Mañana sábado hará veinticinco años que un toro de Sayalero y Bandrés de nombre «Avispado» le arrancó trágicamente la vida a un torero poderoso y de raza que ocupa ya un lugar de honor en el escalafón de la historia de nuestra fiesta. Recuerdo, de pequeño, aquellos carteles tan repetidos de Paquirri, Manzanares y Capea en la feria de Málaga y la imagen que tengo de Francisco Rivera es la de la fortaleza, el dominio y la honestidad. Recuerdo la consternación que me causó su muerte, no sólo por sus caracteres de tragedia, sino por el dolor que adiviné en mi padre y en mi hermano José Antonio, que tantas tardes le había acompañado por las plazas de toda España y sentía por él una sincera amistad.
Hoy, cuando su vida y su muerte se recuerda por los cuervos rebuscando en el morbo de su intimidad, yo quiero rendirle mi modesto tributo reproduciendo a continuación el artículo que mi padre, José Utrera Molina escribió una tarde de julio de 1978 bajo la emoción de un gesto noble, valiente de todo un torero y un caballero español. LFU
«Brindar por España»Creo, y lo proclamo con el dolor que siento, que no puede existir una amargura más lacerante ni una angustia más profunda que la de contemplar, cercana e irreparable, la pérdida de la sagrada unidad de España, la ruptura de su ser nacional, la vergonzosa aniquilación de su integridad, la mutilación próxima de su cuerpo físico y hasta, incluso, el secuestro de su alma metafísica.
Pues bien, el espectáculo bochornoso de esta entrega increíble, la sonoridad culpable de tantos silencios, la falta significativa de palabras de compromiso, tuvo el jueves una notable excepción. Una excepción que, lejos de ser una anécdota, adquiere valor de verdadera y esencial categoría.
Desde la plaza de toros de Barcelona, un torero español, Francisco Rivera «Paquirri», tuvo el coraje, el valor y la gallardía de brindar, ante los micrófonos de radiotelevisión española, y, por lo tanto, ante millones de espectadores, por la unidad de la Patria, por la paz de España y afirmar, a continuación, que él ofrecería a gusto, si fuese necesario, la vida por ella.
Resulta estremecedor este bello gesto, limpio y antirretórico, del diestro de Barbate y contrastan sus palabras, pronunciadas con firmeza, con lentitud y sin cautela, sin timidez, pero también sin orgullo y, sobre todo, sin asomo de flamenquismo, con la jerga desvergonzada, con los términos ambivalentes, con las expresiones equívocas que hoy se alzan en la vida de Espoaña con la amenaza de liquidar para siempre cualquier asomo de dignidad y de hombría. No sé si «Paquirri» habrá dado en la arena una lección de arte taurino. Tal vez sus verónicas no tuvieron el temple de otras veces y sus manos no estuvieron bajas y seguras del todo, posiblemente ese natural de frente, abierto al compás, no haya estado engarzado esta vez con un pase de pecho largo, profundo y definitivo, quizás no cuadrara del todo, ante la arisca y descompuesta cabeza del toro, a la hora de clavar sus reiletes, pero lo que nadie puede negar es que, desde el centro del ruedo de España, un torero andaluz, que no es de derechas ni de izquierdas, sino, simplemente, español, escribió una lección de valor y de patriotismo espléndida y bella, una lección de dignidad, que contrasta con tantos envilecimientos, una lección de valor a los que tienen ya, incluso, miedo a la esperanza.
Decía Ortega y Gasset que sólo dos cosas pueden realizarse con garbo: la historia y el toreo. La historia hoy se hace sin gloria, con mediocridad y con miedo y, tal vez, un torero, en Barcelona, haya hecho, con garbo, la historia que otros están manchando sin compostura y sin honor.
JOSÉ UTRERA MOLINA
(«El Alcázar», 22 de julio de 1978).