https://www.youtube.com/watch?v=tKtkfkQ8UJw
Esa
es la imagen a la que me han transportado, por un lado, los líderes del Partido
Popular, Teodoro García Egea y Pablo Casado (o viceversa) con la inefable y agresiva diarrea
verbal que han desplegado, aún con las urnas de Castilla León de cuerpo
presente, y, por el otro, Santiago Abascal con su mesurada respuesta de mano tendida.
La
prudencia y la templanza son quizás, las virtudes cardinales que deben adornar
a cualquier líder político; la precipitación, por el contrario, es muestra de
evidente bisoñez.
Digan
lo que digan los tertulianos a sueldo de uno y otro lado, el resultado de las
elecciones de Castilla y León ha sido catastrófico para Ciudadanos, que ha perdido
más de 150.000 votantes, muy malo para el PSOE, que ha perdido casi 120.000, malo
para el PP que ha perdido 55.000 y extraordinariamente bueno para Vox, que ha
ganado137.000 votos. Y el resultado
práctico es que el PP necesita el apoyo o la abstención de Vox -o el apoyo o
abstención del PSOE- para poder formar gobierno. Todo lo demás está muy bien
para discusiones de café, pero esa es la realidad desnuda del proceso
electoral.
Lo
único que el PP no puede permitirse es una repetición electoral, que castigaría
con fuerza a Mañueco y reforzaría a su rival en la derecha que ha demostrado
más músculo de lo esperado tanto en le medio rural como el urbano. Así que
Casado se encuentra ante una encrucijada ciertamente difícil, que puede
condicionar definitivamente sus posibilidades de llegar a la Moncloa.
Ante
una situación como esa, lo último que debe hacer -y lo primero que ha hecho
Casado- es precipitarse. Hacer declaraciones altisonantes y darse golpes de
pecho es propio de macho alfa marcando territorios, pero impropio de alguien
que aspire a liderar una nación. Tendría
que haber esperado en su sitio, esperando el momento propicio para fijar
posición sin abrasarse, pero ha querido recibir al toro de Vox a portagayola y
eso tiene sus riesgos.
En
contraste, Abascal, a quien la legión mediática de la izquierda presenta como
un peligroso fascista, ha visto de lejos salir de chiqueros al toro de las
provocaciones peperas y, en lugar de recibirlo como un bisoño novillero, ha
preferido permanecer en el burladero, viendo cómo se comporta el morlaco para
saber por dónde bajarle la mano, suavemente, con mano izquierda y sin
estridencias.
No
lo tiene fácil Casado, porque si se echa en manos de Vox, de nada le va a valer
su impostada imagen de nieto de represaliado por el franquismo pues la
izquierda con todo su poder mediático le acusará de fascista. Y si se echa en
manos de Sánchez, perderá buena parte de su electorado de derecha que seguían fieles
por aquello del “voto útil” y jamás le perdonarían que se abrazase al socio de
Bildu que ha indultado a los golpistas. Y mucho menos con unas elecciones
andaluzas en lontananza con una presunta candidata en la derecha que puede
hacer estragos en las filas del votante popular. Pero los líderes, como los toreros, se forjan
ante las dificultades.
Decía
Belmonte que el toreo era “parar, templar y mandar”. Pero Casado no parece haber
leído a Chaves Nogales. No para de moverse, engancha la muleta y no sabe estar
en su sitio, mientras Santiago Abascal, en una posición ahora sí, más cómoda,
espera tras la barrera fumándose un puro con la mano tendida para ver si su
adversario, esta vez, es capaz de dar la talla.
LFU
José Manuel, rodilla en tierra en el centro de la imagen, junto a su padre y el mío y otros flechas de la Cardenal Cisneros en el Palacio de El Pardo |
Conocí a Santiago Abascal hace alrededor de 20 años. Un amigo común quiso presentarnos porque, según me dijo, nos unía a ambos un denominador común: el amor a la patria y la admiración por nuestro padre, que no dejan de ser dos formas de cumplir el cuarto mandamiento.
Almorzamos
juntos en dos o tres ocasiones, la última ya a las puertas ya de la primera
sede de Vox en un piso de la calle Diego de León. No recuerdo lo que hablamos;
es posible que cometiera incluso el atrevimiento -y la solemne estupidez- de
darle consejos sin que me los pidiese, pero creo sinceramente que nos caímos
bien. Me llamaron la atención su fuerza y la claridad de su mirada. No era la suya
una mirada esquiva o dispersa, sino una mirada limpia, franca y descarada, como
la de quien sabe que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a
iluminar la tarea justa que Dios le tiene asignada en la armonía del mundo.
La
siguiente vez que me lo encontré fue en un semáforo. En moto él, y yo en el coche
con mi mujer. Se quitó el casco, me dio un toque en la ventanilla y dijo: ¡Luis
Felipe! Y al ver que me quedaba con cara de haba, me dijo: ¡Santiago Abascal!.
Y entonces, caí.
Aún
no era famoso y ni él ni yo podíamos imaginar lo que vino después.
Decir
que somos amigos sería pretencioso por mi parte, pues, aunque siempre hemos mantenido
el contacto, ni siquiera nuestras mujeres se conocen. Pero él sabe bien el
profundo aprecio y admiración que le tengo. No soy mucho de dar la lata, y cuando Santiago
pasó de vocear sobre el cajón de frutas a liderar la tercera fuerza política de
España, me limité a seguirle como uno más, en La Latina, en Vistalegre, y en tantos sitios y a enviarle, de cuando en cuando, mensajes telefónicos que nunca ha dejado de contestar, aún en los momentos más delicados, como tras la contestación
al indignante discurso de Pablo Casado en la moción de censura.
Hace
unos días tuve la suerte de compartir de nuevo mesa y mantel con Santiago junto
con un grupo de amigos comunes, en casa de un buen amigo. Hablamos de lo divino
y de lo humano, pero, como aquella primera vez que nos conocimos, me volvió a
impresionar, la fuerza, la limpieza y la claridad de su mirada. La mirada de
alguien que es capaz de decir que es de Amurrio sin despeinarse, cuando la
conversación se eleva más allá de lo inteligible; la mirada de alguien sin
ambición pero que no está dispuesto a ejercer de capitán araña; la mirada de quien
no tiene miedo, porque sabe lo que implica vivir rodeado de cobardes; la mirada
de alguien que, no sin un cierto vértigo, se ha convertido en todo un referente
en defensa de la unidad y de la grandeza de nuestra patria.
No
sé lo que nos deparará el mañana. Como me gusta decir, si quieres hacer reír a
Dios, cuéntale tus planes y como le dijo mi padre a su viejo capitán cuando cesó
como ministro, para pasar de la choza al palacio hay que tener el corazón
preparado para pasar del palacio a la choza. Que Santiago es de esos, no me cabe la menor
duda. Sabe que ahora tiene amigos como setas, pero sabe también que de todos esos, podrían ser legión los que mañana desvíen la mirada. Y sabe bien que, pase lo que pase, en el resplandor de las estrellas o en la soledad de
la caída, podrá contar siempre con mi aliento, y mi amistad y con una mirada lealmente correspondida.
Luis Felipe Utrera-Molina
Mi general:
Dudo mucho que se acuerde de mí. Nos conocimos en su despacho del Palacio del Pardo el 19 de diciembre de 1974. Yo tenía sólo seis años y a usted le temblaban las manos del parkinson. Mi padre intuía su final y quiso que yo pudiera ser algún día testigo del hombre al que había empeñado su lealtad hacía casi cuarenta años en un juramento de fidelidad que cumplió hasta el último día de su vida.
No olvidaré jamás lo que usted me dijo entonces: «sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre». Aunque no lo entendí del todo hasta mucho después. Era la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el frío de la traición, a quien le había demostrado el calor de una lealtad sin fisuras.
Muy lejos estaba yo de imaginar que, por azares de la vida, su hija Carmen me honraría nombrándome Albacea de su herencia y menos aún que me cupiera el honor de defender con mis armas de abogado a sus nietos en su dignísima oposición contra la profanación y secuestro de sus restos mortales, ordenada por el gobierno, allanada por la jerarquía eclesiástica, tolerada por la oposición y bendecida por los más altos tribunales de nuestra nación en unas sentencias que pasarán a la historia de lo más nefando de nuestro acervo jurisprudencial.
Mal podía suponer yo que, cuarenta y cinco años después de aquella tarde, llevaría sobre mis hombros su féretro, tras fracasar una lucha titánica en la que la política más baja y la cobardía de tantos triunfaron sobre el imperio de la ley y del derecho. Sobre aquella caja quedaron para siempre una cruz, su bandera y cinco rosas rojas de dolor y de esperanza.
Ya peino canas, mi general. Y si de joven ya pronunciaba su nombre con respeto, ahora lo hago con más admiración; porque he leído su Diario de una Bandera y he leído a Arturo Barea y a Luis Suárez, a De la Cierva y a Paine, a Preston y a Moa, a Aznar y a Hills; porque he podido bucear en algunos de sus papeles más íntimos y me ha impresionado su honradez, su austeridad y su probidad; porque las mezquindades de los miserables sólo sirven para aquilatar el valor de los grandes hombres; porque los que le siguen atacando casi medio siglo después de su muerte son los mismos que están arruinando y humillando a esta nación pactando con sus enemigos. Cómo resuenan hoy aquellas palabras de su testamento “Creo y deseo no haber tenido otros (enemigos) que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida”
El gobierno más indigno de nuestra historia acaba de aprobar un proyecto de ley para prohibir su elogio, borrar su nombre y falsificar su vida, al estilo de las damnatio memoriae que algunos emperadores romanos promulgaban contra sus predecesores. Pero pinchan en hueso, porque hoy la historia ya no se puede borrar. Y porque, mi general, ser blanco de un gobierno infame es un timbre de honor. El comunismo jamás perdonará a quien le derrotó por primera vez, pero cada vez hay más españoles que, frente a la verdad oficial del gobierno de la mentira, valoran el esfuerzo de aquella generación de españoles que sacrificó su juventud para detener el marxismo e hizo posible con su esfuerzo el bienestar material que disfrutamos.
Winston C. Churchill escribió que “el pasado de la URSS es impredecible”, en alusión a la revisión continua de la Enciclopedia Soviética, que de una edición a otra convertía los héroes en traidores; o restauraba como líderes modélicos a quienes ya habían sido condenados y ejecutados por las nomenklaturas del momento. Lo mismo cabe decir del pasado de España, mi General, merced a la irresponsabilidad de una clase política acomodada entre la mentira y el complejo.
Esta España es muy distinta de la que usted vivió. En vez de mirar unidos al futuro, España vive secuestrada por el más rancio aldeanismo separatista y los muertos de aquella lejana guerra, olvidada por tantos, se han convertido en mercancía arrojadiza para sembrar el odio y la discordia entre sus hijos y sus nietos.
Permítame que, ahora que está prohibido, le dé las gracias y con usted a todos los que, como mi padre, arrimaron el hombro para hacer una España mejor. Por salvar a la Iglesia de su aniquilación, por crear un verdadero Estado de bienestar, la clase media y unas cuentas saneadas, por la seguridad social, por las más de cuatro millones y medio de viviendas sociales, por los pantanos y otras muchas obras de las que hoy se apropian los que sólo viven del lodazal de la discordia.
Cuenta con mi respeto, mi gratitud y mi admiración, tres delitos en uno que me llenan de orgullo, pero no olvide nadie que el tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles. No sé si Dios me permitirá verlo, pero estoy seguro de que la verdad triunfará al final sobre la mentira.
Quedo (ilegalmente) a sus órdenes.
Luis Felipe Utrera-Molina