Con este artículo no pretendo escribir nada nuevo
sino simplemente transmitir lo que mi padre, Federico Silva Muñoz, escribió con una “clarividencia espeluznante”
en el año 1980, poco después de ser aprobada la Constitución del 78 a la que el siendo diputado en el Congreso otorgó su voto negativo precisamente debido al tema de las autonomías.
De su libro “La transición inacabada” he extractado párrafos
para comprimir su contenido, aun así
como veréis el resumen es largo pero dada la importancia de cada uno de
sus pensamientos y predicciones en un tema tan de actualidad como son las
autonomías, no he podido hacerlo más breve. Espero que esto nos ayude a
todos a reflexionar y quizás a vislumbrar algunas posibilidades de reforma.
¡Que Dios nos dé políticos clarividentes, honrados y con amor a la Patria!
Beatriz Silva
Extractos de “La
transición inacabada”:
La democracia se fundamenta en el imperio de la norma, y ésta es la que regula la convivencia.
Naturalmente, la norma encargada de regular fundamentalmente la convivencia
ciudadana es la Constitución. La Constitución es un término cargado de
resonancia histórica que a lo largo del siglo XIX y en parte del XX levanta en
España, esperanzas e ilusiones, o críticas acerbas y situaciones dramáticas.
Casi
cincuenta años después de la última, España ha vuelto a ensayar Constitución
(la del 78). Una Constitución de elaboración asamblearia y de aprobación por
consenso. Ambos factores exigen reflexión: el anteproyecto que sirvió de base
para la elaboración del texto que hoy nos rige no fue el fruto de un equipo de
estudiosos, de un grupo de especialistas o de una voluntad monolítica y
mayoritaria. Desde el primer momento se busco que sus primeras letras fueran
obra de los representantes de los partidos con presencia parlamentaria nacida
de las elecciones del 15 de junio de 1977. Esto no excluye ciertamente que los
redactores fueran expertos en Derecho Constitucional, pero quiero subrayar que
sobre los conocimientos técnicos prevaleció
la representación política. Los ponentes que han redactado la Constitución,
sobre todo y ante todo han sido portavoces de los partidos. Así se elaboró un
texto constitucional que no fue fruto de una voluntad mayoritaria, sino del acuerdo consensual de los partidos.
Este
planteamiento conlleva gravísimas secuelas. En primer término, porque en el
orden constitucional, las unanimidades son ficticias y en materia tan extensa,
opinable y trascendental, la unanimidad es una unanimidad ficticia donde quedan
al margen del consenso millones de españoles y decenas de partidos, grupos y
sectores. En este orden de ideas, la política de consenso es una trampa. El
consenso no justifica determinado tipo de cesiones que están más allá del
comercio de los hombres y de los tratos de la política y que hasta la propia
Constitución en su día puede condenar.
La
Constitución ha nacido, pues, bajo el signo del consenso, pero la política del
consenso apunta tener posconstitucionalmente otro nombre, el de política de cesión, y esto es lo
verdaderamente inadmisible. Creo que el pacto y la transacción difícilmente
pueden apartarse de la tarea política, pero el dar todo o mucho por nada o casi
nada es difícil de comprender. En la dialéctica del poder ejercida o asumida
por los partidos tiene que haber un equilibrio de las prestaciones; si se
rompe, hay dictadura o hay revolución.
Por
encima o por debajo del consenso, crecen en el horizonte político español dos
hechos gravísimos, me refiero a las
autonomías y a la crisis económica.
He
defendido en todas mis exposiciones públicas la regionalización y la
descentralización, fiel al principio de que aquello que puede hacer un ente
inferior no le corresponde hacerlo al ente superior; fiel al principio de la
aproximación de la Administración a los administrados; fiel al principio sobre
todo y ante todo del mantenimiento de la unidad de España. Otros hablaron de
autonomías, término ambiguo, porque lo único que puede decirse de él con
claridad es que su definición se contrapone a la de heteronomía: La autonomía
supone la facultad de darse normas a sí mismos los entes autónomos; la
heteronomía supone la posibilidad de aceptar normas dictadas por otros.
Hay por tanto en el seno del término
autonomía el riesgo de caminar por una vía rápida o lenta de separatismo o de
independencia total; no ocultada por
sectores extremistas de algunas regiones españolas y mantenidos con violencia y
fanatismo en otros límites, pero enormemente significativos y preocupantes de
la actual vida española.
Se
ha inscrito en la Constitución el término
nacionalidades. Esta palabra entraña aun más riesgos, por cuanto trata de
sustituir la única nacionalidad, la española; o al menos compartirla con la
propia de determinadas regiones donde se dice que además de regiones que
esperan ser territorios autónomos o empezaron a serlo por reconocimiento
expreso del Estado, hay además una nacionalidad derivada de sus propias
peculiaridades.
Un
recto entendimiento de las autonomías exige algunas precisiones. El autonomismo
no habla una palabra sobre el problema de soberanía, lo da por supuesto, y
reclama para esos poderes secundarios la mayor descentralización posible de
funciones políticas y administrativas.
Un
Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y
camina hacia su dispersión. Los problemas de soberanía pertenecen a una
dimensión histórica radicalmente más profunda que todas nuestras restantes
discrepancias, que todos los cambios de forma política y que se refiere a aquel
subsuelo de la vida de un pueblo del cual depende todo lo demás.
Por eso defiendo con plena convicción
la unidad de España, por encima de todo, sin anfibologías, sin habilidades de
menor cuantía, sin apaciguamientos inútiles. España es una nación que ninguna
generación tiene derecho a enajenar o a disolver. España, como unidad, esta
fuera del comercio de los hombres.
La
Constitución resulta contradictoria al afirmar por una parte “…la indisoluble
unidad de la nación española”, y, por otra, reconocer “el derecho a la autonomía
de las nacionalidades…”. Es de sobra sabido que nación y nacionalidad se
implican y complican. No puede existir al mismo tiempo una ‘indisoluble unidad
de la nación española” y otras nacionalidades –en el mismo territorio-, porque
estas apuntan a que “sus” naciones tengan “sus” respectivos Estados. La
Constitución, tal como está redactada en este tema, incurre en una grave
incoherencia.
Pero
aunque todos tengamos motivo para la protesta, nadie la tiene para el engaño.
Si se acepta que determinadas partes de España son naciones, lo lógico es que
recaben la forma jurídica de Estado; y más tarde o más temprano un régimen de
autodeterminación y autogobierno, una negación a nivel soberano con el Estado
español; tal vez una independencia más adelante.
El
líder catalanista Jordi Pujol ha declarado que “la reivindicación catalana es
una reivindicación de soberanía” y por su parte, hombre tan moderado como el
señor Roca Junyent ha afirmado que “a Cataluña, España le ha usurpado su
infraestructura industrial, las obras públicas y la cultura”. Ante tamaña
afirmación, no se levanta nuestra ira porque no la tenemos, ni nuestro
desprecio, porque somos incapaces de despreciar a un ser humano, pero en
servicio a la verdad yo haría volver la cabeza a esos catalanes engañados hacia
sus fábricas, que han sido pioneras del desarrollo industrial en España y la
han convertido, quizá, en la región más opulenta de la Península. Les haría
volver sus caras hacia las autopistas que el llamado “centralismo” ha
construido allí, que en tierra catalana son centenares de kilómetros, y que ha
convertido sus comunicaciones viarias quizá en las mejores de Europa.
Está
claro lo que se persigue por determinados sectores de Cataluña: volver al
ensayo general de hace un siglo, que sembró el caos y la ruina de todos los
españoles sin distinción de regiones ni de colores. Eso es lo que encierra el
“truco de las nacionalidades”.
Las
cosas están claras, pues, se pretende crear un número de ocho a quizá quince
entidades autónomas… Pronto en la Península habrá múltiples nacionalidades, Entonces “por consenso” se construirá un
Estado federal, quizá hasta con dificultades, porque algunas de esas
nacionalidades intentaran pactar con otros Gobiernos u organismos
supranacionales europeos para afianzar su independencia. Este es el camino por
el que estamos discurriendo. Una vez más reclamamos el derecho a que se nos
reconozca haber permanecido al margen u opuestos a este suicidio colectivo de
la nación española.
En este tema de las autonomías, aun conviene plantear algunos
problemas. Se dice que van a existir del orden de trescientos cincuenta
ministros regionales, y que la cohorte de funcionarios autonómicos andará alrededor de los veinte mil. Y me pregunto: ¿quién va a pagar todo eso? ¿Se ha hecho la reforma fiscal para que nuestros pensionistas
perciban mas, para que los funcionarios del Estado, militares y civiles, estén
mejor retribuidos, para que los servicios públicos funcionen más eficazmente, para que prosiga el trabajo y modernización de
nuestras infraestructuras para que se multipliquen los puestos de trabajo? ¿O para que bajo la espadaña de cada
campanario se sitúe un opulento funcionario autonómico con sus estados mayores
y menores? Esto es grave y el pueblo
español tiene derecho a exigir que sus impuestos no se despilfarren o se
inutilicen.
Aquí aparece la
verdadera faz del principio de las nacionalidades: ser el soporte de su
consiguiente inmediato, un Estado propio e independiente que nace; y además,
que nace contra algo; contra ese algo que hasta ese momento le ha impedido,
real o supuestamente, realizarse. Poned la letra a esa música en nuestro futuro
más inmediato que mediato, y estaréis avizorando el devenir histórico de
España.
Desde que la Revolución francesa consagró el principio de la soberanía nacional, toda colectividad que ha adquirido la
conciencia de nación ha aspirado a la autarquía política. Y esa conciencia
puede surgir de modo espontáneo, pero lo que es más frecuente es que sea
inducida por una minoría capaz de crear una opinión o, por mejor decir, una
conciencia de nacionalidad.
Quiero creer que en el ánimo de la mayoría de los diputados
españoles no existe propósito alguno de aceptar el secesionismo y, por
consiguiente, el fraccionamiento de la unidad nacional; pero no podemos ignorar
que hay quienes pretenden eso de un modo inequívoco.
En cuanto al pretendido derecho a la autodeterminación, las
regiones tienen derecho, dentro del Estado, a que se reconozca su personalidad
y se respeten, sin discriminaciones, sus peculiaridades. También lo tienen a la autogestión en el ámbito que les es propio.
Pero ¿acaso deben gozar, como culminación,
del derecho a la secesión mediante el ejercicio del derecho a la
autodeterminación?
Frente
al concepto de la autonomía como plataforma del separatismo, hay que levantar
el de la regionalidad y la
descentralización. El regionalismo no es una aspiración romántica; es una
expresión de aquella variedad nativa que exige la personalidad afirmada en la
historia con caracteres indestructibles, pero que sostiene al mismo tiempo la
unidad nacional y no simplemente la unidad política, la del Estado. La nación
española es la resultante de una sucesión de acontecimientos que agrupan y
entrelazan a las regiones peninsulares, formando un todo armónico con un único
destino que cumplir: unidad superior de vida común con hermanación de todas
ellas. De ahí que si las regiones existen históricamente, también haya de
concedérseles la categoría de personalidad jurídica. Las regiones, por tener el
derecho a manifestar su vida y carácter propio, poseen la prerrogativa de
conservar y perfeccionar, conforme a su especial modo de ser, la legislación
civil y administrarse y regirse interiormente en todo lo que les ataña.
Espana,
como unidad de vida común, es el resultado de una variedad que era anterior y a
la que sirvió de corononamiento; llevaba la unidad de creencias en el fondo y
por obra de la geografía, de la larga convivencia y de las influencias
análogas, llego a congregarse en una unidad histórica superior, que no puede
servir de obstáculo para la plena autarquía y la libertad misma a que tienen
derecho sus regiones. Repito: sus regiones, no las “nacionalidades”
inexistentes.
España
está huérfana de una empresa histórica para este momento. A nuestro pueblo se
le despachó en la pasada década la filosofía del desarrollo, pero no se le
explicó que la elevación del nivel de vida era un medio y no un fin; que a la
hora de la verdad, el bienestar alcanzado se degradaría si no éramos capaces de
conservar y desarrollar los valores en que se fundaba y entre ellos, muy
destacadamente, la convivencia, la unidad nacional y el patriotismo que nos
hermana, porque los problemas de Vascongadas están profundamente
interconectados con los de Zamora o Salamanca, de donde nace la energía que
mueve sus fábricas y alimenta sus puestos de trabajo; o que el nivel de vida de
la región catalana tenía mucho que ver con la capacidad de consumo del resto de
los españoles; o con las aguas montañesas, riojanas o aragonesas, del Ebro; que
no se puede hacer caso omiso de la geografía y de la historia.
Por
otra parte, cuando terminó aquella década se empezó a inculcar en las mentes de
los nuevos españoles que la democracia supondría el nacimiento de una nueva
España y que se resolverían con ella todos los problemas que el franquismo era
incapaz de solucionar; resultando ahora que la democracia no es esa panacea, lo
que produce desencantos por doquier, siendo uno de los más graves la pérdida de
fe en el sistema, sencillamente porque se hizo creer al pueblo español que la
democracia tenía virtudes taumatúrgicas, alentando una vez más esa milagrería
secularmente innata en nuestro pueblo y esa fe en lo nuevo y desconocido,
simplemente por ser desconocido y nuevo.