Ninguna etapa de mi vida ha tenido una resonancia en mi
corazón tan fuerte y definitiva como los años inolvidables del servicio
militar. Allí tuve la ocasión de conocer
a un hombre excepcional. Una mañana, en el cuartel de San Jerónimo (Granada), sorprendí
a un grupo de soldados que atendían absortos a las palabras de un soldado de
filas, para mí desconocido. Me acerqué al grupo y escuché con admiración las
palabras cortantes, lacónicas y firmes que utilizaba el soldado Francisco
Palomo. Cuando terminó, le pregunté: soldado,
¿vendrías conmigo a donde yo te dijera? “Aunque fuera al infierno” -me contesto-.
“Al infierno, no –le dije-, pero tienes derecho a conocer muchas cosas de la
vida, porque creo en tu valor, en tu inteligencia y mereces una vida nueva.
Cuando termine mis prácticas de Alférez, quiero que vengas conmigo.”
No lo dudó y desde entonces tuve el extraordinario honor
de su compañía. Lo llevé conmigo al Gobierno civil de Ciudad Real, luego a
Burgos y por fin a Sevilla, donde se asentó, ya casado, en una pequeña vivienda
juntó a la que instaló un quiosco en el que vendía todo aquello que sabía que
la gente necesitaba.
Jamás se interrumpió nuestra amistad. Hablábamos con
frecuencia. Palomo amaba a España con la intimidad de su corazón insatisfecho.
Decía que su patria era la mejor del mundo, cuando él había nacido sin ningún
medio y perpetuaba su existencia sin lujos de ninguna clase.
Pasó el tiempo. Yo cesé de ministro, abandoné mis responsabilidades
políticas y con el tiempo, también las privadas pagaron el precio de mi lealtad.
Palomo, que sabía de mi abundante carga familiar, me llamó un día y me dijo: “Mi
alférez: tengo cinco millones ahorrados. Son para usted”. Las lágrimas que
derramo ahora, brotaron entonces de la emoción y le dije: “Gracias, amigo.
Puedo todavía enfrentarme con la vida sin ninguna clase de ayuda, pero jamás
olvidaré tu enorme gesto de generosidad.” Esa era la nobleza de un hombre sencillo
que atesoraba una riqueza en el corazón que no he conocido en nadie más.
Hace tres días me llamó su mujer: “Mi alférez, soy la
mujer de Palomo y le llamo para decirle que se ha ido”. ¿Dónde se ha ido?, le
pregunté. “Se ha ido, para siempre”, me contestó. Aquella lacónica comunicación
me produjo una perturbación emocional que nunca había conocido. Palomo, mi
soldado, mi entrañable amigo, había muerto, y su viejo Alférez lloraba de dolor.
Era su corazón el más puro, el más auténtico que traté
jamás. Poseía un altísimo grado de
intuición, que es siempre el principio motor de la sabiduría. Tenía valor, pero
sus límites estaban claros y limitados por su bondad. Ya no escucharé más su
voz preguntándome “¿cómo está, mi Alférez?” Pero yo seguiré cada día, mientras pronuncie
su nombre en mi oración de cada mañana,
contestándole lo acostumbrado: “voy viviendo, Palomo.”
Escribo esto en homenaje a su hombría de bien, a su profundo
amor a España, a su generosidad y a su amor por su familia. Fue un soldado
ejemplar. Un hombre de una pieza. Yo le rindo mi homenaje y se me rompe el
corazón al recordarlo. Tengo la seguridad de que ahora nos mirará desde el
lugar de privilegio que Dios tiene reservado para quienes pasan por la vida
haciendo el bien, sin proclamarlo.
Descansa en paz, Palomo, amigo del alma.
José Utrera Molina, Exministro y Alférez del Arma de
Ingenieros