"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

23 de marzo de 2018

Utrera Molina: La dignidad de un malagueño



“Ser malagueño significa caminar por la vida con el desventajoso equipaje de la sinceridad; y la sinceridad no es otra cosa para nosotros que una servidumbre de honor que se alienta en el aire, en el sol y la luz de nuestro paisaje; ser malagueño es hacerle frente a la vida de una manera metafísica y desenfadada, al propio tiempo; ser malagueño es sentir la alegría como reflexión y la gravedad como signo de una jerarquía civilizada; ser malagueño significa sentir la dignidad del dolor y no estar dispuesto sin embargo a venderle las lágrimas a nadie; ser malagueño significa darle un quiebro a la pena y traer sin embargo y de la mano al corazón, una sonrisa”

Estas palabras fueron pronunciadas por mi padre, José Utrera Molina en el Teatro Cervantes el 6 de septiembre de 1975 con motivo de su nombramiento como hijo predilecto de Málaga y de su provincia, delante de su entonces Alcalde, el inolvidable Cayetano Utrera Ravassa, y del entonces Presidente de la Diputación Provincial, Francisco de la Torre, hoy primer edil de la ciudad.

Muy lejos estaba entonces de suponer que cuarenta y tres años después de aquella tarde, el Pleno del Ayuntamiento de la ciudad que le vio nacer, votase, sin un sólo voto en contra, iniciar los trámites oportunos para retirarle todas las distinciones concedidas aquél día tras aprobar una moción en la que, entre otras falsedades, insidias y calumnias se afirmaba lo siguiente: “Está claro, por su papel destacado en el régimen y su participación directa en actos de represión, que mantener los honores y distinciones a José Utrera Molina es un incumplimiento flagrante del Artículo 15 de la Ley de Memoria Histórica”.

Lo de menos es que el autor de dicha moción sea un junta-letras además de un ignorante enciclopédico. Está en el ADN del grupo que lo presentaba la utilización de la injuria y de la mentira como arma política, propia de un partido de ideología totalitaria. Lo grave, lo verdaderamente doloroso es que no hubiera entre todos los ediles malagueños, ni un solo gesto de dignidad para denunciar tamaña injusticia y clamar contra semejante falsedad.

Habría preferido darle un quiebro a la pena y guardar silencio ante tanta mezquindad, pero creo que haría un flaco favor a los malagueños y faltaría a mi deber cristiano de honrar al hombre que me dio la vida y me enseñó un sentido del honor.    

Mi padre no fue jamás un represor, si no lo fue de la miseria que acuciaba cada día a los que habitaban en inmundas chabolas en Huelin o en la Playa de San Andrés. A José Utrera Molina no le concedieron esos honores, Alcalde De la Torre, “por su cariño a Málaga”, sino por porque sacrificó siempre su bienestar y comodidad personal, le quitó horas al día y la noche y a su familia para mejorar la vida de los malagueños. Para él, la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien y jamás miró el color de los que llamaban a su puerta. De sobra lo saben muchos de los que tanto le deben.

Los que como buitres carroñeros han querido escupir sobre su tumba sin conocerle, no merecían que su odio contase con la complicidad de la ingratitud de quienes saben de sobra lo que Málaga le debe a José Utrera Molina. El Alcalde De la Torre, que tuvo el gesto noble de acompañarnos en su último adiós, sabe bien de lo que hablo. La vida se encarga de ponernos frente a encrucijadas en las que poder demostrar nuestra categoría moral y el Pleno del pasado 25 de enero le dio la ocasión de poder  caminar el resto de su vida con el desventajoso pero digno equipaje de la sinceridad. 

Decía Albert Camús que la libertad consiste, en primer lugar, en no mentir y yo añado que también en no compadrear ni vivir esclavo de la mentira. Porque la mentira es el germen del odio y el fruto de la maldad. Allí donde prolifere la mentira, se anuncia la tiranía. Y a la tiranía se le hace frente con dignidad y gallardía y no lavándose las manos desde el Pretorio mientras crucifican a quien tanto bien hizo en vida, por mucho interés electoral que esté en juego.

Termino con las palabras que cerraron aquella tarde emocionante en el Teatro Cervantes: “sigo creyendo que no hay noche tan larga que no vea después su aurora, y yo estoy completamente seguro de que esa aurora ha de venir; permitidme queridos amigos, que levante en vilo mi corazón agradecido y que ponga sobre el alba azul de la nueva mañana, como cristiano viejo, con amor y con fe, la señal de la cruz en mi esperanza.”

Él ya descansa en paz esperando la resurrección, pero yo no descansaré jamás hasta que vuelva a reír la primavera y se haga por fin justicia con el nombre y la memoria del mejor malagueño que jamás he conocido.

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

17 de marzo de 2018

Mentira y la intoxicación como arma política: La ultraizquierda y el caso "Puig Antich"

El subinspector Francisco Anguas

El 25 de septiembre de 1973 fue asesinado el Subinspector de la Policía Armada D. Francisco Anguas, de 24 años. El autor de los dos disparos que terminaron con la vida de Anguas fue Salvador Puig Antich, un miembro activo del Movimiento Ibérico de Liberación-Grupos Autónomos de Combate (MIL) de ideología comunista-libertaria que había participado en varios atracos a sucursales de entidades bancarias.

El 8 de enero de 1974 un tribunal militar, que de acuerdo con el Código de justicia militar era la jurisdicción competente para el enjuiciamiento de los asesinatos de miembros de las fuerzas de orden público, condenó a Salvador Puig Antich a la pena de muerte.  La sentencia condenatoria fue ratificada por el Consejo Supremo de Justicia militar mediante sentencia de 11 de febrero de 1974, que ordenó su ejecución.

De conformidad con lo dispuesto en el Código de Justicia Militar, la ejecución de las sentencias de condena a la pena capital debían notificarse al Consejo de Ministros que debía dar el enterado. Es decir, no se trataba de un acto administrativo discrecional, sino reglado u obligado, por lo que conforme a lo que establecía la ley, el Consejo no podía denegar el enterado, que era tan sólo la confirmación de que se había cumplido el trámite legal de la notificación previa de la ejecución de la sentencia.

A estos efectos, la Ley Orgánica del Estado en su artículo 6 atribuía con carácter exclusivo el ejercicio del derecho de gracia al Jefe del Estado, modificando la Ley de Gracia y Justicia que desde 1870 confería tal derecho al Consejo de Ministros.

El Ministro de Justicia informó al Consejo de Ministros reunido el día 2 de marzo de 1974 sobre la notificación de la próxima ejecución de la sentencia por parte del Consejo Supremo de Justicia Militar, cumpliéndose así el trámite legal establecido, sin que el Jefe del Estado ejerciese en aquél caso el derecho de gracia.

Puig Antich fue declarado culpable con pruebas irrefutables del asesinato, siendo condenado a la pena establecida legalmente para el asesinato de miembros de fuerzas del orden. Es importante señalar -pues hasta en esto ha mentido la izquierda con tal de presentar a Puig Antich como una víctima de la "represión"- que hasta sus propios compañeros, en memorias y entrevistas, han reconocido que Puig  Antich fue quien asesinó al Subinspector Anguas.

Independientemente de los hechos, que no admiten más discusión pues hasta el Ttibunal Supremo recientemente rechazó revisar el caso por falta de elementos que lo justificasen, es necesario recordar que en aquél contexto histórico, la pena de muerte estaba vigente en la mayor parte de  los países de nuestro entorno y no digamos en el paraíso comunista de la URSS, en el que se ejecutaba sin juicio previo a cualquier disidente político. En Francia,  el último ejecutado con guillotina en Francia fue el  inmigrante de origen tunecino Hamida Djandoubi el 10 de septiembre de 1977, siendo abolida en 1981. En el Reino Unido, fue abolida en 1998. En Estados Unidos, sigue vigente en muchos Estados de la Unión. 

Por supuesto, en Cuba, China, Corea y todos los países comunistas tan ardientemente defendidos por Podemos, sus confluencias y compinches, se encuentra plenamente vigente y se aplica con profusión, por motivos estrictamente políticos y en alguno de estos países se ha ejecutado a un Ministro de Defensa con un cañón de artillería por tener el atrevimiento de dormirse en un desfile militar (aunque seguramente Rufián o Garzón (el mozo de espadas de Podemos) le encuentran una justificación a tamaño delito alegando que sería un espía fascista o contrarrevolucionario.

Estos son los hechos, que la ultra izquierda ha venido manipulando ad nauseam desde hace años con el objeto de presentar la ejecución de Puig Antich como un crimen de lesa humanidad, poder convertir a dicho atracador en un "mártir de la libertad" y poder culpar de ello a quienes en aquél momento formaban parte del Consejo de Ministros.

Así, bajo la inspiración y auspicio del exjuez prevaricador Baltasar Garzón, la extravagante jueza de extrema izquierda María Servini en Argentina dictó un delirante Auto en el que declarándose competente para el enjuiciamiento de los hechos ocurridos en España en base al principio de justicia universal, imputaba a todos los miembros del Consejo de Ministros no fallecidos, un delito de lesa humanidad consistente en la “convalidación con su firma de la ejecución de Salvador Puig Antich”, dictando una orden internacional de detención contra ellos.  Ni que decir tiene que la Interpol no dio curso a la citada orden por tratarse de un proceso con motivaciones políticas y que la justicia española rechazó de plano cualquier petición de la Jueza argentina por carecer manifiestamente de jurisdicción para el enjuiciamiento de unos hechos que en modo alguno podían constituir delito de clase alguna.

Pese a ello, el aparato propagandista de la izquierda no tuvo reparos en culpar a ministros como Carro, Fernando Suárez o José Utrera Molina (que ocupaban las carteras de Presidencia, Trabajo y Secretaría General del Movimiento) de “convalidar” la ejecución del asesino del policía Anguas. Y siguiendo la estrategia estalinista de convertir una mentira en verdad a base de repetirla hasta la saciedad, dicha intoxicación ha alcanzado a los dirigentes de partidos tan “demócratas” como Podemos y Esquerra Republicana de Cataluña que no pierden ocasión para repetir dicha mentira en las redes sociales y hasta en el parlamento nacional ante el silencio de la mayoría.

Cuentan con que a la mayor parte de la gente todo esto le importa una higa y generalmente no encuentran ninguna contestación, por lo que no encuentran obstáculos para dejar sembrada en internet tan repugnante y falaz especie.

Pues bien, aunque muchos obligados moralmente a contestar han decidido dejarlo pasar, algunos hemos decidido decir basta a las mentiras de la izquierda y hacerles frente con la ley en la mano.  Al día siguiente del fallecimiento de mi padre, en un ejercicio de colosal bajeza y mezquindad el diputado Rufián se lamentó de que mi padre hubiese muerto en la cama pese a “haber firmado la sentencia de muerte de Puig Antich” (sic).  Cualquiera puede entender que en esos días sus deudos se dedicasen a todo menos a hacer caso a las especies de semejante congénere.

Pero el pasado 2 de marzo, aniversario de la ejecución del asesino del policía Anguas –de quien sólo se acuerda su familia-, volvió a la carga, seguido por alguno de sus secuaces, como la inefable Teresa Rodríguez de Podemos Andalucía y otros conmilitones, haciendo un llamamiento público para que nadie olvide que quienes firmaron la sentencia de aquél criminal hayan muerto en la cama.

Y esta vez han tenido la mala suerte de que han topado con quienes no estamos dispuestos a que se mancille nunca más el nombre de nuestro padre con mentiras y patrañas, hartos ya de tanta mezquindad y de tanta calumnia impune. Esta es la razón por la que hemos decidido acudir a la justicia para que, de una vez por todas, los mentirosos, los calumniadores profesionales y los manipuladores, respondan de sus actos y no se regodeen en la impunidad. Que se rasquen el bolsillo y Dios mediante, sean condenados por mancillar con mentiras el honor de un hombre grande como mi padre.

Y de paso, para que quede en las redes como testimonio de la utilización de la mentira y la intoxicación por parte de la izquierda de unos hechos en los que la única víctima que merece el recuerdo y homenaje de todos los españoles se llamaba Francisco Anguas, a quien un terrorista de ultraizquierda, atracador y asesino, segó para siempre la vida a los 24 años de edad.

LFU


9 de febrero de 2018

Los muertos como excusa




Hace unos días, de madrugada, el Ayuntamiento de Callosa de Segura procedió a la retirada de una cruz situada en la fachada de la Iglesia, terminando así con la tenaz resistencia de los vecinos que durante 400 días habían montado guardia día y noche para defender su permanencia. Horas después de que el monumento fuera cargado en un camión y arrumbado en un patio municipal, el Alcalde recibió la notificación del TSJ de Valencia ordenando la paralización de la retirada de la cruz.  Como para creer en casualidades.

Lo que algunos medios llaman “cruz franquista” no era ya más que una cruz sencilla, blanca, desprovista de cualquier símbolo o leyenda que pudiera molestar a nadie. Tan sólo quedaban, en el pedestal, los nombres de los 81 callosinos asesinados por el Frente Popular, pese a lo cual  los grupos de izquierda exigieron la retirada de la cruz, sin duda para eliminar cualquier rastro de la barbarie de sus antecesores en 1936.

Resulta sintomático que la excusa que sirvió a la izquierda para justificar tan nefasta ley fue la necesidad de dar digna sepultura a los muertos que aún reposan en fosas comunes o en cunetas. Nadie puede negar la nobleza y legitimidad de dicha aspiración, pero nunca se dijo que tanto dicha ley como sus engendros autonómicos -las leyes de “memoria democrática”- estuvieran destinadas a honrar la memoria de unos muertos y borrar para siempre la de los otros.

Nadie entendería que ningún vecino de Callosa se opusiese a que se honrara y recordara a los republicanos caídos o fusilados, pues todos, equivocados o no, eran callosinos, españoles que lucharon y murieron por un ideal, y que para ello se levantase una pirámide –como recientemente se hizo en Málaga- o un compás o una estrella roja, que les recordase, si así lo quieren sus deudos.  

Pero no podemos permanecer impasibles mientras se derriban y eliminan estatuas de Millán Astray, de Franco, o de Varela y al mismo tiempo se inauguran y mantienen monumentos a Largo Caballero, Prieto, Carrilllo y la Pasionaria. Eso no es concordia, sino un deliberado intento de imponer una visión sectaria de la historia. A la destrucción de cruces y placas de recuerdo a los que cayeron “por Dios y por España”, se sucede la inauguración por doquier monumentos a las Brigadas Internacionales y a los caídos republicanos, lo que deja al descubierto el cinismo y la hipocresía de los valedores de una ley cainita que el gobierno de Rajoy no ha querido derogar, acaso porque sabe que el ruido del odio le asegura el voto del miedo.

La fijación hemiplégica de la izquierda con los muertos resulta patológica. Hasta ahora ha conseguido remover de sus sepulcros de forma abyecta los huesos de Sanjurjo y Mola y centran ahora su empeño en exhumar a  Franco, José Antonio y a Queipo de Llano. Y por si esto no fuera suficiente, presentan un proyecto de ley de reforma de la Ley de Memoria histórica en el que, además de establecer durísimas penas de cárcel a quien discrepe del revisionismo histórico de la izquierda, se exige la retirada de cualquier mención o simbología de “exaltación de la Guerra Civil y Dictadura” de los cementerios públicos, con la vista puesta en el camposanto de Paracuellos del Jarama -la mayor catedral de mártires existente en todo el mundo- y en el Valle de los Caídos, donde reposan mezclados, los muertos de uno y otro bando bajo una inmensa Cruz, supremo signo de la reconciliación y del amor.

Nadie de la derecha o de la extrema derecha ha exigido jamás molestar en su tumba a Santiago Carrillo, responsable directo del genocidio de Paracuellos, a Miaja o a la Pasionaria. Y quien lo hiciera no merecería menor reproche, porque (y esto vale para todos, rojos y azules) a los muertos hay que dejarlos en paz.

He conocido a combatientes de uno y otro bando y jamás vi en ellos la menor sombra de odio, ni de rencor. Quienes se jugaron el tipo en el campo de batalla, respetaban a su enemigo con la misma fuerza con la que renegaban de su retaguardia y puedo asegurar que ninguno de los que aún viven aprobaría esta disparatada espiral de odio retrospectivo.
En 1986, el gobierno del PSOE hizo una ecuánime declaración institucional en el cincuentenario del inicio de la guerra: “un Gobierno ecuánime no puede renunciar a la historia de su pueblo, aunque no le guste, ni mucho menos asumirla de manera mezquina y rencorosa. Este Gobierno, por tanto, recuerda asimismo, con respeto a quienes, desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos sacrificaron su propia existencia.” (..) “para que nunca más, por ninguna razón, por ninguna causa vuelva el espectro de la guerra civil y el odio a recorrer nuestro país, a ensombrecer nuestra conciencia y a destruir nuestra libertad.”

Treinta años después, el espectro del odio vuelve de la mano de un PSOE que abomina de Besteiro y es jaleado por la extrema izquierda ante el silencio de un centro-derecha acomplejado. Unos quieren ganar la guerra que perdieron sus padres, pero aún peor es que otros están dispuestos a perder la que sus padres y abuelos ganaron, a humillarles póstumamente, a pisotear su memoria, con lo que millones de muertos están en trance de ser olvidados, y el pasado de España, como decía Churchill, se convierte ya en un arcano impredecible. 

Creo que ya ha llegado el momento de decir basta y exigir firmemente respeto a todos los españoles que murieron por una causa que ellos creyeron tan noble como para morir por ella y que hoy son escarnecidos por el odio y la indignidad de quienes no merecen llamarse españoles.


Luis Felipe Utrera-Molina 
   

1 de febrero de 2018

Carta de Reyes Utrera al Ayuntamiento de Málaga


Hemos llegado al delirio de la sinrazón y del oprobio. El Ayuntamiento de Málaga, imagino que sin otros problemas que resolver, dedica un pleno a despojar los títulos que en su día reconocieron y otorgaron a un hombre, mi padre, José Utrera Molina, que luchó con denuedo por la reconciliación nacional, con la principal arma de su credo, la justicia social.
Fue su inconformismo con la situación de Málaga y otros lugares de España, lo que le llevó a que tantos vecinos de las playas de San Andrés dejaran de sufrir cada vez que los temporales de la mar y los levantes anegaran sus miserables chabolas y las destruyeran, así como solventar aquellas grandes riadas que desembocaban en la calle Princesa. Lucho por dignificar un barrio, de muchas fábricas, muchos obreros y pescadores, donde algo había que hacer para acabar con aquellas miradas de tristeza y miseria, sin techo y sin futuro que una vez y otra tenían que rehacer sus maltrechas viviendas.
Esas miradas llegaban al corazón de nuestro padre como un revulsivo, y explican las mejoras sociales por las que lucho y consiguió para Málaga. No las voy a volver a enumerar porque ya lo ha hecho alguno de mis hermanos, pero si insisto en recordar que consiguió una gran barriada en los años 60 a 70, una cooperativa de miles de viviendas sociales, en la que tuvieron cobijo estas familias gratuitamente.
Me gustaría que algunos de los que se dicen historiadores en el Ayuntamiento de Málaga y se atreven a falsear la realidad de un hombre profundamente bueno y comprometido con la justicia social como fue nuestro padre José, se dedicaran a trabajar por mejorar lo que tenemos.
Termino mi protesta y mi dolor dirigida especialmente hacia los integrantes del Partido popular, por la carga de indignidad que representa su abstención.
Reyes Utrera Gómez

18 de enero de 2018

En defensa de mi padre, José Utrera Molina



«Virtud de una Ciudad es honrar el nombre de aquellos que le procuran honra, y agradecer el amor y la dedicación de los que se entregan a su servicio y le ofrecen sin reservas el fruto de su acción y su desvelo.

Entre estas personas, quienes firman este escrito quieren exaltar el nombre de un malagueño de excepción, de un hombre de historial impecable, de alguien que supo siempre y sabe llevar su condición de hijo de Málaga con  apasionado orgullo y vocación ejemplar, en aulas y talleres, entre universitarios y trabajadores, entre colaboradores y amigos, entre propios y extraños.»

Con esta emotiva introducción, un grupo de concejales malagueños encabezados por Carlos Gómez Raggio, solicitaron en el mes de marzo de 1973 la concesión de la medalla de oro de Málaga para mi padre, José Utrera Molina, que le sería concedida mediante acuerdo plenario del Ayuntamiento de fecha 1 de julio de 1975, presidido entonces por el inolvidable alcalde Cayetano Utrera Ravassa. En el acto de imposición de la medalla estuvo presente el entonces Presidente de la Diputación y hoy alcalde, D. Francisco de la Torre quien pocos meses después, le impondría también la medalla de oro de la provincia.
Esta mañana me desayuno con la amarga noticia de que el Ayuntamiento de Málaga propone retirar a mi padre la medalla de oro a los pocos meses de su fallecimiento. Y me pregunto si en el pleno en el que se debata la propuesta se producirá una unanimidad clamorosa o habrá lugar para algún gesto de dignidad personal.

Bien sabe Francisco de la Torre, quien tuvo el noble gesto de asistir al sepelio de mi padre, que esa medalla no se la concedió Málaga por motivos ideológicos sino por una exigencia de gratitud. Ahí está la ampliación del Carlos de Haya, la Universidad Laboral, los cursos de Promoción profesional de adultos, la creación de ocho Ambulatorios y Agencias de la Seguridad Social y siete Hogares y una Residencia de Pensionistas, la eliminación de las chabolas de la Playa de San Andrés y tantas otras obras que se debieron a su impulso y a su entusiasmo por mejorar las condiciones de vida de los malagueños.   

El amor que mi padre sintió por Málaga, su eterna nostalgia del mar, se vio sólo correspondido por el testimonio de la sencilla gente a la que ayudó de forma entusiasta y desinteresada. Los ojos de agradecimiento de quienes lograron un empleo o cambiaron una existencia miserable en las chabolas de la playa de San Andrés por una vivienda digna, eran premio suficiente para quien siempre se rebeló contra la injusticia y para quien la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien.


No están ya en esta tierra ni Cayetano Utrera, ni la mayor parte de los miembros de aquella dignísima corporación municipal. Tampoco está mi padre, quien por un elemental sentido del decoro jamás diría una palabra al respecto, aunque fuera lacerante la punzada de dolor que habría sentido al saberlo. Pero yo, como hijo suyo, como malagueño de sangre, me siento en la obligación moral de salir en defensa del buen nombre de mi padre y de recordar a todos los concejales de Málaga que el agravio que están a punto de cometer sólo puede estar movido por el odio, en unos, o por la cobardía en otros.

Hoy, cuarenta años después, el olvido ha dado paso a la sinrazón del odio. Podrán los miserables –y los cobardes- retirarle los honores y oropeles del ayer. Pero no podrán empañar su recuerdo con la mugrienta grasa de su resentimiento. Y hay algo más que nunca podrán quitarle: el arrebatado y amoroso orgullo de quienes llevamos su apellido con la cabeza muy alta, porque allí donde se ofenda su memoria habrá siempre, al menos, ocho voces que, como la mía, clamarán como una sola en defensa de su honor, de su vida y de su ejemplo.

No hay el menor ápice de nobleza ni de dignidad en agraviar póstumamente a un malagueño que tanto hizo por su tierra. Y algunos están más obligados por su biografía que otros. No digo más, pero me reservo el legítimo derecho a enviarles algunos de los miembros de esa corporación una pluma de gallina para mostrarles de esa forma mi desprecio por su falta de gallardía y por su mezquindad. 

Termino con ese soneto, con el que mi padre en el ocaso de su vida, quiso despedirse en paz de su tierra y que estoy seguro recitará de nuevo desde ese lucero en el que brillará siempre la luz de su recuerdo.

MÁLAGA

No te cambio tu olvido por mi pena.
Vale más mi dolor; cuenta saldada.
Se lo digo en la noche a mi almohada
Y está mi corazón de enhorabuena.

Alguna que otra vez, un tenue velo
enternece el recuerdo. Aquella esquina
que ayer doblé impaciente, se ilumina
con las mismas estrellas en el cielo.

Me imagino que el mar no habrá cambiado,
que como siempre, romperá su espuma
en el pecho del viejo acantilado.

Mecido por las olas se ha dormido
mi ayer: la oscura desazón se esfuma.
¡Ya no queda recuerdo de tu olvido!

                                                                         Luis Felipe Utrera-Molina Gómez



27 de diciembre de 2017

España no tiene quien la defienda


Con frecuencia, los comentarios a vuelapluma sobre la actualidad política y social adolecen de una aplastante falta de perspectiva. Nos fijamos en el análisis de lo sucedido y en la predicción del inmediato porvenir sin pararnos a pensar con serenidad en las causas y los efectos de cada situación, sin ir al fondo de las cosas, ejercicio que requiere una dosis de belmontismo: parar, templar y mandar, y llevar el toro a nuestro terreno.

Durante la esperpéntica crisis catalana, los españoles hemos contemplado atónitos cómo cada día la realidad superaba a la ficción y el Gobierno español renunciaba a tomar cualquier iniciativa toreando siempre en los terrenos del nacionalismo separatista en una estrategia de acción-reacción sujeta por las bridas del cálculo electoral y la corrección política que convertía a nuestra nación en una nave a la deriva, sin rumbo definido ni capitán al mando, al socaire de la última ocurrencia de unos trileros arropados en la bandera suprema de la mentira.  

Muchos españoles sufrimos el 1 de octubre una nueva humillación al constatar la impotencia del gobierno ante un deja vú del 9 de noviembre de 2014. La improvisación de las fuerzas de seguridad y el aparato de propaganda de los separatistas convirtieron aquella jornada en un triunfo mediático del disparate y la chulería nacionalista, mientras el gobierno seguía balbuceando que nada había pasado.  

La sensación de vacío de poder y el pánico por un desenlace rupturista se apoderó de los españoles hasta que en la noche del 3 de octubre Su Majestad el Rey Felipe VI decidió con su mensaje dar un golpe de autoridad moral hablando con la claridad que había faltado, no sólo en el gobierno, sino en la clase política en general.  El mensaje real llevó el alivio a millones de hogares en los que cundía la zozobra y la desesperanza, y fue un verdadero aldabonazo que acabó con los complejos de un gobierno que se resistía balbuceante a asumir su responsabilidad y aplicar el mecanismo previsto en la Constitución para afrontar tamaño desafío.

El gobierno debió aplicar el artículo 155 el día en que se convocó el referéndum ilegal y ni un minuto más tarde. En mi opinión, se aplicó tarde y mal porque el limitadísimo alcance que el gobierno ha querido dar a este precepto lo convierte en un instrumento insuficiente para atacar el verdadero origen del desafío separatista que no es otro que la dejación por parte del Estado español en orden a la exigencia del cumplimiento de la ley y las sentencias judiciales en Cataluña durante los últimos 35 años. No es posible que, con lo que ha sucedido, se siga mirando para otro lado ante el bochornoso adoctrinamiento separatista de los niños en escuelas y colegios, se mantenga inalterado el actual sistema de inmersión lingüística en la enseñanza catalana que hace prácticamente imposible escolarizar a los niños en español; que se vulnere sistemáticamente el derecho de los administrados a utilizar la lengua española en sus relaciones con la administración y se vulnere impunemente la libertad de los comerciantes para utilizar una u otra lengua co-oficial en sus relaciones con los clientes.

Hay una generación de catalanes que no se siente española porque ha crecido bajo un bombardeo sistemático de mentiras sobre la historia de España y Cataluña que haría sonrojar a cualquiera; que ha vivido de espaldas a la realidad española porque los distintos gobiernos centrales han permitido que así fuera; que ha asumido con normalidad que se persiga a quien rotulaba en español en sus comercios; que en las cartas de los restaurantes el español haya sido relegado por el inglés y el francés; que personas que siempre se han llamado José tengan que cambiar su nombre de pila por el equivalente catalán Josep miedo a ser señalados; que en la ópera se subtitule en catalán y no en español, una generación que siente la lengua vernácula, no como un elemento enriquecedor sino como un instrumento separador al servicio de la xenofobia del supremacismo separatista.

Nada impedía al gobierno mantener la aplicación del artículo 155 durante un año o incluso durante el resto de la legislatura catalana.  Claro que había que elegir entre la comodidad del consenso con el PSOE y la incomodidad de asumir sin dicho consenso una decisión que hubiera sido mucho mejor para España y para Cataluña y, quién sabe si también mejor para un Partido popular a la deriva por sus complejos y su falta absoluta de rumbo.

El panorama que deja el resultado de las elecciones es ciertamente desolador y nos lleva a pensar que si hoy no lo han conseguido, nada impedirá, si nada cambia, que lo consigan dentro de 10 años, con una generación más de catalanes víctimas de la inmersión en la mentira separatista ante la perplejidad de un pueblo español que sabe reaccionar ante la adversidad, que no se resiste a perecer, pero carece de un líder que la dirija. Como en el Mío Cid, no podemos sino decir, una vez más: ¡Dios que buen vassallo si oviesse buen señor!


LFU

22 de diciembre de 2017

El valor de una bandera

Corría el año 1978 cuando a un amigo mío de 15 años le partieron la cara en el metro de Madrid por lucir una insignia de la bandera de España prendida en su cazadora. Al grito de “a por el fascista”, un grupo de jóvenes la emprendieron a golpes con él y le arrancaron de cuajo la insignia rompiendo la cazadora.

Treinta años después -noviembre de 2008- llevaba en mi coche a mis padres para asistir a la celebración de una misa funeral en el Valle de los Caídos. Un agente de la Guardia civil me dio el alto, me pidió que abriese el maletero y me preguntó si llevaba banderas en el coche. Tras registrar el vehículo –en el que no había bandera alguna- el agente me espetó: "Quítese el pin". No entendía a qué se refería pero me aclaró que se refería a la pequeña insignia que llevaba en la solapa, una pequeña bandera nacional, sin escudo alguno, la misma que el agente llevaba cosida en la manga de su uniforme.

Tras preguntarle la razón de su orden, me dijo que lo prohibía la Ley de memoria Histórica. Le advertí que la bandera de España no era un símbolo político y que por tanto esa ley no podía prohibir llevarla y que si así fuera, tampoco ellos podrían llevarla en la manga del uniforme. El agente miró con gesto interrogante a un superior que se encontraba al lado vestido de paisano quien, taxativamente y con formas muy poco educadas dijo que o me quitaba la insignia o no entraba. Seguí negándome, pero teniendo en cuenta la edad de mi padre y sus padecimientos coronarios, y la indignación de mi madre que salió a recriminar a los miembros de la Benemérita su actitud insólita y a todas luces ilegal y abusiva, decidí quitarme la insignia que llevaba, no sin antes decirle a la cara a todos los agentes y oficiales que tenía delante que debería caérseles la cara de vergüenza de hacerme quitar la bandera de España, cuando tantos otros la queman y la pisotean. Por toda respuesta me dijeron: “cumplimos órdenes”. Unas órdenes que, días después, supe que procedían de la Vicepresidenta del Gobierno Fernández de la Vega, para que no dejasen pasar ni una sola bandera de España al recinto del Valle de los Caídos.

El pasado viernes día 8 de diciembre a Victor Laínez le rompieron la cabeza tras llamarle “fascista” por llevar unos tirantes con la bandera nacional. La noticia habría pasado de puntillas en los medios nacionales si no hubiera sido por la fuerza de las redes sociales. Tardó tres días en saltar a los medios nacionales cuando ya era un clamor en foros y redes.

Cabe preguntarse qué responsabilidad tienen en este brutal asesinato quienes desde el mundo de la izquierda cerril impulsaron hace 10 años, bajo las órdenes de Zapatero, un proceso de odio retrospectivo destinado a condenar a la media España que se batió el cobre con otra media hace 80 años. Qué responsabilidad tienen los que desde el ámbito de la izquierda impulsan leyes de “memoria democrática”  fomentando una moral cainita que divide a los españoles en hijos de fascistas e hijos de demócratas; qué culpa cabe atribuir a quienes hasta hace poco llamaban a cazar fachas desde un púlpito universitario, no cejan en utilizar el término fascista para descalificar a sus oponentes y protejen y apoyan a elementos antifascistas como el que le ha reventado la cabeza a Víctor Laínez; a quienes enarbolan las banderas tricolores en sus carteles y manifestaciones, fomentando el odio a la bandera rojigualda como símbolo de la opresión y la caverna.

A Víctor Laínez lo han matado por llevar con orgullo la bandera de todos los españoles que algunos se empeñan en ofender y mancillar impunemente. Y en un medio de comunicación como La Sexta han querido escupir sobre su cadáver deslizando su supuesta condición de simpatizante de la Falange, arrojando sombras sobre la víctima a modo de justificación o atenuante de su salvaje asesinato. Al escucharlo, me vino a la memoria la aterradora y célebre fotografía de 1936 en la que aparecía un cadáver tendido en la calle con el letrero “por fascista” y recordé la repugnante estrategia de los etarras de acusar a sus víctimas con mentiras para justificar el tiro en la nuca y señalar a sus familiares.    

Lo que ha pasado en Zaragoza no es un episodio aislado de violencia, sino el resultado de un proceso de hispanofobia urdido por los discípulos aventajados de Rodríguez Zapatero que reivindican y quieren resucitar la España tenebrosa de las checas del Frente Popular convirtiendo el mero hecho de portar la bandera nacional, en una actividad de riesgo, por la que te pueden señalar por fascista y pueden arrancarte la vida.

Me viene a la memoria la placa que figuraba en uno los muros del Alcázar toledano, dedicada por la Academia de Infantería Turca que decía: «Un estandarte no es una bandera si no se ha derramado sangre por ella. Una tierra no es una patria si no se ha muerto por ella». Ojalá que la última sangre derramada por ella, la de Víctor Laínez, nos remueva la conciencia y nos sirva de revulsivo para resistir, con orgullo de españoles, a los artesanos del odio y la discordia.

                                                           Luis Felipe Utrera-Molina
(ABC 21 de diciembre de 2017)

2 de diciembre de 2017

José Utrera Molina, ejemplo de lealtad.

Texto de la intervención de Luis Felipe Utrera-Molina Gómez en la Cena anual de la Fundación Nacional Francisco Franco que tuvo lugar el 1 de diciembre de 2017.


En la tarde del día 29 de diciembre de 1974, un niño de seis años entraba de la mano de su padre en el despacho del Jefe del Estado, Francisco Franco Bahamonde. En la retina de aquél niño quedaron para siempre grabadas la imagen de una mano temblorosa y una mesa atiborrada de libros y papeles en aparente desorden.  Y en su memoria, las últimas palabras que escuchó de aquél hombre: «Sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre»

Aquél niño de 6 años era yo y su padre, José Utrera Molina un hombre extraordinario del que hoy quisiera hacer recuerdo y homenaje y que no ha podido acudir a esta cita por haber tenido que atender a la llamada del Señor pero que estoy seguro vela por nosotros y por España desde su lucero. 

La mayor parte de vosotros habéis conocido a mi padre. Y era cómo lo veíais: un hombre íntegro, transparente, dispuesto siempre a decir una palabra agradable a todos, sin doblez alguna y rebosante de una bondad que era su principal seña de identidad. En una ocasión, Muñoz Grandes cogió a mi madre en un aparte y le preguntó: Oye Margarita, ¿tu marido es bueno? Mi madre, sorprendida por la pregunta le dijo que sí a lo que él le dijo: Pues si no lo es, nos tiene muy engañados a los dos. Y es que puedo decir con convicción jamás he conocido una persona tan esencialmente buena como mi padre.

Pero sin duda la virtud que mejor define a mi padre es la lealtad. Decía Ortega que la lealtad es la distancia más corta entre dos corazones y mi padre desde muy joven decidió unir el suyo al de dos hombres que marcaron su vida política y su trayectoria vital: José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco.

Lealtad al pensamiento de José Antonio. Una lealtad que impregnó su juventud de poesía y de estilo; de dolorido amor a España y de espíritu de servicio y que convirtió su vocación política en una búsqueda incesante de la justicia social que desde el principio canalizó hacia la construcción de viviendas sociales, centros escolares y universidades laborales; una justicia social en cuya ausencia debe buscarse una de las principales causas de la guerra que truncó dramáticamente la infancia de los de su generación -la de los niños de la guerra-; una guerra en la que mi padre vivió el drama de la división en el seno de su propia familia y que sin duda influyó en que hiciera de la reconciliación entre los hijos de los que mataron y los hijos de los que murieron, no una proclama retórica sino una constante y una realidad tangible a lo largo de toda su trayectoria vital.

Una fidelidad al ideario de José Antonio que plasmó con su particular estilo poético en su diario –que he podido leer recientemente- el 30 de marzo de 1959, tras llevar sobre sus hombros el féretro del Fundador de la Falange: “Me he sentido noble y alegremente prisionero de mi fe falangista y he vuelto a jurar en silencio fidelidad hasta el fin de mis días a su doctrina, a su pensamiento, a su estilo y a su ejemplo”. A fe que lo hizo, hasta el final.  


Lealtad a su viejo y único capitán: Francisco Franco, a quien sirvió siempre con orgullo y honestidad. Con enorme admiración, pero al mismo tiempo con infinita alergia hacia la adulación interesada que le dispensaban muchos otros que acabaron vendiendo su alma por treinta monedas tan pronto como la losa de granito selló su última morada.  Un Francisco Franco que, al despedirse de él en un largo y emocionado abrazo le dijo: “Sólo le pido que no cambie; que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como la suya no es frecuente.”. Hoy, cuarenta y dos años después de la muerte del Caudillo, me atrevo a decir sin temor a equivocarme que no ha habido en España durante estas cuatro décadas ninguno de sus colaboradores que, haya defendido la memoria y la obra de Francisco Franco con el rigor, el coraje, la dignidad, la constancia y la lealtad con que lo hizo mi padre. 

Lealtad a España a la que amó apasionadamente hasta el final, a cuyo servicio entregó los mejores años de su vida y por la que sacrificó siempre su bienestar y comodidad personal pues era consciente de que su vida no tenía sentido si no era capaz de transformar y mejorar el legado que había recibido de sus mayores.  Para él, la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien y su patriotismo no estaba hecho de complacencias, sino de rigores críticos acendrados. Era un patriotismo dolorido, pero inasequible al desaliento. Y es que, pese al dolor que en los últimos años le produjo la desintegración moral de nuestra Patria, jamás perdió la esperanza en nuestro porvenir como nación ni la fe en el alma inmortal de España. 

Y finalmente, dignidad y coraje. Porque fue mucho lo que le ofrecieron a cambio de demasiado.  Con 50 años y 8 hijos pequeños, no dudó un instante en renunciar a la comodidad cuando muchos corrían a alistarse en las filas de la apostasía, para librarse del oprobio que estaba reservado para los que no estaban dispuestos a abjurar de sus lealtades.


No quiso ejercer de capitán araña, consciente de su responsabilidad ante quienes había arrastrado en su trayectoria política y ante su propia conciencia.  Prefirió seguir fiel a sí mismo rechazando tentadoras recompensas por dejar de serlo. 

Decidió no confundirse con el paisaje ni alistarse en la nutrida cofradía del silencio. Y todo ello lo hizo con amargura por tantas inesperadas deserciones, pero sin asomo alguno de rencor.

Y pronto se convirtió en una de las pocas voces que durante estos últimos cuarenta años no conoció jamás el desaliento a la hora de reivindicar la verdad de una época de la Historia de España que tuvo, como todas sus luces y sus sombras, pero que ha sufrido como pocas la infamia, la manipulación y la mentira. Una España que era consciente de su excepcionalidad y también de su destino. Una España que decidió levantarse de su postración y mirar al futuro con dignidad y esperanza y que, por sus extraordinarios resultados, algún día cuando el odio y los complejos se marchiten, será juzgada como una de las etapas más prósperas de nuestra historia. Una España en la que gracias al trabajo, al sacrificio y a la labor apasionada de muchos hombres como mi padre se hizo posible el sueño de la paz y de la reconciliación. Un sueño ahora de nuevo amenazado por quienes siguen empeñados en reabrir otra vez las heridas que hace 80 años sembraron de dolor y sangre nuestra Patria.

Recuerdo bien que en una ocasión, al hilo de un comentario sobre uno de tantos como se aprestaron a cambiar de camisa buscando no dejar de pisar mullidas alfombras, le dije con sinceridad, que lo que él había hecho en el año 1976, cuando pese a ser consciente de la necesidad de un cambio decidió votar NO a la Ley de la Reforma Política, aun sabiendo que dicha posición le cerraría todas las puertas y le haría pasar apuros económicos, era una heroicidad que no puede serle exigible a todos los mortales.

Él sospechaba que lo que se estaba sometiendo a votación en aquél momento no era una apuesta por el futuro de España, sino un retorno a lo peor de nuestro pasado. Pero sus sospechas se convirtieron en certezas cuando comprobó la forma en la que quisieron convencerle de unirse al carro de los vencedores. Había que tener una integridad temeraria para jugarse así el bienestar de su amplia familia y había que tener también una mujer excepcional al lado que le apoyase sin reservas en su sacrificio, como hizo entonces mi madre, su eterna y enamorada compañera, sin la cual su maravillosa aventura vital no habría sido posible.  Recuerdo que me dijo: Luis, no tenía alternativa. Si no lo hubiera hecho, si hubiera cedido a las tentaciones que se me ofrecieron, me hubiera traicionado a mí mismo y no habría podido seguir mirándoos a los ojos.  Acaso no era consciente del extraordinario valor de lo que hizo. Humilde hasta el final, nos dio a sus hijos y sus nietos el ejemplo de integridad más extraordinario que se pueda concebir, sin presumir jamás, con humildad, pero manteniendo hasta el final su fe y su lealtad a sus convicciones.  Y algo más difícil: mi padre fue leal incluso a quienes no lo habían sido con él afirmando así su formidable humanidad y su profundo cristianismo. 

No podía encontrar un mejor resumen de su vida que el que él mismo hizo en el prólogo de su libro:

“No estoy dispuesto a olvidar lo que fui, ni me arrepiento por tanto de lo que soy. El ayer, el hoy y el mañana enlazan mi irrevocable filiación falangista. Me reconforta la seguridad de que mi vida no ha sido una promesa incumplida o un destino traicionado y que todavía no tengo que poner en mi esperanza ninguna negra colgadura. No podría, pues, hacer cuenta nueva porque las cifras serían las mismas y, fatal o felizmente, el resultado habría de ser también invariable; morir sin cambiar de bandera es el sueño que acaricio día tras días y hora tras hora. Ante la realidad actual de la vida política española, que frecuente contemplo con ojos atónitos, donde toda gallardía es inexorablemente condenada y toda lealtad a lo que fue nuestro pasado maldecida y proscrita, Dios quiera que este último sueño al menos se cumpla con honor y, si es posible, también con ventura.”

Hoy podemos decir que su sueño se cumplió, con honor y también con ventura, como también se cumplió su última voluntad que nos dejó escrita para el recuerdo:

“Quiero ser enterrado con mi camisa azul. No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al ideal que ha llenado mi vida. (…) “Quiero pedir perdón a cuantos ofendí en mi vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya bandera ha de ser mi sudario”. 

Y termino con un párrafo de gracias. Como solía decir mi padre, dar las gracias no es un mero formalismo social, sino que la gratitud es una de las expresiones más nobles del hombre, porque cuando es auténtica nace de lo más profundo del alma. Y yo quiero aquí, delante de todos vosotros, daros las gracias en su nombre por el cariño y lealtad que le habéis profesado durante tantos años. Y dar las gracias a Dios por el enorme privilegio de haber tenido un padre como José Utrera Molina, un hombre esencialmente bueno al que me gustaría parecerme, pero, sobre todo, un triunfador. Porque es un triunfador quien ha sabido mantener contra corriente una profunda fidelidad a sus ideas hasta el último aliento de su vida; es un triunfador quien jamás dobló la rodilla ante el poder, no se alistó en el cómodo pelotón de los invisibles ni cedió a la tentación del silencio.

Es un triunfador quien ha conseguido construir a su alrededor una familia unida en la que su ejemplo brilla con luz propia en la mirada orgullosa de sus hijos y sus nietos.

Un hombre que ha conseguido querer y ser querido con tanta intensidad y vivir hasta el último día con la serenidad de quien jamás renunció a hacerlo con la luz de la esperanza puesta en Dios y en España, es, no lo dudéis, un triunfador.

Ardoroso y abnegado, idealista y soñador, no tuvo nunca arrugas en el alma, no odió jamás, no engañó nunca, no le fatigó la envidia ni conoció la ruindad. Era definitivamente limpio y verdadero. Por eso pienso que sólo así se puede coger el cielo con las manos. 

Mi padre siempre me decía que la verdadera tumba de los muertos está en el corazón de los vivos. Y bien sabe él que somos muchos quienes sentimos cada día su aliento en el corazón y su palabra en nuestra memoria. Mi padre goza ya de la eternidad, pero vive también para siempre en el corazón de todos los que le recordamos con amor y especialmente en el corazón de los que tratamos de llevar su apellido con decoro y dignidad.

Por eso, porque le conocí bien durante estos últimos años en los que tuve el privilegio de ayudarle, estoy seguro de que me permitirá que de vez en cuando le busque y le interrogue, porque estoy seguro de encontrarle cada noche, con luz y nombre propio, erguido y firme todavía ante el asombro azul de las estrellas.


Muchas gracias