Hace unos días, un diario
nacional de marcada tendencia pro-abortista llevaba a su portada un
titular de alcance absolutamente estremecedor. Una mujer tras reconocer haber
abortado recientemente a su hijo por habérsele diagnosticado síndrome de
Down, justificaba su terrible acción alegando –y tal era el titular-
que “mejor llorar un mes que toda una
vida”.
Me acorde entonces de Ana, la séptima
hija de mis padrinos de bautismo, personas ejemplares donde las haya. Ana –Anuca como todos la llamaban- tenía Síndrome de Down, además de otras muchas complicaciones
que hicieron que Dios quisiera llevársela a la temprana edad de 21 años. Puedo
dar fe que aquél ángel –qué otro nombre poner a quien ha sido creado por Dios
para ofrecer un amor incondicional- fue inmensamente feliz en su corta
vida pues amó y fue amada con la misma intensidad. Y en medio de su calvario -que
lo tuvo- era capaz de dibujar la más preciosa y sobrecogedora sonrisa. En
su bendita ingenuidad no había lugar alguno para la maldad o el retorcimiento.
Decía, con marcado gracejo sevillano, lo primero que se le antojaba, no conocía
la mentira y era incapaz de adivinar en el corazón de los demás la menor
sombra de odio o de rencor, sentimientos que no encontraban cabida en su limpio
e infantil universo.
Recuerdo que siempre que iba a su
casa me recibía con un estrépito de alegría, me regalaba piropos que me
azoraban –era una grandísima coqueta- y me abrazaba y besaba con cariño. Era la alegría de sus padres y la de sus seis
hermanos que la cuidaron y quisieron con locura hasta el final y que la
quieren todavía como si cada rincón de su casa guardase el eco de su felicidad. Los
que no han conocido a una persona con síndrome de Down no pueden atisbar
siquiera la enorme dimensión de la alegría y el amor que son capaces de
regalar esos hijos predilectos de Dios, eternamente niños, y lo mucho
que pueden llegar a llorar los demás ante el vacío que dejan cuando suben
al cielo.
Por eso me dolió especialmente ese
titular. La mujer que el diario progresista utiliza inicuamente en
defensa del infame aborto eugenésico, ignora que además de llorar durante
un mes -lo que implica que es consciente de lo injusto de su acción- llorará
probablemente el resto de su vida, cada vez que vea por la calle la
sonrisa de un niño con síndrome de Down, pues en ellas verá retratado el rostro
de una felicidad que ella misma ha hecho imposible.
Posturas como ésta son el fruto del
egoísmo y la amoralidad que impera en una sociedad que exalta la comodidad y
rechaza el sacrificio, que impone la ley del fuerte sobre el débil, que decide
quien tiene no derecho a vivir en función de su utilidad, negando a los más
frágiles el sagrado derecho a nacer y facilitando la eliminación de aquellos a
los que la edad o la enfermedad los convierte en una carga. Paradójicamente, la
progresía asume en este caso sin despeinarse los postulados nazis de la
selección de la especie en base a una supuesta compasión mal entendida por el
discapacitado a quien, por un lado se le priva del derecho a nacer o se le
facilita el tránsito, al tiempo que se
promueve el respeto y la eliminación de barreras para los que han tenido la
suerte de nacer, que cada vez son menos. Lamentablemente, tampoco la derecha tiene
claro lo contrario. No hay más que contemplar las reticencias y largas
cambiadas con la que algunos miembros destacados del Pp han recibido la importante
propuesta del Ministerio de Justicia para la eliminación del aborto eugenésico,
anteponiendo el cálculo electoral y la evitación del desgaste a los principios
morales de la inmensa mayoría de sus votantes. No es más que la constatación de
la falta de referencias y principios morales de que adolece el partido gobernante
Dios me
libre de juzgar a esa mujer. Sólo puedo sentir angustia por la ruina moral que
le ha llevado a tomar esa decisión, y rezo para que algún día pueda ver la
luz y no acabe sumida en un llanto, no de un mes, ni de una vida, sino de
toda una eternidad por haber hecho daño a la más frágil y bondadosa de las
criaturas. Es sólo un fruto podrido más de esta sociedad relativista sin otro dios que la búsqueda del propio bienestar.
Y al elevar
mi plegaria, me acuerdo otra vez de Ana, que desde el cielo, en ese lugar
cercano que Cristo reserva a los niños, seguirá dibujando sonrisas en el
corazón de todos los que tanto y tan bien la quisieron y dan gracias a Dios por
el inmenso regalo de su corta vida.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez