Por un imperativo de conciencia y de respeto he evitado
pronunciarme sobre el insólito proceso de mitificación de la figura política de
Adolfo Suárez mientras estuviera de cuerpo presente.
Adolfo Suárez está sometido ya al juicio de la historia. La
gran cantidad de lugares comunes, medias verdades, falsedades completas y
halagos póstumos de estos días de duelo quedan para el anecdotario luctuoso del político abulense. Tengo para mí que la clase política ha querido utilizar su figura
para auto-justificarse en un momento en el que la política está desprestigiada y las instituciones están siendo seriamente
cuestionadas por el pueblo español. De hecho, ninguno ha querido faltar a la
cita, ni siquiera los que más denigraron en vida al fallecido presidente.
Por más que lo repitan ad
nauseam Suárez no fue el artífice de la transición. El que hizo posible la
misma fue el propio régimen que lo encumbró y en el que llegó a sus más altas
cumbres de poder, al crear unas condiciones de bienestar y desarrollo en los
españoles que actuarían como elemento disuasorio capaz de neutralizar cualquier
aventura que implicase un nuevo enfrentamiento. Sí fue eficaz en triturar aquél
régimen en un tiempo récord, aunque no era muy difícil teniendo en cuenta que
la mayoría de sus servidores estaba por agarrarse a las alfombras como aves de rapiña.
Quien diseñó el tránsito del régimen autoritario al sistema
de democracia parlamentaria fue otro hombre del régimen, Torcuato Fernández
Miranda, por encargo del rey. Un Fernández Miranda que, sin embargo, no se
avino a transigir con la formulación del título VIII de la Constitución pronosticando
que abriría abismos en el futuro y adelantándose al drama desintegrador que hoy vive nuestra
nación. Como consecuencia de ello, acabó sus días en la más absoluta soledad y abandonado de todos.
Suárez, que en sólo seis meses pasó de hablar de “la gigantesca obra de ese español
irrepetible al que siempre deberemos homenaje de gratitud, que se llamaba
Francisco Franco” a afirmar que “España
estaba saliendo de la larga noche de la dictadura”, prefirió el disparate
del “café para todos” a una formulación más responsable de la estructura
territorial del Estado que garantizase su estabilidad a largo plazo. Heredó una España con menos de un 4% de paro y salió
del gobierno con una tasa de paro del 16%. Era un hombre con una clara vocación
de poder y con escasos escrúpulos, tal vez lo que el rey necesitaba en esos
momentos para desmontar la estructura del régimen que había posibilitado el
regreso de la Corona.
Aunque ahora todos le colman de alabanza, lo cierto es que acabó
completamente solo y en buena parte por méritos propios. Ganó unas elecciones desde el poder con todo a su favor, una sola televisión, férreo control de los
medios y del aparato del Estado y no logró acabar ninguna legislatura, llevando
al país a una situación insostenible que culminó en el intento nunca aclarado de
golpe de estado del 23 de febrero de 1981.
No fue, a mi juicio, el gran gobernante que ahora
dicen, ni tampoco el mejor presidente de la democracia, aunque el nivel no haya
sido muy alto entre los que han ocupado esa magistratura.
Todo ello no puede hacerme olvidar el calvario que tuvo que
sufrir en lo personal. La entereza y testimonio de fe de su hija Mariam en su enfermedad,
anteponiendo la vida de su hijo no nacido a la suya propia, la enfermedad y
muerte de su mujer por un cáncer que hizo estragos en sus otras dos hijas, su temprano
declive presa del Alzheimer….demasiadas cruces para un solo hombre, que sin duda le servirían para redimir cualesquiera deudas que tuviera ante Dios.
Lo cortés no quita lo valiente. Rezar por la salvación de su
alma es lo que hice cuando tuve noticia de su fallecimiento, pero no estoy
dispuesto a sumarme al insufrible botafumeiro al que nos ha sometido el sistema
y el pensamiento único, que me produce verdadera alergia primaveral.
Que descanse en paz.
LFU