Es difícil ver los noticiarios de televisión o abrir
un periódico sin que nos asalte la noticia de algún hecho violento. Ya sea la
cotidiana violencia llamada de género, el ataque terrorista en cualquier lugar
del mundo, el enfrentamiento étnico, territorial o de poder enmascarado de
confrontación religiosa o el secular odio tribal. La muerte que no cesa recorre
el mapa del mundo, sin fronteras. Las últimas sacudidas, Nueva Zelanda y Sri
Lanka. Más de 50 muertos en la primera y entre 300 o 400 víctimas, según
algunas fuentes en la segunda. Casi en los mismos días, EE. UU. llora en el
aniversario del ataque al Instituto de Columbine.
El Viernes Santo, quizá para mostrar su rechazo al
acuerdo de paz de ese mismo día (1998), disidentes del IRA dieron muerte a una
periodista. Domingo de Resurrección, en Veracruz, de nuevo la muerte -ese
fantasma tan amado y tan temido de los mexicanos- ataca de nuevo. Duelo y
gloria en toda la Cristiandad por la muerte y resurrección de Cristo. Es fácil
preguntarse a qué viene esta violencia que nada soluciona; estas muertes sin sentido.
¿Sin sentido? No. No sin sentido.
La respuesta, absurda, ininteligible, sólo puede
encontrarse en el hombre mismo. Homo
hominis lupus… Inaugura la Historia con un crimen y así sigue. Mito o realidad, Caín y Abel,
simbolizan para siempre la primera guerra entre hermanos. La trágica conclusión
del relato es que el inocente muere y el culpable sobrevive. Según toda lógica
humana, esto debiera conducirnos al más radical pesimismo antropológico...
Tremenda paradoja. “¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de Él?” (Salmos, 8:4). Queja o lamento, la cuestión recorre los textos
bíblicos. Podemos preguntarnos, todavía hoy, qué es el hombre, ese ser
misterioso, única criatura que dispone
de la facultad de elegir su destino. Y decidir sobre el de sus iguales. El hombre, capaz de lo mejor y de lo peor. Capaz de
entregar su vida para salvar la de otros o someterlos a muerte o esclavitud.
Cuesta comprender que San Francisco y Stalin
pertenezcan a la misma especie. Parece claro que si la libertad y la mente
humana vienen dadas de origen con su equipamiento genético, la primera es un
privilegio (“la verdad os hará libres”), y la segunda nos induce al error.
Los campos de la muerte nazis y comunistas sembraron
el horror y el exterminio en toda Europa. Cierto. ¿Qué llevó al padre
Maximiliano Kolbe a ofrecer su vida a cambio de salvar la de un anónimo padre
de familia entre el millón de muertos de Auschwitz? Esto también tiene sentido.
No hace mucho, España entera se movilizó por la
tragedia de Totalán. Más de 300 personas, (mineros asturianos, expertos de
todas partes, gentes de los alrededores),
se concentraron para salvar a Julen. Esfuerzos y oraciones de nada
sirvieron: Julen murió. Sí. Pero algo grande y hermoso nació. Nada de todo
aquello fue una “pasión inútil”.
¿Se puede, -demandaba Adorno- escribir poesía después
del Holocausto? Alguien se preguntará también dónde estaba Dios en esos
momentos. La respuesta la dio el Papa Ratzinger cuándo visitó (2006) Auschwitz:
AQUÍ. Aquí, con las víctimas. Cuesta
comprenderlo. Es necesario todo el talento y la fe de Chesterton para entender
las relampagueantes paradojas del cristianismo. Ninguna como esta
contraposición del bien y el mal en esta criatura creada según la fe, a imagen y semejanza de
su creador.
Hoy sabemos también, por testimonio de los propios
combatientes enfrentados, que nada como la guerra para sacar a la superficie lo
mejor y lo peor del hombre.
Mientras los campos de destierro, tortura y exterminio
se extendían por Europa, la URSS, Filipinas y el sureste asiático, en las
trincheras de todas las fuerzas enfrentadas, el heroísmo (y la cobardía), el
sacrificio ( y el egoísmo), la
compasión ( y la crueldad), la lealtad (y la vileza), ponían a prueba
esa inextinguible condición humana frente al dolor y la muerte: una vez más,
hay que elegir entre el bien y el mal. La vida, o la muerte.
El Mediterráneo, cuna de la civilización
occidental, es hoy una inmensa sepultura de sueños. Miles de personas huyen de
la tragedia buscando una vida mejor y solo encuentran en él la muerte. Miembros
de ONG’s y servidores públicos,
arriesgan su vida para rescatar a las
víctimas de esta sangría ininterrumpida… En Madrid y otras grandes ciudades,
asociaciones civiles o religiosas -nutridas en su mayor parte por jóvenes, hay
que proclamarlo- reparten cada noche sonrisas, abrigo y bebidas calientes, a los “sin techo”, los marginados de la
“sociedad opulenta”. Los imprevistos proletarios del siglo XXI...
En cada
tragedia la angustia oprime nuestros corazones y naufragamos en el abismo insondable de la conciencia. Humanamente,
no hay respuestas. Solo para los afortunados que poseemos Fe, tiene esto algún sentido. San
Agustín gastó casi la mitad de su vida buscando en el maniqueísmo la respuesta
equivocada. El mal no es la contrafigura de Dios, el otro principio creador del
mal. Sólo después reconocería en sus Confesiones : “Tarde te he hallado. Hermosura
nueva y antigua”… Y es que la esperanza es de las tres grandes virtudes, la más
pequeña, la más humilde. También el más firme asidero del hombre. La Fe la Caridad “se nos dan por los siglos de
los siglos”, dice Péguy (1873-1914),
“pero la esperanza se levanta cada mañana”. Amén.
Madrid.
Abril, 2019