21 de mayo de 2021
EL GOBIERNO DE LA MENTIRA
19 de enero de 2021
Lo esencial
En el curso de una entrevista concedida a la televisión francesa TF3 en febrero de 2016, el Rey D. Juan Carlos reveló la siguiente anécdota: "Días antes de morir, Franco me cogió la mano y me dijo: Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España. No me dijo 'haz una cosa u otra', no: la unidad de España, lo demás... Si lo piensas, significa muchas cosas".
Apenas un mes antes de su muerte, la mañana del sábado 18 de octubre de 1975 -según conocemos por el testimonio de su hija Carmen- Franco se encerró en su despacho para escribir el que sería su testamento político. En su último mensaje pidió a los españoles perseverar “en la unidad y en la paz”; “alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España” y añadió finalmente lo siguiente: “Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la Patria.”
No es casual que Franco mencionase hasta tres veces la palabra “unidad”. En su testamento político no hay mención alguna al Movimiento Nacional, a los Principios Fundamentales o al Ejército. En los umbrales de su muerte, el viejo general, con la perspectiva de sus casi 83 años de vida y 39 años en el poder, consciente ya de que el edificio institucional que había construido iba a ser rápidamente desmontado, quiso advertir a su sucesor y a todos los españoles, sobre lo que consideraba esencial y acaso más frágil, consciente del peligro latente que representaban para España los movimientos centrífugos, agazapados durante su mandato a la espera de mejor ocasión.
No tardaron mucho los nacionalismos periféricos en sumarse con entusiasmo al proceso de la transición, tras el Real Decreto-ley 20/1977 sobre Normas Electorales que les concedía un peso político asimétrico y desproporcionado con el que poder condicionar el futuro de la nación y el título VIII de la Constitución de 1978 que establecía un marco competencial a las autonomías propio de un Estado Federal. Sólo puede achacarse tan peligrosa claudicación a la irresponsabilidad de quienes pilotaron la transición, embriagados en el empeño conseguir consensos que poder exhibir como medallas al precio que fuera. Las pocas voces que en aquél entonces se alzaron advirtiendo del peligro que todo ello entrañaba para la unidad nacional (Fernández de la Mora y mi padre, entre otros) fueron silenciadas y condenadas al ostracismo, acusados de sostener pretensiones cavernarias, contrarias al progreso y a la modernidad.
Hoy, 45 años después de la muerte de Francisco Franco, la unidad de España está herida de muerte. Durante las últimas décadas, los otrora nacionalistas -ya abiertamente separatistas- han jugado hábilmente sus cartas arañando concesiones de los distintos gobiernos de izquierda o derecha que han ido socavando de forma progresiva la presencia de España en Cataluña y en las provincias vascongadas y la conciencia de pertenencia a una patria común. Primero fueron cesiones fiscales y política lingüística, luego vendrían las competencias de educación, orden público, supresión del servicio militar, etc., que han utilizado siempre con patente deslealtad con el objetivo de extirpar de raíz cualquier seña de la españolidad de esas tierras.
Ahora, cuando la unidad de España agoniza en manos de un gobierno social-comunista, amancebado con quienes no disimulan en reivindicar las repúblicas vasca y catalana, y algunos -el primero, el rey D. Juan Carlos- se rasgan las vestiduras ante el denigrante espectáculo que la actualidad cotidiana nos depara, es momento de recordar la clarividencia del hombre que llevó sobre sus hombros el peso de nuestra patria durante 40 años y que, al rendir la vida ante Dios, quiso advertirnos y pedirnos que veláramos por lo esencial.
Nadie, o muy pocos, quisieron escucharle entonces y el tiempo se ha encargado de darle la razón, cumpliéndose los pronósticos más sombríos. Asistimos atónitos e impotentes a la deconstrucción progresiva de la nación más antigua de Europa, mientras se desactivan con precisión de bisturí las únicas instituciones que la Constitución consagra como garantes de la unidad indisoluble de la patria: la Corona y las Fuerzas Armadas.
Dicen los hombres de la mar que el momento más oscuro de la noche es el que precede a la aurora y conviene no olvidar que nuestra Patria ha sabido resurgir de sus cenizas en peores coyunturas. Si Dios quiere que España no perezca en manos de sus enemigos, algún día habrá de rendir homenaje y desagravio a quien puso hasta el final, por encima de toda mira personal, la defensa de la sagrada unidad de la nación española.
Luis Felipe Utrera-Molina
13 de noviembre de 2020
Consideraciones sobre las elecciones presidenciales 2020. Por Beatriz Silva Lapuerta
Como española y americana, me siento
obligada a clarificar algunos puntos sobre las elecciones Presidenciales 2020
de EEUU.
Comprendo
claramente que existe una gran confusión en EEUU y mundialmente ya que los
medios de comunicación masivamente han decidido, otorgándose un poder que no
les corresponde, proclamar Presidente a Joe Biden. Debo clarificar que esto es
simplemente erróneo, FALSO.
Todavía
no ha habido ni un solo estado que haya declarado un ganador y no lo harán
hasta que “el colegio de electores” se reúna en las respectivas capitales de
sus estados para votar, y esto no ocurrirá hasta principios de diciembre como
pronto (os recuerdo que el sistema americano es muy diferente al español).
Dadas
las serias acusaciones (algunas de las cuales ya se han presentado o están
presentando pruebas con gran fundamento) de irregularidades de votos y fraude,
numerosos “estados clave” se encuentran bajo escrutinio y todavía pendientes de
recuentos. Existe un gran número de serias irregularidades. Así, tanto como a
muchos les gustaría el que las elecciones 2020 ya estuvieran resueltas, lo
cierto es que NO LO ESTAN.
Si
algunos recuerdan, las elecciones Presidenciales del año 2000 no se decidieron
hasta el 12 de diciembre.
El
frenesí por declarar a Biden como ganador se basa solo en propaganda y
distorsión. Los medios de comunicación y los encuestadores han promocionado de
un modo descarado una Victoria arrolladora para Biden en sus predicciones. Si
bien esto podría haber sido un error de juicio, no descarto que haya
expectativas elevadas intencionalmente para afectar la participación de
votantes etc.
Lamentablemente,
hasta la Conferencia de Obispos de EEUU (USCCB) en una declaración emitida por
el Presidente de la misma, el Arzobispo José Gómez, dio la bienvenida al “Nuevo
Presidente” Biden.
Tales
declaraciones ignoran por completo el marco constitucional para las elecciones
presidenciales y la resolución de disputas y denuncias de actividades
delictivas por parte de algunos funcionarios que supervisan la distribución y
tabulación de los votos.
Existe una tradición de UN
VOTO POR PERSONA. Existe evidencia de que ha habido violaciones a este
principio con votos presentados con nombres de personas fallecidas, personas
con múltiples votaciones a su nombre y otras muchas irregularidades.
Estos asuntos se
encuentran ante los tribunales, presentados por quienes buscan reparación por
delitos que, si se prueban, son punibles bajo la ley federal.
Espero que esto clarifique
LO QUE ESTA EN JUEGO. El resultado de unas elecciones en un país democrático, no es declarado por los medios de comunicación, sino por el recuento veraz de votos realizado de acuerdo con la
legalidad.
Beatriz Silva de Lapuerta
16 de octubre de 2020
La corrupción de la memoria.
LA CORRUPCIÓN DE LA MEMORIA
Mi padre fue de esos niños a los que la guerra les robó la infancia. Vio cómo
asesinaban a un amigo por ser falangista y a su padre por defenderlo; vivió las
siniestras romerías de mujeres que cada mañana subían hasta el lugar triste de
los fusilamientos para burlarse de cadáveres aún calientes. Creció sabiendo que
no todo era oscuro al otro lado, porque tenía familiares luchando bajo
otra bandera, y que en el suyo no todo era limpio, porque sabía de miserables y
aprovechados que buscaban el amparo del uniforme para cometer sus felonías.
Mi padre fue falangista. Hasta el último día de su vida hizo honor a su
juramento. En su carta de despedida nos pidió ser enterrado con su camisa azul.
“No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al
ideal que ha llenado mi vida.”. Para él, la política no era otra cosa que
la emoción de hacer el bien sobre todo a los que no podían congraciarse con la
patria porque carecían de pan y de justicia. Y fue leal a Francisco Franco,
antes y después de su muerte. Una lealtad crítica y ajena a lo cortesano, que
le granjeó no pocos recelos en el régimen y una implacable persecución posterior
cuando, rechazando jugosas ofertas, no quiso alistarse en las filas de los
conversos ni formar en el escuadrón de los mudos mientras un repentino oprobio
comenzaba a cubrir lo que había dado sentido a su vida.
Mi padre era alérgico al sectarismo y siempre nos previno de que el odio era
una pasión aniquilante para el que la padecía. Sabía que no era posible un
franquismo sin Franco, consciente de la excepcionalidad de un régimen que no
podía entenderse sin su protagonista y sin el contexto del proceso
revolucionario y anticlerical de los años 30. Pero asistía con perplejidad y
dolor al proceso de desfiguración de nuestro reciente pasado y demonización de
un hombre, Francisco Franco, al que consideraba, con sobradas razones para ello
y sin escatimar las sombras de su régimen, el mejor gobernante que había tenido
España desde Felipe II.
Ese era mi padre, un caballero falangista del que me siento legítimamente
orgulloso y cuyo ejemplo me estimula cada día. Pero como él hubo millones de españoles
nobles, leales y ejemplares que, desde un ideal, lucharon y trabajaron
denodadamente bajo el mandato de Franco para levantar España de su postración. Claro
que cometieron errores, que hubo injusticias, pero también se creó una clase
media dominante, se construyeron más de cuatro millones de viviendas sociales,
más de quinientos pantanos, decenas de miles de escuelas, institutos,
universidades laborales, residencias sanitarias, se creó el seguro de
enfermedad, la Seguridad social y España llegó a ser la novena potencia
industrial en términos de PIB con una deuda pública que no superaba el 7,5%.
Yo nací apenas 30 años desde el final de la guerra y pude conocer a muchos
de los que habían luchado en una y en otra trinchera. Jamás percibí en ellos
sombra alguna de odio, pero sí de dolor. Hablaban con respeto de los que se
batieron el cobre al otro lado y con despreció infinito de quienes se ocupaban
de las limpiezas en la cómoda atalaya de la retaguardia. Estaban
vacunados contra el odio porque habían sufrido el desgarro de una guerra fratricida.
Hoy, un gobierno siniestro e incompetente, que ha hecho de la mentira su
más visible seña de identidad, quiere aprobar una ley totalitaria que
convertirá en delito la publicación de este artículo; que condena con un manto
de oprobio a los que se batieron el cobre en un lado, mientras glorifica a los
que lo hicieron en el otro, muchos de los cuales, si pudieran levantarse de sus
tumbas escupirían a los promotores de esa ley cainita con el mismo desprecio
con el que hablaban de los cobardes de la retaguardia.
La ley quiere imponer un relato deformado de nuestra reciente historia que
presenta a los vencedores de la guerra como verdugos y a los derrotados como víctimas,
dinamitando el espíritu que hizo posible la transición y negando a la derecha cualquier
legitimidad para gobernar. Ya lo intentaron en 1936, falseando el inmediato
relato del golpe revolucionario de 1934 y sabemos cómo resultó. Me atrevo a aventurar
que este nuevo intento podría volverse también en su contra, porque ignoran las
consecuencias del odio que están inoculando en los españoles.
Hay quienes, disfrazando su cobardía de practicismo, seguirán mirando para
otro lado mientras avanza la imposición de la mentira. No hacer nada cuando se
violan los derechos más elementales y se criminaliza la disidencia con el
discurso oficial, es abrir la puerta a la peor de las tiranías, la de la mentira.
A mí no me van a callar ni con multas, ni con amenazas, ni con penas de prisión.
Me niego a permanecer impasible mientras se insulta y se vierte un himalaya
de mentiras sobre los que, como mi padre, y desde unas ideas tan respetables
como las que más, nos legaron una España mejor de la que recibieron y de la que
nosotros dejaremos a nuestros hijos. Prefiero perder la libertad por decir lo
que pienso a no poder mantener la mirada a mis hijas por no haber tenido el
valor de defender la honra de mis mayores. Al fin y al cabo, si no encuentro
justicia en esta vida, siempre me quedará la eterna promesa de las
bienaventuranzas.
Luis Felipe Utrera-Molina,
Abogado