Hace unos días, un comentarista anónimo me afeaba un cierto empeño en hablar del pasado, así que, para darle gusto hoy me referiré al presente, como hiciera hace unos días al glosar el último libro de poemas de Enrique García-Máiquez.
Santiago Carrillo vuelve a ser, para solaz de alguno y hartazgo de más, rabioso presente, sin dejar de ser, a la vez, la viva imagen de lo más siniestro de nuestro pasado. Ayer sin ir más lejos, el viejo comunista mandó al infierno al periodista Luis del Olmo ante el atrevimiento de éste al preguntarle por su responsabilidad en el genocidio Paracuellos del Jarama.
Ignoro qué significado puede tener el infierno para este espectro estalinista: «Cada día es mayor mi amor a la Unión Soviética y al gran Stalin, a los que vosotros odiáis y calumniáis…» pero lo que es seguro es que una de las veces que trató de enviar a gente a su infierno llenó el cielo de mártires en el mayor genocidio que conoce la historia de España y cuya directa responsabilidad le perseguirá sin duda más allá de la muerte.
Son abundantes los testimonios que acreditan que Carrillo -Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, esto es, una especie de Ministro del Interior ante la salida del gobierno hacia Valencia desde el 7 de noviembre hasta el 24 de diciembre de 1936- fue quien dio la orden de eliminar a la “quinta columna” causando el martirio y la masacre de cerca de 6.000 personas en las sucesivas sacas producidas en dicho período. El no quiso firmar las órdenes de liberación de los presos. Lo hizo para la historia su segundo, Serrano Poncela.
Las pruebas que el Delegado de la Cruz Roja quiso llevarse a Ginebra con las pruebas del genocidio desaparecieron al ser derribado su avión el 8 de diciembre. Pero la burocracia de la Komintern, que creía iba a ser eterna, dejó numerosos rastros de los méritos del joven Carrillo, y ahí están recientemente desclasificados los Informes de Cordovilla, Dimitrov y Stepanov, los testimonios del nacionalista vasco Galindez y del Cónsul Noruego en Madrid, Félix Schlayer, uno de los testigos de cargo más implacables con Carrillo. Sabe también que una de sus principales acusadoras fue la propia Dolores Ibarruri, quien más de una vez le recordó su responsabilidad en la matanza.
Presente y pasado se entremezclan en el siniestro personaje –a quien el rey distingue con su real aprecio- cuyo halo de santidad democrática corre el riesgo de desaparecer gracias a la memoria histórica de Zapatero y a su propia incontinencia verbal.
Como decía el lema del famoso cuadro "Españoles: perdonad, pero no olvidéis"
LFU