Yo
nací en los albores del 18 de julio, tenía en aquella fecha tan sólo diez años,
pero tengo que confesar que aquel acontecimiento tan históricamente importante
rompió mi infancia y me incorporó ya al riesgo de la madurez.
Había
sufrido en Málaga todo lo que había supuesto de ruptura el triunfo del Frente
Popular en la ciudad. Nada de transigencia sonriente, nada de belicosidad
caballeresca, nada que pudiera presumir un noble fondo de humana consideración.
Quieran o no los que ahora han olvidado o, mejor dicho, han perdido la memoria de
aquel día, al menos muchos hombres en cuya existencia estuvo grabado el sentido
del deber nos revelamos contra la sectaria y vil manipulación de la Historia. Mi
edad no consiguió de momento penetrar en el fondo de aquella terrible contienda,
pero había tenido la suerte con muy poca edad, de tratar hombres jóvenes que
anunciaban con sus palabras la posible proximidad de una nueva primavera. El 18
de julio fue para unos la posibilidad de enterrar a España y destruir sus cimientos
milenarios y para otros la erección de un nuevo monumento a la esperanza y a la
reconciliación.
He
vivido durante toda mi ya larga vida el espíritu que se desprendió de aquel
lejano 18 de julio. He negado hasta la saciedad los torpes argumentos que
querían convertir esa fecha en una militarada al estilo de siglos anteriores.
Sufrí en mi propia carne la desgarradura dramática de una familia que perdía a uno
de sus miembros defendiendo hasta la muerte las ideas del 18 de julio, mientras
que su hermano era Gobernador Militar de una provincia cercana bajo el dominio
rojo. Viví intensamente todo lo que aquél proceso histórico significaba. Ahora
lo considero alejado de la cólera dialéctica que acompañó algunos de mis pasos
en mi ya lejana juventud. Declaro aquí que el 18 de julio fue un acto
necesario. Franco recogió el inmenso clamor de una España dolorida y rota, para
convertirla años después, en una nación en marcha que trataba de recuperar su
destino.
Hoy
estoy imposibilitado para hablar personalmente ante vosotros por una
circunstancia fortuita que reduce mi movilidad pero que no ha nublado mi cabeza.
Lo hace en mi nombre - y estoy orgulloso de ello-, uno de mis hijos, que
comparte la firmeza de mi ideal y la disciplina de mi propia conducta. A él le
debo la certidumbre de que aquel espíritu lejano, creador y luminoso del 18 de
julio no muera en los caminos de la sangre de mi gente más próxima.
Hoy,
alejado ya en el tiempo de aquella coyuntura, me siento delirantemente
identificado con aquel grito, con aquel clamor, con aquella encendida esperanza
que al menos en mí no ha muerto. Cuando Franco me llamó para indicarme mi
nombramiento de Ministro de la Vivienda, le dije, - quizás con un tono de
excusa- que no era merecedor de una responsabilidad tan importante, pero que
cumpliría con mi deber poniendo mi alma en la tarea que se me encomendaba y
añadí: “Soy falangista y como tal sirvo al Movimiento Nacional, pero no
quisiera perder nunca la identidad a las ideas que he proclamado siempre.
Franco me miró, como era su costumbre, profundamente y me dijo: “Hace Vd. muy bien”.
De
aquellas horas me distancian muchos años. Aquel que fue Caudillo de todos los
españoles ha sido vil y cobardemente atacado incluso por muchos de los que
fueron sus correligionarios. Pero yo he conservado, como mi mejor blasón, la
lealtad al hombre que hizo posible el recobrar la dignidad a una España
desesperada. Esta lealtad me consume y alimenta y esta noche quisiera trasladarla
a todos vosotros, porque es cierto que con ella se vive en plenitud. La
cobardía, no solo mata la fe, sino que destruye el resto de dignidad que un
hombre pueda tener.
Lamento
no estar esta noche entre vosotros, pero en la distancia os recuerdo y me
alineo con vosotros con el mismo grito que amaneció mi infancia dolorida: ¡¡¡Arriba
España!!!
José Utrera Molina
(Mensaje destinado a los asistentes a la cena conmemorativa de la Fundación Nacional Francisco Franco)