El pasado sábado, aprovechando un
retiro de tres días en una localidad cercana, visité, en unión de unos amigos,
el museo de los mártires claretianos de Barbastro. Al terminar la visita, todos
salimos sobrecogidos por la crudeza del relato de los hechos, por la inmensa paz y falta de resentimiento del sacerdote claretiano que nos sirvió de guía y por tener
delante los restos mortales de 51 mártires de la Iglesia y los impresionantes testimonios de fe que
dejaron escritos para sus familias, para su Congregación y para la posteridad.
Recomiendo la visita virtual al
Museo pinchando aquí.
A las 17,30 horas del 20 de julio
de 1936 unos sesenta milicianos comunistas y anarquistas de la CNT armados
irrumpieron en la comunidad de Barbastro en donde residían los misioneros
claretianos, formada por 60 personas: nueve sacerdotes, doce hermanos y 39
estudiantes. Los tres padres superiores fueron arrestados mientras que el resto
fueron trasladados y recluidos en un salón del colegio de los Escolapios, que
se convertiría en una improvisada prisión.
Los carceleros buscaban una y
otra vez la apostasía de los jóvenes seminaristas, les tenían prohibido rezar e
introducían prostitutas desnudas en el salón para tentarlos, aunque sin éxito.
Se les negó el agua –bajo un calor asfixiante-, se les sometió a fusilamientos
simulados un día tras otro y se les impedía dormir, para lo cual se
establecieron relevos día y noche fuera del local para insultarles, arrojarles
piedras, etc.
Pese a todo, el hermano cocinero
conseguía de cuando en cuando, pasarles dentro del bocadillo diario que les
servía de alimento, un pedazo de hostia consagrada (que tenía bien escondida en
su cocina), para que pudieran recibir la comunión.
Durante el encierro, los jóvenes
dejaron su testimonio en sillas, tablas, taburetes, paredes, pañuelos y hasta
en los envoltorios de la comida. En una envoltura de chocolate se conservó el
testimonio de Faustino Pérez, uno de los seminaristas:
Agosto, 12 de 1936, en Barbastro. Seis de nuestros compañeros son
ya mártires: Pronto esperamos serlo nosotros también. Pero antes queremos hacer
constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por
la ordenación cristiana del mundo obrero, el reinado definitivo de la Iglesia
Católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias. ¡La
ofrenda última a la Congregación, de sus hijos mártires!
Muchos de estos testimonios
pueden verse en el Museo.
Doce días después de ser
encarcelados los padres superiores fueron fusilados. El resto, hasta 51 lo
serían los días 12, 13, 15 y 18 de agosto de 1936. Con ellos también fue
asesinado un gitano, Ceferino Giménez, “El Pelé” que se negó a abandonar su
rosario, motivo por el cual fue ejecutado. Tan
sólo salvaron la vida el cocinero, al que los milicianos hicieron bajar del
camión al que se había subido para recibir la palma de martirio junto con sus hermanos,
para que cocinara para ellos y dos seminaristas argentinos que fueron
reclamados por el Consulado y que fueron los encargados de transmitir a Roma la
verdad del martirio sufrido por sus hermanos.
Fueron a la muerte cantando,
besando las cuerdas de esparto que les ataban al martirio, perdonando y rezando
por sus verdugos y gritando ¡Viva Cristo Rey!. Iban felices al martirio, tanto,
que varios de ellos fueron asesinados en el propio camión que les trasladaba al
lugar de la ejecución por milicianos que, enrabietados por su alegría, les
reventaron el cráneo a culatazos.
Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica, y a ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con todas la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y muerte.
Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayo ni pesares: morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós, querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción. ¡Y qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente el mismo día en que nos impusieron.
Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno
Faustino Pérez. C. M. F.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!
Los milicianos se ensañaron con especial
crueldad con el obispo de la diócesis, Florentino Asensio, como explica una página
dedicada a su martirio:
Lo amarraron codo con codo a otro
hombre mucho más alto y recio, y los condujeron a los dos, después de varias
horas de calabozo, al rastrillo. Entre frases groseras e insultantes, un tal
Héctor M., oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el
Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le
dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer
co... de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces:
sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos.
Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y
empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció,
pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las
cinco tremendas llagas.
En el suelo había un ejemplar de
Solidaridad Obrera, donde Alfonso G. recogió los despojos; se los puso en el
bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo, por bares de Barbastro. Le
cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre
caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el
Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre el pavimento si no
hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie,
aterrado y mudo.
El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a
la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le
obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los
hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los
creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el
trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la
pasión de Cristo.
El heroico prelado, que el día anterior, el 8
de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz
alta: -¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor! José
Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de
Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores: -Se ve que no sabe a dónde lo
llevamos. -Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por
vosotros...
-Anda, tocino, date prisa -le decían. y
él: -No, si por más que me hagáis, yo os
he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le
dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el
cementerio de Barbastro.
Al recibir la descarga, los
milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Pero el Obispo no murió
aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de
agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al
principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que
sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba
lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo».
Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de
mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía
muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó
que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».
Después de muerto, Mariano C. A.
y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio a Mariano C. A. los pantalones,
que se puso dos días después, «porque estaban en buen uso»; y a José C. S. El
Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que se me rompieron», declaró él
mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.
Hoy todos ellos son beatos de la
Iglesia. Contemplar sus ropas ensangrentadas, los muebles, papeles y todo tipo
de objetos en los que grabaron el testimonio de su fe, sus huesos quebrantados
por el odio, es todo un aldabonazo a las conciencias adormiladas de los
cristianos de hoy. Su martirio, su sacrificio generoso y valiente, su amor a
Dios sigue siendo hoy semilla de esperanza.
Hace un año se estrenó en los cines de toda España la película "Un Dios prohibido", que refleja de un modo fiel la verdad de su martirio. El Padre Claretiano que nos acompañó durante el recorrido del museo nos contó cómo varios de los actores que habían actuado en la película se habían convertido y que uno de ellos pidió el Bautismo tras visitar el museo y estar delante de sus restos.
Como decía un buen amigo que me acompañó, la diferencia entre el perdón cristiano y la supuesta justicia pretendida por los portavoces de la desmemoria histórica se comprueba en los frutos: reconciliación y perdón frente a división y odio.
Que su sangre bendita siga dando abundante fruto y vertiendo amor sobre nuestra querida España.
LFU