27 de julio de 2021
16 de octubre de 2020
La corrupción de la memoria.
LA CORRUPCIÓN DE LA MEMORIA
Mi padre fue de esos niños a los que la guerra les robó la infancia. Vio cómo
asesinaban a un amigo por ser falangista y a su padre por defenderlo; vivió las
siniestras romerías de mujeres que cada mañana subían hasta el lugar triste de
los fusilamientos para burlarse de cadáveres aún calientes. Creció sabiendo que
no todo era oscuro al otro lado, porque tenía familiares luchando bajo
otra bandera, y que en el suyo no todo era limpio, porque sabía de miserables y
aprovechados que buscaban el amparo del uniforme para cometer sus felonías.
Mi padre fue falangista. Hasta el último día de su vida hizo honor a su
juramento. En su carta de despedida nos pidió ser enterrado con su camisa azul.
“No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al
ideal que ha llenado mi vida.”. Para él, la política no era otra cosa que
la emoción de hacer el bien sobre todo a los que no podían congraciarse con la
patria porque carecían de pan y de justicia. Y fue leal a Francisco Franco,
antes y después de su muerte. Una lealtad crítica y ajena a lo cortesano, que
le granjeó no pocos recelos en el régimen y una implacable persecución posterior
cuando, rechazando jugosas ofertas, no quiso alistarse en las filas de los
conversos ni formar en el escuadrón de los mudos mientras un repentino oprobio
comenzaba a cubrir lo que había dado sentido a su vida.
Mi padre era alérgico al sectarismo y siempre nos previno de que el odio era
una pasión aniquilante para el que la padecía. Sabía que no era posible un
franquismo sin Franco, consciente de la excepcionalidad de un régimen que no
podía entenderse sin su protagonista y sin el contexto del proceso
revolucionario y anticlerical de los años 30. Pero asistía con perplejidad y
dolor al proceso de desfiguración de nuestro reciente pasado y demonización de
un hombre, Francisco Franco, al que consideraba, con sobradas razones para ello
y sin escatimar las sombras de su régimen, el mejor gobernante que había tenido
España desde Felipe II.
Ese era mi padre, un caballero falangista del que me siento legítimamente
orgulloso y cuyo ejemplo me estimula cada día. Pero como él hubo millones de españoles
nobles, leales y ejemplares que, desde un ideal, lucharon y trabajaron
denodadamente bajo el mandato de Franco para levantar España de su postración. Claro
que cometieron errores, que hubo injusticias, pero también se creó una clase
media dominante, se construyeron más de cuatro millones de viviendas sociales,
más de quinientos pantanos, decenas de miles de escuelas, institutos,
universidades laborales, residencias sanitarias, se creó el seguro de
enfermedad, la Seguridad social y España llegó a ser la novena potencia
industrial en términos de PIB con una deuda pública que no superaba el 7,5%.
Yo nací apenas 30 años desde el final de la guerra y pude conocer a muchos
de los que habían luchado en una y en otra trinchera. Jamás percibí en ellos
sombra alguna de odio, pero sí de dolor. Hablaban con respeto de los que se
batieron el cobre al otro lado y con despreció infinito de quienes se ocupaban
de las limpiezas en la cómoda atalaya de la retaguardia. Estaban
vacunados contra el odio porque habían sufrido el desgarro de una guerra fratricida.
Hoy, un gobierno siniestro e incompetente, que ha hecho de la mentira su
más visible seña de identidad, quiere aprobar una ley totalitaria que
convertirá en delito la publicación de este artículo; que condena con un manto
de oprobio a los que se batieron el cobre en un lado, mientras glorifica a los
que lo hicieron en el otro, muchos de los cuales, si pudieran levantarse de sus
tumbas escupirían a los promotores de esa ley cainita con el mismo desprecio
con el que hablaban de los cobardes de la retaguardia.
La ley quiere imponer un relato deformado de nuestra reciente historia que
presenta a los vencedores de la guerra como verdugos y a los derrotados como víctimas,
dinamitando el espíritu que hizo posible la transición y negando a la derecha cualquier
legitimidad para gobernar. Ya lo intentaron en 1936, falseando el inmediato
relato del golpe revolucionario de 1934 y sabemos cómo resultó. Me atrevo a aventurar
que este nuevo intento podría volverse también en su contra, porque ignoran las
consecuencias del odio que están inoculando en los españoles.
Hay quienes, disfrazando su cobardía de practicismo, seguirán mirando para
otro lado mientras avanza la imposición de la mentira. No hacer nada cuando se
violan los derechos más elementales y se criminaliza la disidencia con el
discurso oficial, es abrir la puerta a la peor de las tiranías, la de la mentira.
A mí no me van a callar ni con multas, ni con amenazas, ni con penas de prisión.
Me niego a permanecer impasible mientras se insulta y se vierte un himalaya
de mentiras sobre los que, como mi padre, y desde unas ideas tan respetables
como las que más, nos legaron una España mejor de la que recibieron y de la que
nosotros dejaremos a nuestros hijos. Prefiero perder la libertad por decir lo
que pienso a no poder mantener la mirada a mis hijas por no haber tenido el
valor de defender la honra de mis mayores. Al fin y al cabo, si no encuentro
justicia en esta vida, siempre me quedará la eterna promesa de las
bienaventuranzas.
Luis Felipe Utrera-Molina,
Abogado