovecha ocasión para manifestarse mediáticamente, copar portadas y telediarios, en definitiva, hacer todo el ruido posible sabedor de que España es una nación en decadencia, quebrada en su interior por un sistema constitucional que alentó posibles virus desintegradores sin prever vacunas o remedios efectivos contra ellos.

El bochornoso espectáculo de ayer en el Congreso, la intolerable chulería de unos sujetos insultando a nuestra nación, y amenazando abiertamente a su gobierno con la insumisión manifiesta a cualquier ley que pudiera obligar a las instituciones autonómicas a respetar el derecho de cualquier padre a que su hijo pueda escolarizarse en la lengua oficial del Reino de España, no merecía una contestación tan medrosa, cabizbaja y acobardada por parte del Ministro de Educación, balbuceando que no pretendía en modo algún atacar a la escuela en catalán. ¡Pero qué es esto!, me revolvía en mi interior al escuchar la intervención del ministro, arrinconado y a la defensiva ante un desafío abierto y descarado por parte de unos cuantos forajidos envalentonados con acta de diputado.   

Asistimos a una clamorosa quiebra del Estado de derecho, del principio de legalidad, donde la autoridad del Estado parece haber quedado limitada a su poder coactivo en materia tributaria para los millones de españoles –cada vez menos- que se levantan cada día para ganar honradamente su pan de cada día.  Para esos que se desayunan cada día con noticias alusivas a la corrupción de unos y otros, de las cuentas en Suiza, de las sociedades pantalla, del 3%, de las comisiones millonarias que todos parecen conocer menos el fiscal,  mientras escarban en sus bolsillos para juntar un euro con el que pagar su café.  Esos que no entienden por qué carajo no existe una voz en el gobierno que se alce de una vez, con la legitimidad que le dan millones de votos prestados por la desesperación, para decir alto y claro un ¡Basta ya! que lo entiendan hasta los que lamentan que aún se hable el castellano en  los colegios de Barcelona.

No podemos asistir inermes a un clima generalizado de impunidad que se ha instalado en la sociedad española. No podemos permanecer impasibles ante el desafío de quien presume ufano de pasarse por el arco del triunfo el principio de legalidad contestado con un silencio cobarde y acomplejado por parte de quienes representan las más altas magistraturas del Estado.  

La misma sensación de apisonadora que provocan las providencias de apremio del Ayuntamiento ante una leve infracción de tráfico debe recaer de manera urgente sobre los genios de la disgregación que se esconden bajo los hongos de cada aldea.  Los españoles necesitamos, ahora más que nunca, cuando se nos exigen sacrificios sobrehumanos, que el Gobierno no haga dejación de su poder y utilice todos los resortes que están a su disposición para demostrar que  con el Estado de derecho no se juega. Hasta las últimas consecuencias. Porque es muy posible que el ardor nacionalista acabe arrugándose cuando el pueblo que no llega a fin de mes vea desfilar caminito de Jerez a los patriarcas mesiánicos que se lo han estado llevando calentito con bolsas del corteinglés  mientras se enfundaban en la bandera para cubrir su propia iniquidad y su colosal desvergüenza.

LFU

4 de diciembre de 2012

Memoria de Francisco Franco

Conocí a Francisco Franco cuando tan sólo tenía seis años.  Estaba muy lejos de pensar entonces que, con el paso de los años, yo sería de los pocos españoles que, acaso de forma temeraria, pero con pertinaz convicción seguimos empeñados en defender su nombre y la verdad de un tiempo que muchos españoles se han dejado arrebatar indiferentes ante la manipulación y la mentira de los muñidores del «pensamiento único». Y es que, si entonces eran legión quienes le adulaban, comenzando por quien hoy es –por que así lo quiso él- Rey de España, ahora resulta poco menos que temeraria la sola mención de su nombre si no es para arrojar cobardes lanzadas a su memoria.

Fue mi padre quien, consciente de lo irrepetible de la ocasión, quiso darme la oportunidad de conocer a su único Capitán; al hombre al que había empeñado su lealtad hacía casi cuarenta años en un juramento de fidelidad al que hoy sigue haciendo honor como el primer día. El recuerdo de aquella tarde es una deuda más que se une a la infinita cuenta de gratitud que tengo con él.

De aquél 19 de diciembre de 1974 en el Pardo se entremezclan en el recuerdo imágenes grabadas en mi retina de niño con otras adquiridas con el tiempo. Pero junto a la patética visión de las manos temblorosas del hombre que aún regía los destinos de España, aún resuenan en mi memoria unas palabras que ya nunca habría de olvidar. Poniéndome la mano en la cara, Franco me dijo: «sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre». Ignoro qué extraño mecanismo haría que una frase tan sencilla en apariencia quedase para un niño como recuerdo imborrable de aquella fecha. Sólo después de muchos años he podido entender, al fin, que aquellas palabras –pronunciadas meses antes de su muerte- eran la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el frío de la traición, hacia quien le había demostrado el calor de una lealtad sin fisuras.

Mi lealtad a la memoria de Francisco Franco está pues, en mis venas, pero nunca se ha sentido incómoda en mi cabeza. Cuanto más me he acercado después a su figura, a su trayectoria vital y a su obra, mejor he comprendido la fidelidad que le demostraron tantos españoles, aún cuando la muerte convirtió su nombre en blanco del odio y la mentira, y tan provechosa fue la traición, el olvido y el silencio de los que tanto le debían.

Ahora, cuando el gobierno de la derecha se pliega cobarde a las más sectarias exigencias de la izquierda radical y nos prohíbe celebrar un homenaje a su memoria en un Palacio de Congresos que el mismo inauguró; cuando  una mayoría de los españoles asiste indiferente a un colosal espectáculo de manipulación histórica que llena de ignominia retrospectiva a varias generaciones que hicieron posible con su esfuerzo el bienestar del que disfrutamos, es cuando siento un mayor orgullo en proclamar mi gratitud como español a Francisco Franco y a todos cuantos, bajo su larga jefatura, hicieron posible el resurgir de una nación reducida a cenizas por el odio desatado por el marxismo que probó por primera vez en España el sabor amargo de la derrota.

Lealtad y gratitud que no deben confundirse con «franquismo», pues valorar con justicia los logros de un régimen fruto de una coyuntura histórica irrepetible es cosa muy diferente que pretender el absurdo de su proyección en el futuro de España. Así que no soy franquista. Tan sólo exijo que se respete la verdad de una época y que, con la misma intensidad con la que se resaltan sus errores, se valoren sus indudables aciertos.

Winston C. Churchill llegó a afirmar “el pasado de la URSS es impredecible”, en alusión a los rectificados oficiales de la historia rusa en la Enciclopedia Soviética, que de una edición a otra convertía a héroes en traidores; o que restauraba como líderes modélicos a quienes ya habían sido condenados y ejecutados por las nomenklaturas del momento. Lo mismo cabe decir del nuestro, merced a la irresponsabilidad de una clase política acomodada entre la mentira y el complejo. 

Por eso, hoy, al cumplirse 120 años de su nacimiento, he vuelto a recordar las palabras con las que termina Laurent del Ardeche su célebre Historia del Emperador Napoleón Bonaparte: “El inmenso drama de su maravilloso destino terminará con el cerramiento de las puertas de su fúnebre tumba; pero esta tumba esclarecida subsistirá para lección eterna e inexorable de la humanidad entera: allí estará para recordar perennemente a los mortales que, a pesar de las contiendas y pasajeros triunfos de los partidos, el tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles”.

LFU

26 de noviembre de 2012

Cataluña, peor aún.

El resultado de las elecciones autonómicas catalanas demuestran que Más es menos, pero que ahora son todavía más los que quieren ser menos.

No nos engañemos. Cierto es que el ridículo del mesías catalán ha sido de órdago, pero el parlamento salido de las urnas no es como para que ningún español de bien pueda sacar pecho.

La única nota positiva está en el ascenso de Ciudadanos, producto de la errática trayectoria del PP catalán, cuya enésima estupidez ha sido la boutade del autonomismo diferencial, esto es, el federalismo acomplejado. Lástima que no hayan sido capaces de concurrir con UPyD, cuyo mensaje era idéntico, pero al que los personalismos le perjudican. Se ha perdido una ocasión histórica para que todos los partidos que defienden la unidad de España hubieran concurrido unidos a estas elecciones. A situaciones excepcionales, soluciones excepcionales, pero no.

Mucho me temo que Más optará por una huida hacia delante con tal de permanecer a la cabeza de la manifestación. Los independentistas son clara mayoría y todo parece indicar que en poco tiempo van a escenificar el desafío al Estado español.

Esperemos que el gobierno se ate los machos, porque vienen a por todas.

LFU

21 de noviembre de 2012

Me hallará la muerte. De J.M. De Prada


Ficha técnica
Fecha de publicación: 08/11/2012
592 páginas
Idioma: Español
ISBN: 978-84-233-3921-1
Código: 10010543
Formato: 13,3 x 23 cm.
Lomo 1246
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin



«Me hallará la muerte...» escoge la gesta de la División Azul, en su faceta militar pero también de maniobra política interna y geopolítica, sirviendo como marco sociológico, político e histórico para concitar la atención de una ambiciosa y compleja trama. Se apunta así, De Prada, a la estela de otras novelas publicadas en los últimos años, que pese a la mayor o menor calidad de su factura, sin embargo han ganado el favor de muchos lectores. Entre ellas, merece la pena recordar, especialmente, la de José María Blanco Corredoira, la muy grata, sencilla y sólida "Añoranza de Guerra".

En lo literario, De Prada mantiene el buen oficio narrativo con momentos de prosa inspirada en las dos primeras partes de la novela que, sorpresivamente, hace aguas en la tercera parte, sin posibilidad de rescate, pues la ambiciosa historia trenzada hasta ese momento degenera en una suerte de folletín truculento con aspiraciones de novela negra, teniendo demasiado de lo primero y poco de lo segundo, salvo cumplir con alguna de las prescripciones canónicas del Código Hays, olvidando que el mal en muchas ocasiones es sutil y no siempre grosero y procaz.

Resulta contradictorio que la seriedad con que el autor inicia la novela, que revela un cuidado estudio del habla de la época y de sus estratos sociales, así como la preparación de una compleja urdimbre argumental con mezcla de géneros: del picaresco al épico, de la crónica histórica y social a la novela psicologista, de pronto se diluye para quedarse en una tentativa de obra mayor como si las prisas o un hito sobrevenido hubiese arruinado el esfuerzo previo invertido. Así, los personajes, inicialmente bien delineados, degeneran en alfeñiques sin consistencia y credibilidad, sometiéndolos a un maltrato insólito que no se compadece con los mimbres con los que se les presenta. Del mismo modo, el retrato de la España de la posguerra acaba resultando en exceso esquemático, de trazo grueso y desfigurador que no se compadece en absoluto, con la pretensión declarada de rigurosa documentación del autor al señalar: y la labor de documentación, a veces muy penosa. Y es que hablo de una época lejana pero lo suficientemente cercana para que las personas de cierta edad puedan notar que chirrían algunos elementos(El Cultural del diario El Mundo, 16 de noviembre de 2012). 

Por otro lado, tanto el reiterado abuso de procacidades, gratuitas en muchas ocasiones, como la repetición monótona de expresiones o frases hechas del texto como apostilla de la acción revelan ora una autocomplacencia acrítica en la reiteración ora una limitación, probablemente sobrevenida, para llevar a puerto seguro el proyecto de novela que en su inicio parece atisbarse.

Insistiendo en uno de los desequilibrios más notables de la novela, resulta especialmente inesperado, por tener el autor conocimiento y acceso directo a personajes que participaron en esa época, el trazo grueso con el que describe la posguerra española en general, y particularmente, la injusta y maniquea inquina con que despacha a la Falange y a los falangistas. Se ofrece un aguafuerte expresionista de la España de la posguerra en línea con el antifranquismo literario más ortodoxo, siendo no sólo un dislate nada original -ya Cela inauguró esa senda con «La Colmena»- sino que resulta incompatible con un análisis histórico mínimamente objetivo. Si el régimen descrito estaba habitado por fatuos idealistas, lameculos profesionales, corruptos uniformados y plutócratas en convivencia con el poder político, ¿cómo es posible que emergiera de él, una clase media que vertebró socialmente el país?, ¿cómo es posible que el sistema iniciado en 1978, recibiera una administración ligera de funcionarios y el sistema impositivo más benigno de Europa?, ¿cómo es posible que el ordenamiento jurídico existente, en el que Estado estaba sujeto a control, pudo ser homologado prácticamente en su totalidad para el inicio de la vida democrática?; ¿Cómo ese régimen vendido al capitalismo americano acabó prácticamente con la miseria secular de muchas partes de España, la infravivienda y el analfabetismo en menos de 40 años?.

Resulta triste y un poco absurda esta deriva del texto pues trasluce un rencor sin rebaja alguna hacia todos los protagonistas de ese pasado que pretende describir con verosimilitud. Nadie se salva. Los falangistas, una de dos: o eran unos tontos idealistas o unos aprovechados; los democristianos unos lamentables meapilas; y los tecnócratas del Opus Dei, una panda de sectarios, y así con todos… Esa pretensión descriptiva, demoledora e inmisericorde, parece destilar un prejuicio ideológico que sólo puede proceder de la indigesta asimilación de un tradicionalismo mal entendido cuya pugnacidad sin límite hace frontera con el nihilismo más extremo.

Esperamos, pues, que en la próxima novela, De Prada, retome su mejor pulso narrativo y lo ponga al servicio de causas artísticas más nítidamente provechosas, libre de absurdos ajustes de cuentas, estériles siempre, siendo seguro que el resultado literario mejorará, pues la grandeza de miras, él bien lo sabe, siempre redunda en el buen resultado de la obra literaria.

César Utrera-Molina Gómez

20 de noviembre de 2012

20 de noviembre


«No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria.»

Francisco Franco Bahamonde. Testamento político


«Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.»


José Antonio Primo de Rivera. Testamento


Cada año que pasa, me reafirmo todavía más en mi convencimiento de que llegará el día en que España reivindique a estos dos ilustres hijos suyos como patrimonio común, por encima de coyunturas y banderías.

El tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles.


LFU