Cada día me convenzo más de que en estos últimos 30 años, no ha habido nadie que haya hecho más por la figura de Francisco Franco que Rodríguez Zapatero. Y es que el odio rastrero, sectario e iconoclasta proyectado sobre la figura del Generalísimo unido al dispendio de millones de euros repartidos entre diversas asociaciones afines plagadas de forajidos que viven del cuento de la «memoria histórica» y lo que es más importante, la bajísima talla política del infame gobernante, sin par en la destrucción de empleo y riqueza nacional, no han hecho más que acrecentar de forma exponencial la talla histórica del que fuera uno de los mejores y más honestos gobernantes que ha tenido España.
Zapatero está decidido a que nadie olvide al Generalísimo, y para ello está dispuesto a no dejar ni una sola placa que nos recuerde su nombre. Me comenta un amigo letrado en Cortes que se espera con impaiencia una proposición no de ley por la qude se prohíba la mera pronunciación de su nombre. Se acerca por tanto el tiempo en el que, como sucediera con Voldemort, habrá que referirse al Caudillo como "El que no debe ser nombrado".
Pues bien, una de las muestras de la efectividad de Zapatero es que la red está colapsada con mensajes laudatorios del que no debe ser nombrado y paginas dedicadas a su defensa. Y ni les cuento mi experiencia de hace unos días integrado con mis hijas en un grupo visitante del Palacio del Pardo. Bastaba con escuchar los comentarios de esas gentes sencillas para comprobar hasta qué punto la estrategia de Zapatero está consiguiendo desenterrar agradecimientos durante tanto tiempo silenciados.
Y en estas me encuentro con la transcripción -que debemos a Eduardo Palomar Baró- de una entrevista concedida a Le Figaró por «el señor tenebroso» el 12 de junio de 1958, que no tiene desperdicio y que nos devuelve, una vez más, el recuerdo proscrito de un gobernante cuya talla de estadista no resiste comparación con la enanez de quienes hoy se empeñan en denigrarle
LFU
Entrevista a Franco por Serge Groussard publicada en "Le Figaro" de París, correspondiente al jueves 12 de junio de 1958, en sus páginas 4 y 5, dentro de una serie en la que aparecían “Aquellos que dirigen el mundo” (Chez ceux qui mènent le monde: Franco).
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-¿Ha recibido usted influencias ideológicas en su formación de hombre de Estado?-
No.
-¿Ni siquiera la de Mussolini?
-Ni siquiera Mussolini ha resuelto como italiano los problemas de Italia. Ha moldeado una ideología original y poderosa. Pero para nosotros, los españoles, ninguna ética extranjera hubiese podido convenir. Durante la República nuestro país ha querido imitar a algunos regímenes extranjeros. El resultado fue un duro período de caos.
Hemos buscado una solución en la cooperación de las clases sociales, y no en su divorcio; en su progresivo acercamiento mediante una existencia continuamente mejorada para todos, y no en la desproporcionada supremacía de una falsa minoría. Hemos rechazado la farsa de los partidos y el reinado del materialismo. Somos un pueblo que se deja guiar por el espíritu. Lo hemos demostrado en nuestra guerra civil, en que, a la postre, muchos españoles han muerto por sus ideas. Nuestro Régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones, nuestras instituciones, nuestra alma. Son estas fuentes, que habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España. El olvido de las necesidades del alma española, que nos fue minando durante el siglo diecinueve y una parte demasiado grande del veinte, nos ha costado la pérdida de nuestro imperio y un desastroso ocaso. Mientras las demás potencias mundiales de aquellos tiempos lograban forjar sus fuerzas, nos hemos sepultado en un sueño de más de cien años.
-¿No es más bien la falta de todas las materias primas fundamentales, la pobreza de su industria y la escasez de su población las que frenaban entonces la expansión española?-
De ninguna manera. Una buena política nos hubiese permitido luchar con armas iguales, pues todo se crea o todo se reemplaza. No había más que un problema político desde el año mil ochocientos treinta hasta la restauración de la Monarquía en el año mil ochocientos setenta, por causa de las guerras civiles, que nos apartaron de Europa y de la revolución industrial. Cuando la Restauración intentó recuperar el tiempo perdido, cincuenta años habían transcurrido ya, y poco después, en el momento de la pérdida de los últimos vestigios del Imperio, nuestra economía se basaba en la agricultura y en los intercambios comerciales importantes con lo que nos quedaba aún de nuestras colonias. La pérdida de dichas colonias ha tenido consecuencias económicas de una incalculable importancia. Nuestra neutralidad durante la primera guerra mundial contribuyó para mejorar la situación –España tenía entonces menos habitantes-, pero una agravación se produjo entre las dos guerras por causa del desequilibrio permanente de nuestros intercambios comerciales, lo que trajo consigo la desvalorización progresiva de nuestra moneda.
Los hombres de la República se mostraron incapaces de considerar objetivamente estos problemas; sus sectarismos les empujaban a dar al problema político, enfocado según criterios de clases, más importancia que a los intereses nacionales.
Nuestra victoria hizo posible la unificación del poder, necesaria para la renovación económica urgente y para el progreso social de la nación.
A la generación llamada del año noventa y ocho –pensadores y “diletantes”- se ha opuesto la generación de los hombres de acción surgidos desde mil novecientos treinta y cinco, cuyas realizaciones se han traducido en el desarrollo económico de España.
-¿Entre los hombres de Estado españoles de los tiempos modernos hay algunos que usted admira?
-En general, el conjunto de los hombres políticos españoles que han gobernado y que yo he conocido, directa o indirectamente, antes del Movimiento Nacional, no supo colocarse a la altura de las circunstancias. No se trata de que haya habido hombres extraordinarios en España; lo que ocurría era que el sistema político les destruía o les condenaba al ostracismo. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones de los partidos. Canalejas y Dato, ambos presidentes del Consejo de Ministros y prestigiosos estadistas, fueron asesinados. Lo mismo ocurrió, en mil novecientos treinta y seis, con Calvo Sotelo, el principal colaborador de la obra de Primo de Rivera, “suprimido” por la Policía del Gobierno de la República porque era el jefe de la oposición monárquica. Es de todos conocido que esta afrenta provocó el Levantamiento liberador. Ya durante el transcurso de la guerra civil, figuras como las de José Antonio Primo de Rivera y Víctor Pradera, tan ricas en promesas, fueron fusiladas por los rojos.
-Y, fuera de España, ¡los estadistas más notables, en su opinión?
-Para que un hombre de Estado sea ejemplar tiene que ser humano. Y esto es una cualidad bastante más escasa de lo que yo hubiese creído antes de verme obligado, por deber, a ocuparme de los problemas y de los hombres políticos. Esta observación no se refiere sólo a España.
-¿Qué piensa usted de Hitler, Excelencia?
-Un hombre afectado. Le faltaba naturalidad. Interpretaba una comedia, pero de un modo discutible, puesto que se notaba constantemente. Verá usted: si yo me pregunto cuál es el hombre de Estado más completo, más respetable entre todos los que he conocido, yo le diré: Salazar. He aquí a un personaje extraordinario, por la inteligencia, el sentido político, la humanidad. Su único defecto es tal vez la modestia.
-¿Usted no se encontró con Hitler más que una vez, en octubre de mil novecientos cuarenta?
-Sí, el veintitrés de octubre de mil novecientos cuarenta, en Hendaya. Mi tren había llegado con retraso y la espera había puesto muy nervioso al Führer.
-¿Estaba usted nervioso también?
-No.
-¿Le pidió Hitler entrara usted en guerra a su lado, Excelencia?
-Sí. Intentó persuadirme de que la guerra se podía considerar como ganada por el Eje y que, por consiguiente, era urgente que España entrase en guerra a su vez, pues era para nosotros una oportunidad única de satisfacer las reivindicaciones a las que tenía derecho nuestra Patria.
Contesté que, en opinión mía, la guerra no había terminado, ni mucho menos, pues los británicos iban a luchar hasta el final de sus fuerzas. Incluso si Gran Bretaña se viese invadida, seguirían luchando en sus colonias, en el Canadá, por todas partes. Además, añadí, no había que olvidar que detrás de Inglaterra había, a pesar de su neutralidad, los Estados Unidos, con su formidable potencial de guerra. Le recordé que en cuanto a España, después de su terrible guerra civil, necesitaba más que todo la paz. Enumeré, por fin, con detalle, la enorme cantidad de productos vitales y de materias primas de las que carecíamos.
-¿Hitler estuvo decepcionado?
-Terriblemente. Su acogida había sido calurosa. Su despedida fue glacial.
-¿Usted conoció mucho mejor a Mussolini que a Hitler?
-Sí.
-¿Se sentía usted más cerca del Duce?
-Muchísimo más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia y corazón. Yo sentía una afección muy sincera para él. Y su cruel destino es tanto más lamentable cuanto que antes de la guerra había traído muchísimos beneficios a su país.
-¿Cómo pudo lanzarse a una aventura parecida, en junio de mil novecientos cuarenta, cuando atacó por la espalda a Francia?
-Esto fue, en efecto, un error tremendo. El signo del destino. Desde hacía muchos meses, Mussolini era objeto de incesantes solicitaciones de Hitler y le era muy difícil sustraerse durante más tiempo a las presiones de un aliado –sobre todo de un aliado tal como la Alemania nazi–. El Duce constataba que los alemanes iban a acabar con Francia sin que él hubiese desenvainado la espada para ayudarles. Además, la derrota francesa le asombraba. Estaba consternado, pero persuadido de la supremacía militar alemana. Consideraba que el interés de Italia consistía en tomar parte en la segunda fase del conflicto: el asalto –obligatoriamente victorioso– contra Gran Bretaña.
Otra razón empujó a Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Era su sentido del honor y de la fidelidad. Había firmado un pacto con Alemania: debía, pues, tarde o temprano, ponerse a su lado.
Como existía entre el Duce y yo una gran estimación recíproca, tuvo a bien avisarme de sus intenciones. Me escribió, pues. Nos pedía toda la comprensión y toda la buena voluntad española, pero nada más. Le contesté en seguida, aconsejándole la neutralidad. Me acuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo empiezan las cosas, nunca como acaban». Intenté razonarle tratando problemas estratégicos con que tendría que enfrentarse. ¿La preparación militar de Italia estaba a punto? Incluso si fuese así, tendría que dividir sus fuerzas entre teatros de operaciones separados por el mar: teatros europeo y africano. El teatro de África se encontraba a su vez dividido en dos sectores: Libia y Tripolitania por un lado, Abisinia por el otro.
Me contestó que desde su punto de vista, no había más que un solo teatro de operaciones: Europa. «Si Europa se conquista, se gana todo. Si Europa se pierde, poco importa África del Norte», me dijo. Añadió que agradecía mi sinceridad de amigo, pero que demasiados barcos italianos se veían detenidos en Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de su nación. Además, concluía, la suerte de Europa se había jugado ya, y él apostaba por el partido que iba a triunfar sin la menor duda.
-¿Fue al año siguiente, Excelencia, cuando usted se encontró con Mussolini en la costa italiana, en Bordighera?
-Me alegré tanto más de esta reunión en Italia cuanto que hubiese tenido que celebrarse mucho tiempo antes. Mussolini, en efecto, me había hecho prometer durante la guerra civil que el primer país que yo visitaría después de la victoria del Movimiento sería Italia. Pero se habían interpuesto los primeros problemas urgentes. Luego, la guerra mundial había empezado. Las circunstancias no se prestaban a una visita oficial de amistad. El Duce, sin embargo, deseaba profundamente nuestro encuentro. Recibí de él un mensaje: en recuerdo de la promesa de antaño, me proponía ir a verle a Bordighera. Acepté con sumo gusto, y nos entrevistamos el doce de febrero de mil novecientos cuarenta y uno.
-¿Estaba siempre tan seguro de la victoria?
-Sí. Seguía convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y de su armamento, y gracias sobre todo a sus nuevas armas, por entonces aún secretas, ganaría la guerra. Pero comprendía ya que el precio de la victoria sería terrible y que, por otra parte, en la lucha como en la paz, Alemania era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios reveses contra Grecia. No se habían transformado en desastre, pero el Duce había tenido que aceptar la ayuda alemana, y la moral de la población había recibido el impacto, tanto más cuanto que los bombarderos ingleses se intensificaban. Es así como la víspera de mi llegada, Génova había recibido una lluvia de bombas que habían sembrado destrozos y pánico. El pueblo estaba pesimista y áspero. Las dificultades crecientes, la falta de entusiasmo para la alianza guerrera con los nazis inclinaban a los italianos hacia una moral de vencidos. Por eso, aunque afirmando que los nazis tenían que triunfar finalmente, Mussolini no parecía muy alegre en Bordighera. Estaba cansado, con la cara desencajada y la frente preocupada.
-¿Se mostró sincero con usted?
-¡Claro que sí! Ya le he dicho que era muy humano, espontáneo. Además, creo poder afirmar que tenía mucha amistad conmigo –amistad que fue recíproca hasta el último momento-. Hablamos con entera libertad de los acontecimientos. Apenas intentó persuadirme de entrar en guerra; comprendía que España debía pensar únicamente en curar sus heridas. Le hice una pregunta. Le dije: «Duce: ¿Si usted pudiese salir de la guerra, lo haría?». Se echó a reír alzando los brazos hacia el cielo y exclamó: «¡Claro que sí, hombre, claro que sí!».
-¿No tuvo Hitler la tentación, hacia el año mil novecientos cuarenta y tres, de invadir España para coger al revés Gibraltar y África del Norte?
-Lo proyectó, en efecto, y me lo propuso. Pero ante mi negativa, tuvo que renunciar. Sabía que para invadir un país hay que tener muchos motivos. No podía reprochar nada a los españoles y conocía muy bien, por otra parte, el alma de nuestro pueblo y su Historia.
-Si exceptuamos el error inicial de haber provocado la segunda guerra mundial, ¿cuál fueron, en su opinión, Excelencia, los errores de Hitler en el conflicto?
-Fue, ante todo, el de haber iniciado la guerra con un espíritu de seguridad. Olvidaba que toda guerra es una aventura sin ninguna garantía. Olvidaba la vieja sabiduría que dice, desde siempre, que el hombre propone y Dios dispone. Olvidaba que en cada combate hay que contar con buena parte de azar, de manera que sólo Dios puede saber cómo esto terminará.
Hitler tenía un alma de jugador... Por otra parte, desconocía totalmente la psicología de los pueblos. No entendió nada del alma inglesa, no tenía nunca en cuenta los milagros que provoca la necesidad. No tuvo imaginación suficiente para concebir las posibilidades que se ofrecen a las naciones atacadas para resistir a toda costa en una guerra, por mortífera que sea. Por fin, no creía que el conflicto pudiese extenderse hasta el punto de llegar a ser universal. Si lo hubiera creído, hubiese reflexionado sobre la desproporción de las fuerzas.
No había sopesado el precio de la lucha. No tenía una noción clara de los límites de su nación. No había preparado su guerra completa ni lógicamente. Alemania se había preparado cuidadosamente, pero para una guerra corta. No para un conflicto largo. Hitler no había tenido en cuenta, en realidad, el hecho de que la guerra contra la URSS se haría inevitable en un plazo corto. Tuvo finalmente que luchar en dos frentes, oportunidad para la cual su máquina de guerra no estaba racionalmente preparada. En el Este, los espacios estratégicos son considerables. Los alemanes no se encontraban en condición de maniobrar convenientemente a través de tales extensiones. Se cometieron graves faltas militares. La Wehrmacht tenía un dispositivo de línea y no un dispositivo en profundidad.
-¿Tuvo Hitler confianza hasta el final en la victoria?
-En cierto modo, sí. Siempre creyó en la superioridad de los soldados alemanes, en su propio genio militar, en las armas que sus técnicos forjaban con empeño. Alrededor suyo, los jefes militares tenían plena confianza en las armas atómicas. Tuve la oportunidad de darme cuenta de ello. Los bombardeos anglo-americanos impidieron en el último momento la terminación de las armas atómicas nazis. Hitler ha vivido en la certeza del triunfo.
-¿No pensó usted en ningún momento de la guerra en colocarse al lado del Eje?
-Nunca. No existía entre nuestros países ningún compromiso que pudiese obligar a España a participar en un conflicto armado.
-Sin embargo, fue con su completa aprobación y, más aún, con su apoyo constante que la famosa División Azul se fue a luchar contra los rusos...
-Hay que remontarse a los principios de la guerra civil. Muy pronto ésta dejó de ser un asunto privado de los españoles. Los rojos pidieron la ayuda de los comunistas y de los socialistas de todos los países. Se beneficiaban del apoyo, más o menos confesado, de numerosas potencias. Las Brigadas Internacionales se convirtieron en un conjunto de numerosas unidades, armadas por el extranjero y compuestas exclusivamente por extranjeros. Por nuestra parte, recibimos cantidad de voluntarios que acudieron del mundo entero. Entre los primeros, un batallón de irlandeses católicos. Creamos nuevas unidades de la Legión. Por fin, aceptamos el concurso de tropas de voluntarios italianos y alemanes, y su apoyo contribuyó a poner fin cuanto antes a los sufrimientos españoles.
De este modo, al final de la guerra, España tenía una deuda moral para con dichos voluntarios extranjeros. El Movimiento consideraba que tenía para con ellos, y principalmente para con los italianos y alemanes, una deuda de sangre.
El pueblo español tiene por costumbre pagar siempre esta clase de deudas.
Cuando el Eje entró en guerra contra los Aliados, no se trató para nosotros de pagar nuestra deuda, pues esto nos hubiese obligado a luchar sin motivo alguno contra naciones que nunca se comportaron como enemigas de España y con las que manteníamos relaciones cordiales. Pero cuando Alemania e Italia entraron en guerra con la URSS, el problema cambió radicalmente para nosotros. Los bolcheviques se comportaron siempre como enemigos de nuestro Movimiento. Para muchos españoles, la lucha que llevaba a cabo el Eje contra el comunismo en el Este no tenía nada que ver con la lucha germano-italiana contra los aliados de Occidente. En el Oeste era una guerra discutible. En el Este era una cruzada. Y una cruzada en muchos puntos análoga a la nuestra. Por eso dimos nuestra conformidad al reclutamiento de voluntarios para luchar contra los bolcheviques. De este modo íbamos a poder pagar nuestra deuda de sangre. Estos voluntarios, agrupados en Alemania en una división que se llamó «la División Azul», fueron encuadrados y encaminados hacia el frente ruso bajo bandera y con armamento alemán.
La División Azul pagó con creces la deuda nacionalista para con nuestros amigos del tiempo de la gran prueba.
Luchó heroicamente en los frentes del lago Ilmen, de Novgorod y de Leningrado. Muchos fueron los que en sus filas se cubrieron de gloria. Muchos fueron los muertos y los heridos. Pero pasaba el tiempo, los efectivos de la División disminuían y el conflicto, al prolongarse, aumentaba el peligro para nuestros voluntarios de encontrarse frente a frente con las fuerzas militares de los Aliados, que colaboraban cada día más estrechamente con los rusos. Se trataba, pues, del peligro de tener que luchar no sólo contra los comunistas, objetivo exclusivo de su actuación, sino también contra los angloamericanos. Por eso, en mil novecientos cuarenta y cuatro manifestamos el deseo de retirar la División Azul de los teatros de operaciones. Era una decisión lógica, dada la evolución del conflicto.
-Me parece, Excelencia, que usted conoció muy bien al mariscal Pétain.
-Sí, y nuestros encuentros se escalonan sobre muchos años. El primero tuvo lugar en mil novecientos veinticinco; por entonces colaboramos en Marruecos. Más tarde solía verle con motivo de mis visitas a París.
Nos volvimos a encontrar en Madrid, donde el Gobierno francés le había mandado como embajador a principios de mil novecientos treinta y nueve. Manteníamos relaciones excelentes.
Cuando el mariscal fue llamado para formar parte del Gobierno de Paul Reynaud, en mil novecientos cuarenta, le aconsejé no aceptar.
«Se le impulsará a desempeñar un papel de portaestandarte –le dije–. Usted es el vencedor de Verdún, la máxima gloria viva de Francia. Usted es el símbolo de la Francia victoriosa y poderosa. Usted se va a convertir tal vez en el rehén de la renunciación francesa. Francia parece deslizarse hacia la derrota. Usted va hacia el sacrificio. Usted sufrirá amarguras que no merece en absoluto».
Contestó con una nobleza conmovedora. Estaba lúcido y sereno. «Sé lo que me espera –me dijo–. Pero tengo ochenta y cuatro años. No tengo nada que ofrecer a mi país sino yo mismo. Mi elección está hecha. Puesto que puedo aún ser útil a Francia sacrificándome, voy». Tenía un espíritu total de sacrificio. No se trataba de palabras.
-¿Ustedes se han vuelto a ver aún una vez más desde entonces?
-A mí regreso de Bordighera me detuve en Montpellier, a petición del mariscal. Almorzamos juntos. Estaba encantado de volver a verle. Fue una entrevista muy amistosa, muy útil también, ya que nos dio la oportunidad de dilucidar algunos malentendidos.
-¿Cómo encontró usted al mariscal en Montpellier?
-Igual que siempre, con un aspecto físico inmejorable, el espíritu claro. Siempre lúcido y sereno. Pero le faltaban conocimientos políticos. Y –viviendo en el recuerdo de la gloria francesa– no se daba cuenta de la situación presente en su país. Me hablaba sin cesar del porvenir, del resurgir nacional, hacía proyectos, decía: «Emprenderé esto, aquello...». Yo pensaba en el presente de Francia, en su subordinación trágica, en la división de su metrópoli.
“Acabé por exclamar: «Pero, señor mariscal, es preciso ante todo que se preocupe por los dramas del momento». Se echó a reír y me dio la razón, repitiendo: «¡Es verdad! ¡Es verdad!».
El mariscal Pétain fue un gran soldado y un gran francés.
-La estancia de Pierre Laval en España después de la derrota nazi y su repentina salida para Francia tienen algo misterioso. ¿Fue voluntariamente que Pierre Laval se entregó a las autoridades francesas?
-Cuando supe que Pierre Laval había tomado tierra en Barcelona, no supuse ni un instante que se propusiera permanecer en España como refugiado político. Era un estadista de fuerte experiencia. Tenía, por consiguiente, una clara noción de los problemas con los que tenía que enfrentarse un país como España. Al salir de nuestra guerra civil habíamos sabido permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de mil novecientos treinta y nueve-cuarenta y cinco, y esto, pese a preocupaciones a veces importantes. Una vez consumada la derrota del Eje teníamos, sin embargo, que tener en cuenta la hostilidad sin fundamento que numerosos ultras nos mostraban. Teníamos por entonces enormes dificultades con Francia. No podíamos pensar en aumentarlas sin motivos imperiosos, nacionales. Pues bien, la presencia de Pierre Laval en nuestro territorio aparecía ya como un desafío.
Pierre Laval comprendió muy bien todo esto. Tenía la posibilidad de ir fácilmente hacia otras naciones menos expuestas que nosotros a las dificultades. Unos amigos suyos le propusieron se embarcara para América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval dijo que quería regresar a Francia. A pesar de la insistencia de sus amigos, persistió en su voluntad y se fue libremente hacia su destino.
-¿Pensó usted realmente después de la capitulación del Eje que España corría graves peligros?
-Desde luego. Hemos creído en el peligro y teníamos razón en creer en ello. Pero España estaba preparada para defenderse. Y yo sabía que la voluntad del pueblo español sería unánime. Existía el riesgo de excitaciones y provocaciones, el riesgo de una tentativa de invasión. España entera se hubiese agrupado instantáneamente, como lo iba a hacer a fines del año siguiente, cuando las Naciones Unidas decidieron las sanciones contra nosotros y la marcha de sus embajadores.
-¿Cómo piensa España contribuir a la paz del mundo?
-La verdadera finalidad que hay que alcanzar es la comprensión recíproca de todos los pueblos. De esta comprensión nace la paz.
-¿Ve usted una posibilidad en África del Norte? En caso afirmativo, ¿qué formas concretas, Excelencia, adoptaría dicha colaboración?
-En los tiempos pasados había una contradicción entre los intereses de España y de Francia en África del Norte. La profunda conmoción que está viviendo el Mogreb hace que se junten sus intereses.
No hay equívoco posible. Deseamos los unos como los otros la paz y el orden y el progreso en los países musulmanes. Esta voluntad, que, sin lugar a dudas, nos es común, proviene, en primer lugar, de la afección que tenemos para los norteafricanos, que están tan cerca de nosotros en muchos puntos. Además, es consecuencia de una preocupación legítima: preservar nuestra obra en dichos países, en que hemos puesto tanto empeño, en que hemos realizado tantos esfuerzos, en que nuestros sacrificios, nuestras realizaciones, son perceptibles por todas partes.
Nuestro deber común consiste igualmente en proteger a nuestros compatriotas, que en todo el Mogreb siguen contribuyendo al progreso. Queremos garantizar su seguridad y sus derechos. De este modo serviremos los verdaderos intereses de África del Norte.
-¿No es en el campo de la política internacional donde España y Francia deberían de ahora en adelante llegar a un estrecho entendimiento?
-Habría desde luego, que proceder a intercambios de puntos de vista en todas las cuestiones de interés común. Dos naciones de buena voluntad consiguen siempre ponerse de acuerdo. Los contactos sistemáticos entre los Gobiernos son siempre beneficiosos para los pueblos.
Tomemos el ejemplo de África del Norte, ya que estábamos hablando de ella ahora mismo. España y Francia han seguido durante mucho tiempo ahí caminos no sólo distintos, sino completamente divergentes. A menudo una de las dos naciones tuvo que enfrentarse bruscamente con las consecuencias de las decisiones unilaterales de la otra, y esto, pese a los acuerdos de mil novecientos doce y la Convención de Burgos, firmada entre los señores Jordana y Bérard, el veinticinco de febrero de mil novecientos treinta y nueve. Podría citar, entre otros casos, la destitución del Sultán Mohamed Ben Yusef, con el provisional acceso al Sultanato y al poder religioso de Sidi Muley Ben Arafa. ¿Cuál fue el resultado de esos «actuar por su cuenta»? Desórdenes, anarquía, sangre. Muchas oportunidades desperdiciadas. Ahora bien, si en el porvenir nos entendiésemos de verdad, los resultados podrían ser felices, lo mismo para nosotros como para el Mogreb.
-Podemos esperar que caminamos hacia una verdadera Comunidad Europea. ¿Cuáles serían las relaciones de España con dicho conjunto?
-Veo dos etapas distintas, no sólo en las relaciones de las naciones europeas, sino mundiales. Una de estas etapas acaba de terminar. Hay que considerar, pues, por una parte, el pasado; por otra parte, el presente.
Antes de la última guerra mundial era la era de las rivalidades nacionales. Las divergencias de intereses supeditaban las relaciones entre los países. El ascenso de una nación determinada tenía como corolario ineludible el ocaso de otra. En los campos políticos, económicos y militares era un movimiento constante de balanza. Al poderío debía corresponder la debilidad. A la grandeza, la servidumbre. Cada nación llevaba su juego en la soledad, incluso cuando concertaba alianzas, pues cada país sólo consideraba su propio interés. Y los “grandes” del mundo, cada uno para sí mismo, tenía mucho cuidado en respetar lo que ellos llamaban «el equilibrio de las fuerzas»; dicho equilibrio, dependiendo de su propia fuerza y de la inferioridad del prójimo.
La última conflagración mundial ha modificado profundamente esas nociones. Al egoísmo sagrado de las naciones ha seguido el egoísmo sagrado de los grupos de naciones. A la era de las rivalidades nacionales, la era de las rivalidades entre los grupos de naciones –entre los bloques–.
En cada uno de los bloques, que se vigilan mutuamente, si una única nación se encuentra en peligro, todas las demás lo están también. Todos los miembros del bloque tienen las mismas esperanzas, las mismas inquietudes, los mismos intereses profundos. Cada uno de ellos está igualmente interesado en que todos sus vecinos se encuentren siempre más poderosos, más fuertes.
Yo había presentido este cambio capital. De ello hablé claramente en una carta a sir Winston Churchill en octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro. Es fácil concebir el paso necesario del nacionalismo al supranacionalismo, paso que coincide con un cambio profundo en la mentalidad y en la voluntad de los pueblos. Desde aquel momento se veía claramente que el destino del mundo dependería de la evolución de la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
-¿Cree usted que debemos quedar en la etapa de los bloques?
-Habrá tal vez una tercera etapa, la era de la concordia mundial.
-Ya que me permito invitarle a edificar castillos en el aire... ¿cree Su Excelencia que Francia y España puedan llegar a unirse en una Confederación?
-Desarrollando sistemáticamente nuestras relaciones en el campo económico, pero también cultural, pues es profundizando las relaciones humanas como las naciones progresan hacia la concordia. No petrificarse en rivalidades muertas en política exterior. Buscar lo que nos podría unir y empeñarse sinceramente en desarrollarlo. Cuanta más comprensión haya entre los pueblos español y francés, más llegarán a acercarse nuestros intereses. De la comprensión de los pueblos deriva la concordia de los Estados. Hasta ahora España tuvo que sufrir la incomprensión de gran parte del pueblo francés desde hace bastantes años. El comportamiento de los dirigentes franceses ha sido a menudo muy perjudicial para la concordia entre nuestros dos países.
Habría que volver a salir adelante sobre bases nuevas.
-¿La democracia liberal no es la llave política del mundo de mañana? ¿No pertenecen los dictadores, pese a ciertas apariencias, a una concepción política pasada?
-Con el nombre de «dictaduras», de «régimen de fuerza», ¡se pueden concebir tantas nociones diversas!
Dicho esto, todo lo que se crea debe morir. En los hombres, en la Naturaleza... y en la política.
Lo que usted llama democracia es, si no me equivoco, el sistema liberal basado en el juego de los Parlamentos y de los partidos.
-Sí.
-Pues bien, este sistema político ha dado ya todo que podía de sí. Y, en verdad, este sistema ha acumulado numerosos fracasos cuando se trató por los Gobiernos liberales de resolver los problemas nacionales esenciales. Ante los problemas fundamentales, la unión, la unidad de la nación, son indispensables. Y, sin duda alguna, la multiplicidad de los partidos llega a fomentar los desacuerdos nacionales en todas las grandes cuestiones.
No, la democracia no tiene nada que ver con el régimen de las asambleas parlamentarias y la multiplicidad de los partidos políticos rivales. La democracia consiste en averiguar cuál es la voluntad del pueblo y en servir dicha voluntad.
Pero, objetará usted, puesto que la base de la democracia consiste en el gobierno del pueblo por sí mismo, ¿y si el pueblo eligiese el régimen de los partidos? En verdad que dentro de cada nación incumbe al pueblo elegir su régimen político e incluso su destino. ¡Que se haga la voluntad popular, pero cada uno en su casa!
Hay, sin embargo, una diferencia entre los regímenes. En los regímenes liberales, el interés de los parlamentarios y de los partidos supera al interés público, mientras en los regímenes auténticamente nacionales es el interés público el que predomina.
-¿Se considera usted, Excelencia, como un dictador?
-Para todos los españoles y para mí mismo, calificarme de dictador es una puerilidad. Mis prerrogativas, mis atribuciones propias, son mucho menos importantes que las conferidas por la Constitución de los Estados Unidos a su Presidente.
Considero que el Régimen actual del Estado español es el más adecuado para la defensa del pueblo. La voz popular se deja oír a través de los organismos vivos de la nación: la familia, los municipios, los Sindicatos. Cada elemento útil del país tiene de este modo su intervención en las cuestiones que le conciernen. Por el contrario, en el régimen parlamentario es a menudo la dictadura de la incompetencia.
Todas las decisiones de importancia nacional tienen su origen no en lo alto de la pirámide, sino en su base. Son la consecuencia de los trabajos realizados en las provincias de la nación por los organismos calificados. Cada uno de dichos organismos no deja de estudiar los problemas y de seguir el curso de los acontecimientos que le conciernen. Gracias a estos estudios prepara soluciones, preparación constante, ya que todos los países están en una perpetua evolución.
Ahí colaboran todos los cuerpos constituidos de la nación –Sindicatos, municipalidades, corporaciones universitarias, etcétera–.
Que se trate de reformas judiciales, de problemas de comunicaciones o de inmigración, de modificaciones del Código Civil, todos los problemas se discuten de escalón en escalón por los representantes del pueblo, y de las soluciones así propuestas, de escalón en escalón, no hay más que darles forma cuando llegan ante el Gobierno. Este traza las conclusiones, que se presentarán a los procuradores de las Cortes, donde el pueblo está representado por los delegados de sus distintas corporaciones. El pueblo, de este modo, discute y decide en todas las cosas. La característica del Régimen no es, pues, la omnipotencia del jefe, es la omnipotencia del pueblo, es la democracia.
-Usted afirma que todas las decisiones fundamentales tienen su principio en la base de la pirámide. Sin embargo, tomando un ejemplo, no es el pueblo el que tomó la iniciativa de definir al Estado español como una Monarquía, no es él tampoco el que hizo, en mil novecientos cuarenta y siete, la Ley de Sucesión al Trono de España.
-Ocurre, por cierto, que el Jefe del Estado toma iniciativas de importancia nacional. Pero incluso en estos casos es finalmente el pueblo el que juzga su destino. Usted menciona la definición de España como Reino y la Ley de Sucesión al Trono. Pues bien, ¿qué pasó en verdad en dicha circunstancia? Propuse a las Cortes un proyecto de Ley Fundamental. Las Cortes aprobaron este proyecto. Pero esta votación aprobatoria no me pareció suficiente, pues se trataba de una cuestión esencial para el porvenir de España. Pedí que se consultara al país por medio de un referéndum. Y la nación se pronunció libremente sobre la Ley de Sucesión. Cada vez que hay que formular una elección fundamental, el pueblo es el que se pronuncia por el referéndum. De este modo, el Gobierno resulta como la emanación absoluta de la voluntad nacional.
-Ha afirmado que los hombres políticos anteriores a la victoria nacionalista no le parecían dignos de estima. ¿Habla usted únicamente de los demócratas? Le pregunto esto porque yo soy un demócrata.
-Yo también... No, no hablo sólo de los demócratas. Hablo también de los colectivistas, de los «autoritarios». Todos se prestaban a una farsa. Hacían frases. Dejaban que todas las cosas siguiesen la corriente como buenamente podían. Tenían un pesimismo innato de hombres vencidos. No podían ofrecer al país más que ideas sombrías, veleidades. Estaban dirigidos por los acontecimientos. Desde luego, no, no podían ofrecerme el menor ejemplo.
Las malas instituciones perjudican a los hombres. Vea la experiencia española de la República: desprovista de autoridad y debilitada por los separatismos, se consideraba a sí misma como un régimen liberal, lo que no le impidió gobernar durante cinco años de su existencia con una severa censura de prensa ni suspender la mayor parte del tiempo las garantías constitucionales.
-¿Los veteranos de los ejércitos «republicanos» y los responsables políticos de la España «republicana» tienen ahora los mismos derechos que los nacionalistas?
-Exactamente los mismos. Personalmente, odié siempre la guerra civil. El país entero la ha soportado con odio. No hay nada más terrible en el mundo. Somos ahora un pueblo unido. Hay una sola España. ¡Ninguna discriminación! La victoria ha sido la victoria de todos y la victoria para todos, incluso para los vencidos –me atrevería incluso a decir «sobre todo para los vencidos»–, pues hemos tenido que consentir esfuerzos especiales para darles nuevamente un sitio normal en la nación.
Últimamente aún, un general del Ejército «rojo», el general Rojo, ha regresado a España. Hubiese podido hacerlo mucho antes. Lo hemos dejado completamente en paz: nadie le pide nada. ¡La guerra civil ha terminado! Hay muchos antiguos «republicanos» que ocupan importantes cargos en nuestro país –altos funcionarios, diplomáticos-. Algunos han formado parte del Gobierno. Otros forman parte de él en la actualidad.
-¿Durante la guerra civil tenía usted sentimiento de estima para los soldados «republicanos»?
-Nos parecía terrible la necesidad de luchar entre españoles. Siempre he estimado a todos los militares profesionales y los soldados que luchan.
-¿Después de la victoria nacionalista la represión no fue demasiado sangrienta?
-Desde luego, ha habido condenas y ejecuciones después de la guerra de Liberación. Desde luego, debió de haber algunos actos exagerados... Pero los errores fueron escasos. Y se puede afirmar que después de la victoria de mil novecientos treinta y nueve, sólo los delitos de Derecho Común se castigaron.
Comparemos, por ejemplo, nuestra depuración de entonces con la depuración de mil novecientos cuarenta y cuatro. Su represión ha sido mucho más sangrienta, mucho más violenta que la nuestra. Las cifras de las ejecuciones y de las condenas a penas de cárcel lo demuestran, contrariamente a lo que ocurrió en su país. Nadie ha sido condenado en España «por crímenes políticos». Nadie se ha visto perseguido por causa de sus ideas. Sólo tuvieron que rendir cuenta de sus actos los que habían cometido abusos –saqueos, robos, asesinatos– y los que personalmente habían tenido la responsabilidad de la muerte de inocentes. Hemos tenido que dar ejemplo. El país lo exigía. Pero dichos ejemplos se determinaron con justicia. Personalmente, ¡cuántas veces he conmutado penas, pese a las protestas de algunos exaltados! Se examinaba cuidadosamente cada caso. Basta examinar los expedientes de los juicios de la época para darse cuenta de ello. Últimamente, un grupo de personalidades norteamericanas quiso compulsar nuestros archivos de criminales de guerra. Se interesaban particularmente para la instrucción de los asuntos hecha por las jurisdicciones especiales militares. Estudiaron numerosos expedientes de condenados a muerte. Les pregunté su opinión:
“Pero –me dijeron- estos hombres hubiesen sido fusilados igualmente y sin excepción por los jueces de los Estados Unidos”.
“Contesté: Pues bien, he absuelto a tal y cual de estos culpables”.
Pidieron más expedientes.
“Estos –dijeron– hubiesen sido fusilados también por nosotros”.
“Se trata, sin embargo, de gente que ha sido por fin puesta en libertad”, contesté.
-Sin embargo, hay todavía muchos refugiados políticos.
-Muchos de ellos quieren seguir en posesión de un estatuto de refugiado político porque en el país donde se asilan dicho estatuto les proporciona ventajas. Muchos, al pasar los años, han enraizado en su tierra de exilio y no se les puede pedir que abandonen situaciones, a veces muy interesantes, para regresar a España, donde tendrían que volver a empezar de nuevo. Un pequeño número de ellos, por otra parte, ha cometido durante la guerra civil delitos de Derecho Común. Por fin, numerosos son los que se dirigen a nuestros Consulados para reclamar la autorización de volver a la Patria, temporalmente o de un modo definitivo. En un noventa y nueve coma nueve por ciento de los casos dicha autorización se concede. España está abierta para todos sus súbditos, sin distinción alguna, salvo para los criminales.
-Supongamos que pronto la América Latina, por una parte; Europa, por otra, lleguen a unirse en dos Confederaciones auténticas. ¿Hacia cuál de estas Confederaciones se sentiría España más atraída por el corazón, por su interés?
-No veo ninguna incompatibilidad entre el acercamiento de mi país con las naciones hermanas de la América Ibérica, ni su acercamiento con el Consejo de Europa. Daremos nuestra conformidad completa a todo cuanto pueda acercar a los pueblos, teniendo en cuenta las características singulares de cada uno de ellos.
-¿Considera usted Ceuta y Melilla, así como el territorio de Ifni, como definitivamente españoles?
-Definitivamente. En el caso de nuestras plazas de soberanía de África del Norte no ha habido nunca la menor duda, no habrá nunca la menor duda: una presencia española secular e ininterrumpida hace nuestro derecho incuestionable.
Pero Ifni es igualmente, con toda evidencia, tierra española. Desde la ocupación por los españoles, en el siglo quince, de las islas Canarias, la costa occidental africana, de cabo Guir a cabo Bojador, zona casi desértica, ha sido considerada como zona natural de seguridad. Allí se establecieron numerosas fortalezas y fortificaciones, entre ellas la célebre Santa Cruz de Mar Pequeña, erigida probablemente en el territorio de Ifni.
En mil ochocientos sesenta, durante la negociación de un tratado de paz entre España y Marruecos, se incluyó un artículo, el octavo, en virtud del cual el Sultán de Marruecos se comprometía a conceder a perpetuidad a España un territorio suficiente para permitir la instalación de una factoría pesquera, como la que España había tenido ahí en otros tiempos. Se trataba en realidad de una cesión auténtica de territorio en una región donde España había ejercido históricamente su autoridad, puesto que el texto del artículo evocaba concretamente la antigua Santa Cruz de Mar Pequeña.
El emplazamiento de esta fortaleza española se ha considerado durante mucho tiempo dudosa –y ésta era, sin duda, la idea de los negociadores marroquíes del tratado– identificando a Santa Cruz de Mar Pequeña con Agadir, ciudad entonces de poca importancia, que se desarrolló considerablemente más tarde. Esto explica los esfuerzos marroquíes para eludir el cumplimiento de esta cláusula: se trataba de evitar que la cesión de aquel territorio pudiese perjudicar económicamente a Mogador, la ciudad preferida de los Sultanes y el principal centro comercial en aquella época de la zona.
La diplomacia marroquí, entre otras medidas de aplazamiento, propuso en varias ocasiones otros territorios para compensar el previsto por el tratado de mil ochocientos sesenta. En mil ochocientos ochenta y tres, Marruecos identificó Ifni como territorio cedido a España en virtud del tratado de mil ochocientos sesenta.
Los límites actuales del territorio de Ifni se encuentran precisados por el tratado de veintisiete de noviembre de mil novecientos doce, que creó el Protectorado de España en Marruecos. Dicho tratado, pese a lo que pueda afirmar el Gobierno de Rabat, obliga plenamente al citado Gobierno. No hay que olvidar, en efecto, que el señor Balafrej puso su firma en la convención diplomática francomarroquí de mil novecientos cincuenta y seis en nombre de Su Majestad el Rey Mohamed V, y que en ella se dice que el Gobierno acepta como valederos todos los tratados que Francia firmó en su nombre. El tratado del Protectorado español, posterior en nueve meses al que establecía el Protectorado francés en Marruecos, y negociado por Francia en nombre del Sultán, se encuentra claramente comprendido entre los instrumentos diplomáticos que Marruecos ha aceptado siempre después de su independencia.
-¿Cree usted que Gibraltar debe volver a España?
-Plenamente.
-¿Sus distracciones favoritas?
-He practicado todos los deportes en general. Consagro actualmente a la pesca y a la caza todos los días de descanso que me permiten mis actividades. Como violín de Ingres, he elegido la pintura, que me descansa y me distrae, pero sin pretensiones «artísticas».
-La prensa europea y anglosajona habla a menudo de sus preocupaciones de salud. En estos últimos días se decía que usted debía salir para Suiza, con el fin de someterse allí a una grave operación.
-¡Que sigan esos rumores! ¡Esto me trae suerte!
-Excelencia: En mil novecientos treinta y ocho, intenté alistarme en las tropas republicanas. Me lo impidió en el último instante mi edad, diecisiete años. Desde entonces, mis sentimientos no han variado. Si la Historia pudiese volver a empezar, sería aún en las filas de los republicanos españoles donde intentaría con toda mi alma luchar. Dicho esto, en el transcurso de esta entrevista, he comprendido que usted es un hombre digno de estima. Es para mí un deber decírselo, en un sentimiento de honor.
-Me gusta su sinceridad. He tenido un placer extremo al encontrarle.
Serge Groussard