Contaba yo trece años y estaba muy lejos de pensar que el anillo y la mano que estaba besando era de uno de los santos que más y mejor testimonio de Dios ha dado en nuestra era. De los muchos testimonios que de Juan Pablo II el Magno he leído y escuchado estos días atrás, me quedo con una anécdota que contaba quien fuera durante tantos años su portavoz, Joaquín Navarro Valls. Narraba cómo en una ocasión le preguntó al Papa qué eran todos esos papelitos que amontonaba en su capilla privada y que iba cogiendo y dejando mientras rezaba. Le contestó que eran las cartas que recibía de gente necesitada pidiendo su oración y que no podía defraudarles.
De este Papa tan cercano y tan querido –que sufrió directamente las dos peores lacras del siglo XX- destaca su fortaleza y determinación para acabar con el horror del comunismo, su arrebatada defensa de la vida humana desde la concepción hasta la muerte, su amor a la juventud, su decisión de llevar al extremo el cumplimiento del mandato evangélico de la predicación de la palabra y la dignificación del sufrimiento y de la vejez. Él quiso cumplir con el Divino encargo de servicio hasta el fin de su vida, hasta el límite de sus fuerzas consciente de que estaba en las manos de Dios. Me sigo estremeciendo cuando recuerdo la imagen nítida de su impotencia al no poder dirigirse a los fieles desde el balcón de su residencia, en la víspera de su muerte.
Juan Pablo II dijo en una ocasión que le gustaría ser recordado como el Papa de la familia. Yo siempre le encomiendo a la mía y tengo para mí que la bendición que nos impartió aquél día tras el ¡Bravo! que le dedicó a mis padres al terminar de contarnos a mis hermanos y a mí, explica muchas de las cosas que nos han pasado durante estos treinta años.
Ojalá la fortaleza de su fe y esa inolvidable bendición del Beato Juan Pablo II nos acompañe durante el resto de nuestra existencia.
LFU