"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
Mostrando entradas con la etiqueta artículo LA RAZÓN. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta artículo LA RAZÓN. Mostrar todas las entradas

16 de octubre de 2020

La corrupción de la memoria.


 

LA CORRUPCIÓN DE LA MEMORIA

 

Mi padre fue de esos niños a los que la guerra les robó la infancia. Vio cómo asesinaban a un amigo por ser falangista y a su padre por defenderlo; vivió las siniestras romerías de mujeres que cada mañana subían hasta el lugar triste de los fusilamientos para burlarse de cadáveres aún calientes. Creció sabiendo que no todo era oscuro al otro lado, porque tenía familiares luchando bajo otra bandera, y que en el suyo no todo era limpio, porque sabía de miserables y aprovechados que buscaban el amparo del uniforme para cometer sus felonías.

 

Mi padre fue falangista. Hasta el último día de su vida hizo honor a su juramento. En su carta de despedida nos pidió ser enterrado con su camisa azul. “No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al ideal que ha llenado mi vida.”. Para él, la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien sobre todo a los que no podían congraciarse con la patria porque carecían de pan y de justicia. Y fue leal a Francisco Franco, antes y después de su muerte. Una lealtad crítica y ajena a lo cortesano, que le granjeó no pocos recelos en el régimen y una implacable persecución posterior cuando, rechazando jugosas ofertas, no quiso alistarse en las filas de los conversos ni formar en el escuadrón de los mudos mientras un repentino oprobio comenzaba a cubrir lo que había dado sentido a su vida.

 

Mi padre era alérgico al sectarismo y siempre nos previno de que el odio era una pasión aniquilante para el que la padecía. Sabía que no era posible un franquismo sin Franco, consciente de la excepcionalidad de un régimen que no podía entenderse sin su protagonista y sin el contexto del proceso revolucionario y anticlerical de los años 30. Pero asistía con perplejidad y dolor al proceso de desfiguración de nuestro reciente pasado y demonización de un hombre, Francisco Franco, al que consideraba, con sobradas razones para ello y sin escatimar las sombras de su régimen, el mejor gobernante que había tenido España desde Felipe II.

 

Ese era mi padre, un caballero falangista del que me siento legítimamente orgulloso y cuyo ejemplo me estimula cada día. Pero como él hubo millones de españoles nobles, leales y ejemplares que, desde un ideal, lucharon y trabajaron denodadamente bajo el mandato de Franco para levantar España de su postración. Claro que cometieron errores, que hubo injusticias, pero también se creó una clase media dominante, se construyeron más de cuatro millones de viviendas sociales, más de quinientos pantanos, decenas de miles de escuelas, institutos, universidades laborales, residencias sanitarias, se creó el seguro de enfermedad, la Seguridad social y España llegó a ser la novena potencia industrial en términos de PIB con una deuda pública que no superaba el 7,5%.

 

Yo nací apenas 30 años desde el final de la guerra y pude conocer a muchos de los que habían luchado en una y en otra trinchera. Jamás percibí en ellos sombra alguna de odio, pero sí de dolor. Hablaban con respeto de los que se batieron el cobre al otro lado y con despreció infinito de quienes se ocupaban de las limpiezas en la cómoda atalaya de la retaguardia. Estaban vacunados contra el odio porque habían sufrido el desgarro de una guerra fratricida.

 

Hoy, un gobierno siniestro e incompetente, que ha hecho de la mentira su más visible seña de identidad, quiere aprobar una ley totalitaria que convertirá en delito la publicación de este artículo; que condena con un manto de oprobio a los que se batieron el cobre en un lado, mientras glorifica a los que lo hicieron en el otro, muchos de los cuales, si pudieran levantarse de sus tumbas escupirían a los promotores de esa ley cainita con el mismo desprecio con el que hablaban de los cobardes de la retaguardia.

 

La ley quiere imponer un relato deformado de nuestra reciente historia que presenta a los vencedores de la guerra como verdugos y a los derrotados como víctimas, dinamitando el espíritu que hizo posible la transición y negando a la derecha cualquier legitimidad para gobernar. Ya lo intentaron en 1936, falseando el inmediato relato del golpe revolucionario de 1934 y sabemos cómo resultó. Me atrevo a aventurar que este nuevo intento podría volverse también en su contra, porque ignoran las consecuencias del odio que están inoculando en los españoles.

 

Hay quienes, disfrazando su cobardía de practicismo, seguirán mirando para otro lado mientras avanza la imposición de la mentira. No hacer nada cuando se violan los derechos más elementales y se criminaliza la disidencia con el discurso oficial, es abrir la puerta a la peor de las tiranías, la de la mentira. A mí no me van a callar ni con multas, ni con amenazas, ni con penas de prisión. Me niego a permanecer impasible mientras se insulta y se vierte un himalaya de mentiras sobre los que, como mi padre, y desde unas ideas tan respetables como las que más, nos legaron una España mejor de la que recibieron y de la que nosotros dejaremos a nuestros hijos. Prefiero perder la libertad por decir lo que pienso a no poder mantener la mirada a mis hijas por no haber tenido el valor de defender la honra de mis mayores. Al fin y al cabo, si no encuentro justicia en esta vida, siempre me quedará la eterna promesa de las bienaventuranzas.

 

 

            Luis Felipe Utrera-Molina, Abogado

 

 

20 de enero de 2020

El silencio culpable

Artículo publicado en La Razón el 6 de enero de 2020


El 22 de junio de 1978, ABC publicaba un artículo firmado por mi padre, José Utrera Molina, titulado “El silencio culpable”. Comenzaban a conocerse detalles preocupantes de las negociaciones para la redacción del título VIII de la Constitución y merece la pena extraer un párrafo que, leído hoy, cuatro décadas después, resulta verdaderamente premonitorio. «El que afirma que el problema de aceptar o no la voz nacionalidades se reduce a una cuestión terminológica, o no tiene sentido de la política, ni de la Historia, o no obra de buena fe. En política no hay palabras inocuas cuando se pretende con ellas movilizar sentimientos. El término nacionalidad, remite a nación o Estado. Cuando alguien dice que “Cataluña es la nación europea sin Estado que ha sabido mantener mejor su identidad”, resulta muy difícil no ve que se está denunciando una «privación del ser», que tiende «a ser colmado para alcanzar su perfección», y preparando una sutil concienciación para reclamar un día ese estado independiente a que la imparable dinámica del concepto de nacionalidad habrá de conducir hábilmente manejada.»

Aquel profético artículo le granjeó entonces el desprecio e insulto de una clase política que, afanada en encontrar acomodo en las mullidas alfombras del consenso, le alistó para siempre en la caverna del inmovilismo, apartándole de la vida pública. Hoy podemos decir sin ambages, a la vista de la situación que vivimos, que algunos obraban de mala fe, y la mayoría con una carencia absoluta de sentido de la política y de la historia, abriendo un melón -el de las nacionalidades- que lejos de neutralizar al separatismo, no hizo sino darle unas alas que no tenía, fomentando el aldeanismo y la insolidaridad entre las distintas regiones de España.

La explosiva combinación entre un título VIII jamás armonizado y una ley electoral hecha a medida de los nacionalistas, ha acelerado un proceso de centrifugación que amenaza seriamente la existencia de la nación más antigua de Europa. Las últimas cuatro décadas han sido escenario de una constante cesión al separatismo por parte de los partidos tradicionales que se han alternado en el poder, PP y PSOE, cada vez que han necesitado los votos de las minorías nacionalistas para una investidura.

Felipe González cedió en 1993 la corresponsabilidad fiscal (15% del IRPF) y dio paso a las primeras transferencias. Mucho mayor fue el precio que pagó el PP de Aznar en 1996: supresión de los gobiernos civiles (sustituidos por Delegados del gobierno con muchas menos competencias), cesión de competencias de tráfico a los Mossos d'Esquadra, transferencias en justicia, educación, agricultura, cultura, farmacias, sanidad, empleo, puertos, medio ambiente, política lingüística y vivienda, además de la sustitución de los topónimos oficiales españoles de las ciudades vascas, catalanas y gallegas por los de sus lenguas vernáculas. En 2004 un irresponsable Zapatero llegó al poder de la mano de los independentistas catalanes prometiendo aceptar el Estatuto que aprobase el Parlament cuyo texto adolecía de una palmaria inconstitucionalidad, parte de la cual se tragó el Tribunal Constitucional en una sentencia salomónica que no contentó a nadie.

La abierta rebeldía que vive Cataluña no es sino el resultado de cuatro décadas de adoctrinamiento en la mentira más abyecta y en el odio a todo lo español por parte de una clase política, no ya mediocre, sino también instalada en una corrupción sistémica. Decía Camús que había una estrecha simbiosis entre el odio y la mentira y ya hace décadas el catalán universal Josep Plase preguntaba si algún día tendrían en Cataluña “una auténtica y objetiva historia, que no contenga las memeces de las historias puramente románticas que van saliendo”. El resultado es que hay toda una generación de catalanes instalados en un aldeanismo cerril que ya no atiende a los tradicionales estímulos económicos que otrora caracterizasen a sus paisanos.

Sin embargo, en los albores de 2020, lejos de tratar de combatir al separatismo con la fuerza de la ley, asistimos atónitos al dramático espectáculo de un presidente errático, mitómano y debilitado dispuesto a dilapidar el Estado de derecho y reconocer naciones por doquier y otorgar mercedes imposibles con tal de mendigar el apoyo en la investidura de quienes están en abierta rebeldía contra España. Con no menos sorpresa nos contemplan el resto de las naciones, viendo cómo el gobierno de España negocia con quienes quieren destruirla como nación.  

Ante esta coyuntura hay que afirmar una y mil veces, en alta voz, que la nación española es una e indivisible. España creó hace más de cinco siglos una nueva fórmula de comunidad humana, basada en una innegable realidad geográfica, cultural e histórica que hemos heredado de nuestros mayores y que debemos legar a nuestros hijos. Hay que armonizar la unidad y la diversidad, pero nadie tiene derecho a romper la unidad nacional porque eso sería una traición a nuestra historia y a nuestra libertad. Cataluña no es posible sin España y España dejaría de serlo sin Cataluña.

 Callar cuando la unidad de España está en peligro es la peor de las cobardías. Yo, al menos -como hiciera mi padre hace ahora 42 años- no quiero dejar de sumar mi voz a las que ya se levantan frente al riesgo clarísimo de perderla. Quiero que se sepa que no todos los españoles estuvimos de acuerdo en quedarnos sin Patria.

Luis Felipe Utrera-Molina

27 de noviembre de 2019

José Antonio Primo de Rivera, patrimonio de todos los españoles





Artículo publicado en La Razón el 24 de noviembre de 2019, atribuido por error en la edición impresa a mi hermano César. 

Fue Enrique de Aguinaga, Decano de los cronistas madrileños quien acertadamente definió a José Antonio como arquetipo. Y al contemplar su figura y trayectoria cuando se cumplen 83 años de su asesinato “legal” por el gobierno del Frente Popular, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con la clase política que padecemos en la que la mediocridad es la regla.

La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del Derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio fue la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.

Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:

“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”

Es esa noble causa y no una ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.

Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu juvenil de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.

Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.

Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su excepcional y emocionante testamento que debería hacer sonrojar a los sectarios funcionarios del Ministerio de la Verdad que ahora tienen su tumba en el punto de mira: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.

A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que decidieron petrificar su doctrina condenando cualquier desviación, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y del estilo y, en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal.  Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.

Luis Felipe Utrera-Molina