Nunca supimos su nombre. Para nosotros fue siempre -y lo seguirá
siendo en nuestro recuerdo- “El Señor de las Almendras”. ¿Quién quería más
almendraaas? ¡Qué almendras más bueenaaas! ¡Están tostaitas, muy ricas las
almendras! ¡Almendraaas! ¡Qué almendras más bueenaas!. Este repertorio y su
grave tono de voz, forma ya parte indeleble del arcano de la memoria de los veraneantes
asiduos a la playa de Nerja.
Tan sólo en una ocasión hablé con él de cuestiones ajenas a
su negociado, tras haber echado de menos mis hijas su exquisita mercancía durante varios
días. Me contó entonces que venía cada mañana de Almuñecar, donde vivía, que su
mujer y su hija pelaban y tostaban las almendras en casa y él se hacía los
veintitantos kilómetros en una modesta mobilette para recorrerse la playa de punta a
punta para ganarse la vida. Vestido siempre con decoro, sombrero de paja, pantalón
largo y camisa de algodón. Ninguna concesión a la moda o a la comodidad. Armado con su cesta repleta de exquisitas almendras, del bolsillo de su camisa asomaban las cuartillas que con gran destreza convertía en un segundo en cucuruchos que servían de
recipiente a las tostadas, saladas y deliciosas almendras, hacía cada mañana las
delicias de grandes y pequeños y causaba no pocos trastornos a la hora de las
comidas cuando nunca faltaba una madre reprochando a su hijo inapetente las
almendras que se había zampado en la playa.
Yo, al igual que el resto de mi familia, era uno de sus
clientes fijos. Él lo sabía y nos buscaba con disimulo ralentizando el paso
cuando llegaba a nuestra altura. Parece que estoy viendo a mi hija mayor sentada
en la arena, cucurucho en mano, ojos cerrados y comiéndose las almendras al
arrullo de las olas. Hace dos años, el Señor de las almendras comenzó a
espaciar sus visitas y fui consciente de que los años se le estaban echando
encima. Decidí entonces inmortalizarle con mi cámara, quizás pensando que algún
día mis hijas querrían recordar su entrañable figura y yo escribiría algo sobre
él.
A principios de agosto, paseando por la calle del Príncipe
en Vigo me topé con una estatua de tamaño real dedicada a un viejo vendedor de
periódicos que voceaba la prensa diaria en aquél mismo lugar que ahora ocupa en
bronce. Ha pasado el primer mes de agosto en muchos años sin haber visto pasar
al señor de las almendras por la playa de Burriana. Ignoro cuál ha sido su
suerte, pero mucho me temo que su voz y sus almendras, sus paseos por la playa con
esa indumentaria desafiando al sofocante calor ya forman parte de nuestro
recuerdo. Y pienso en que la inconfundible
figura el Señor de las Almendras merecería figurar en bronce en el paseo
marítimo de la playa de Nerja, como recuerdo perenne de una estampa antigua que
forma ya parte integrante de su pequeña historia.
Mientras tanto, aquí va mi humilde homenaje al entrañable Señor
de las Almendras.
LFU