Siguiendo el criterio inexorable
del calendario y como regalo de cumpleaños, hoy quiero dedicar esta página a mi hermana Rocío, sin duda, la
menos convencional de mis hermanas.
Curtida por una infancia de
«cascarilla» tras la estela de los tres mayores, fue labrándose una
personalidad bien definida, encontrando su sitio -como los buenos toreros-
entre destellos de azul mahón y rosas de primavera. Alérgica a la alienación y
enemistada con lo prosaico, un fuerte impulso de rebeldía fue moldeando su
carácter atemperado por un derroche de bondad que acabó de imponerse a lo
revolucionario.
Aunque vio su primera luz en Burgos,
siempre ha sido el cielo de Sevilla su mejor cobijo, su tierra de adopción y de
emoción, el paisaje que anhela y al que escapa su pensamiento envuelto en
aromas de incienso y azahar cuando consigue por fin robarle al tiempo unos
segundos de tranquilidad.
Alguien tan poco común no podía
unir su vida al estereotipo. Así que tuvo que casarse con el más peculiar y
menos encasillable de mis amigos, y es que Nacho –cuyo fervor cinegético supera
los límites de lo ponderable- sabe muy bien que se cobró la pieza de su vida cuando
la conoció, pues sin ella al frente de su prole no hubiera podido dar rienda
suelta a su pasión depredadora que encuentra en Rocío comprensión, apoyo y
generosa admiración.
Ha heredado de nuestra madre su
amor por la naturaleza y, sobre todo, su desprendido afán por tener abierta de
par en par las puertas de su casa, que se ha convertido -con la paciente tolerancia
de su marido- en alegre lugar de acogida y encuentro de nuestra numerosa y
alborotadora tribu.
Belleza, naturalidad, sencillez y
bondad -aderezadas con ese toque divertido de colosal despiste que siempre le
acompaña- son virtudes que adornan a mi hermana Rocío, la tercera de mis
hermanas y cuarta de la casa, a la que profundamente quiero y sinceramente admiro.
Que Dios te guarde, querida
hermana.
LFU