¿A quien no le preocupa la clase de dibujos animados y películas que ven nuestros hijos? Sin darnos cuenta, las películas, los juguetes y las modas obligan cada vez más a nuestros hijos e hijas a jugar a ser mayores sin quemar antes la etapas fundamentales de la infancia. Los peligros que se esconden tras la cercenación de la infancia son muchos, pero pocos son conscientes de su trascendencia en la formación de la personalidad de nuestros hijos.
Por eso, y por su indudable interés y acierto, sobre todo para quienes tenemos mayor facilidad para engendrar niñas, reproduzco a continuación, el magnífico artículo de Carmen Posadas que está colgado en su web, :
Mamá, quiero ser sexy.
Los médicos han dado la voz de alarma pero de momento nadie les hace demasiado caso: la infancia de nuestros hijos es, a los efectos, tres o cuatro años más corta de lo que fue la nuestra. El fenómeno no por curioso deja de ser inquietante. Las niñas, por ejemplo, ya no quieren jugar con plastilina o montar en bici, lo que quieren es bailar como Shakira, vestirse como Paulina Rubio y tener el pelo de Beyoncé. Lo malo es que también pretenden hacerse piercings, usar minifalda y tener “novio”. Pero el fenómeno va aún más allá.Hace unos meses muchos pusieron un grito en el cielo por un anuncio de Armani en el que aparecían dos niñas asiáticas de seis o siete años maquilladas y vestidas de tal guisa que parecían un reclamo procaz que incitaba al turismo sexual. El anuncio fue retirado y la firma se disculpó pero a nadie se le escapa que la publicidad lo que hace es mirarse en el espejo de la sociedad y utilizar rasgos que ya existen en ella. Dicen los especialistas que la alimentación actual y la obesidad infantil adelantan la pubertad de modo que hoy las niñas y los niños se desarrollan antes; pero no solo se trata de eso.
En la oscarizada película Little Miss Sunshine puede verse cómo una familia de clase media hace todo tipo de locuras para que su niña de seis años llegue a tiempo de tomar parte en un concurso de belleza infantil en el que las participantes (maquilladas, peinadas y siliconadas) resultan ser la versión bonsái de Britney Spears o la tonta de Paris Hilton. El fenómeno no se limita a las niñas, los chicos también reclaman su acceso precoz a la feria de vanidades: uno pide que le hagan mechas rubias en el pelo, otro quiere un pendiente en la oreja y todos reclaman un piercing o un tatuaje. Según los expertos, el problema no es únicamente que con esta tendencia se les esté robando a unas y otros una etapa tan fundamental en la vida de todo ser humano como la niñez. El mayor problema reside en que la evidente erotización de la infancia eleva los riesgos de sufrir alteraciones de conducta, enamoramientos frustrados y por supuesto trastornos alimentarios tan temidos como la anorexia. Los medios de comunicación, la publicidad y los modelos a imitar (cantantes infantiles y demás monstruitos) potencian dicho fenómeno desde una edad tan temprana que los chicos no están formados para asumirla. En otras palabras, la sexualidad precoz acaba por eclipsar diversos aspectos importantes de la personalidad y se convierte en el único baremo válido para juzgar a alguien. Cada época tiene sus excesos y sus absurdos.
Cuando yo era niña, las chicas usábamos vestiditos de nido de abeja y los chicos pantalón corto hasta que las hormonas hacían de las suyas y a nosotras nos apuntaba el pecho y a ellos les crecían pelos en las piernas. Tal vez entonces, años recatados aquellos, se alargaba tontamente la infancia pero lo cierto es que tenía su encanto. Aún recuerdo mi primer lápiz de labios comprado a escondidas (trece años) y mis primeros zapatos de tacón (cerca de los catorce). Era yo por tanto una anciana comparada con estas lolitas actuales que andan ya pidiendo guerra a los ocho y que, probablemente, ni siquiera recuerdan cómo comenzaron en tales lides. Los distintos ritos iniciáticos –desde el bar-mitzva de los judíos a los tatuajes de los adolescentes maoríes, por ejemplo–, servían antaño para marcar la frontera entre la edad infantil y la adulta a los doce o trece años. Naturalmente no voy a ser tan retrógrada (ni tan ilusa) de pedir que volvamos a ellos, tampoco de que regrese la deliciosa posibilidad que tuvimos nosotros de ver cómo nuestra infancia se disolvía poco a poco hasta convertirse en adolescencia. Lo único que pretendo al señalar el fenómeno es alertar a ciertos padres que parecen encantados de que sus niños y niñas sean tan precoces. Pienso que sería mejor que los ayudasen a vivir y a disfrutar de su infancia un poco más y que les explicasen que ya tendrán tiempo harto suficiente de ser sexys, de enamorase y por supuesto de llorar y sufrir por amor. Ayudarles, en definitiva, a que nadie ni nada les robe la infancia porque es, todos los viejos lo sabemos, posiblemente la etapa más feliz de la vida. CARMEN POSADAS