(Artículo publicado el pasado sábado 14 de septiembre de 2013 en ABC)
«Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada»
No quisiera remontarme a un hecho que tuvo en mi vida una importancia esencial. Se trata de recordar una circunstancia que dio origen a mi inconmovible patriotismo. Es un recuerdo puntual, pero válido en circunstancias como las que atravesamos. Contemplo a mi abuelo –que tenía por cierto, cuatro años menos de los que yo cuento hoy– llorando, abrazado a un aparato Telefunken que difundía a las ondas la noticia increíble para algunos de la Declaración del Estado Catalán. Era el 6 de octubre de 1934.
Ahora contemplando el fervor a la tribu de una considerable minoría de catalanes, palpita mi corazón y siento un escalofrío imparable. Estamos en una circunstancia aún más grave que la que atravesó España en 1934 pero ahora con menos recursos dialécticos, con infiltraciones inverosímiles de otras posiciones históricas y con la valoración exagerada que se hace de grupos minoritarios contrarios a la esencia de España. ¿Es posible que en el tiempo en que vivimos, en el que los grandes espacios tienden a la globalización y en el que se tratan de igualar las enormes diferencias que separan a los pueblos, puedan existir los que, insensatamente, apoyan la ruptura de un baluarte que durante siglos tuvo su independencia y su unidad y se inclinó siempre ante las banderas del honor y de la libertad?
La tercera de García de Cortázar «Reaccionarios en Cadena» con el que tantas veces modestamente he disentido, da fuerza a mi queja, a mi amargura y a mis palabras dolientes. Se trata de un artículo admirable y extraordinario, profundo y ejemplar y merece tener consecuencias en estos espacios pálidos y vacíos donde los españoles se preocupan más de las modas, de los modos y de los caprichos deportivos que de la propia existencia de España. Yo quiero unirme desde aquí a García de Cortázar en la defensa de esas ideas esenciales y así lo proclamo sin limitación alguna.
Vargas Llosa también ha afirmado con rotundidad que el independentismo no es otra cosa que un regreso a la tribu. He escuchado la opinión de muchos venerables supervivientes de otro tiempo. Se horrorizan y hasta llegan a pedir la cercanía de la muerte. Les duele tanto España que si ya que no pueden combatir, pretender trasladar sus últimas quejas al Dios Omnipotente sirviéndose incluso de la cercanía de su última hora.
Nadie niega la personalidad de una tierra a la que yo he amado siempre, que ofrece un haz de virtudes ciudadanas que posiblemente no conozcan otras regiones. Un sentido elegante de la medida, del respeto mutuo, una gran sensibilidad hacia lo bello, un respeto a una tradición y a un profundo sentido estético que también ahora pretenden conculcarse. Poco puedo hacer yo para combatir este desastre, pero quedaría en mi corazón un amargo hueco si no clamara en mi independencia para advertir que nos encontramos en una situación límite y que el gobierno tiene la obligación histórica y moral de poner diques definitivos a esta penosa algarada situacional. He hablado, precisamente hoy, con un grupo de amigos catalanes que están escandalizados. Yo diría que nunca como hoy sienten ardiendo la sangre de sus corazones. Querrían morir por la unidad de España y no son palabras convencionales, ni actitudes de emergencia, ni miedos colectivos, ni refugios dialécticos. La muerte y la gloria campean sobre unas gentes siniestramente doloridas, atacadas en su raíz, vapuleadas en sus creencias, insultadas en sus costumbres, negadoras de la verdadera realidad de esta magnífica tierra que se llama Cataluña.
Yo he amado siempre a esta tierra española, lo hice desde que escuché a José Antonio Primo de Rivera la mejor de las alabanzas en la que ponderaba el equilibrio, el sentido de la historia y la verdadera personalidad de Cataluña. ¿Es posible que ésta voz de arrebato, unida a tantas como las que hoy se producen en el espacio español, no sirva para detener este inmenso desastre? ¡Cataluña es España!
Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo, por la pasión sectaria y por una animadversión patológica ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada. Yo alivio mi conciencia uniéndome, ya muy lejos, a las lágrimas de mi abuelo que posiblemente contemplará consternado el abismo histórico que quieren abrir los que tiene el corazón corrompido, la voluntad maniatada y el alma aprisionada por el egoísmo y la cobardía. No quiero pronunciar el antiguo grito que recuerda mi corazón juvenil: «Ahora o nunca», pero confieso que me siento inclinado a aceptar, ante el radicalismo desafiante, otras soluciones de emergencia.
¡Por España, por su unidad y por su vida!
"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
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16 de septiembre de 2013
13 de septiembre de 2013
Rajoy y el error Chamberlain
Entre
tanto ruido mediático provocado por el nacionalismo separatista catalán, llama
la atención el permanente silencio en el que se mantiene el Presidente del
Gobierno español. Sabemos que Rajoy es partidario de exponerse lo justo,
consciente de que el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de palabras y
de que, en no pocas ocasiones, el mero transcurso del tiempo acaba resolviendo
muchos problemas que, a corto plazo, se antojan irresolubles. Pero mucho me
temo que, en este caso, tal exceso de prudencia puede salirnos muy caro a los españoles.
No
faltan precedentes en la Historia de gobernantes que prefirieron adoptar un
perfil bajo ante la agresión del nacionalismo antes que mostrar una actitud de
firmeza. Fue el silencio y la prudencia mal entendida de Francia e Inglaterra
los que permitieron a Hitler convertirse en el amo
de una Europa castrada por la debilidad del pacifismo británico y francés. El
silencio ante la anexión de Austria y la invasión de Checoslovaquia en 1938, y
el vergonzoso pacto de Munich de septiembre de ese mismo año entre Chamberlain,
Daladier y Hitler para solucionar la crisis de los Sudetes, no fueron otra cosa
que la antesala del infierno.
Cierto es que los silencios de Rajoy ante la
chulería nacionalista evitan que se eleve el clima de tensión a corto plazo,
pero no lo es menos que, como sucediera en la Europa de los años 30, el
nacionalismo se crece ante la debilidad de su oponente –nada menos que el
Gobierno de España- que parece hacer dejación de sus responsabilidades. El espectáculo de ver unos encapuchados
quemando impunemente una bandera nacional sin que la fuerza pública intervenga,
la descarada y abierta chulería del independentismo reivindicando un Estado
propio, la intoxicación masiva y constante de la población con una mitología
histórica perfectamente comparable al mito de la superioridad de la raza aria y
la clamorosa impunidad con la que el gobierno catalán incumple abiertamente las
resoluciones de los Tribunales y desafía la legalidad vigente, tan sólo han
merecido el silencio del Presidente cuando no la estúpida declaración de algún
ministro hablando de encajes, comprensiones y comodidades, de la misma forma
que el padre le compra al niño mimado lo que quiere para que no le dé la
tabarra. Estoy seguro de que Chamberlain también quería que Hitler se encontrase a gusto y encajase en Europa, pero todos sabemos
el precio que Europa tuvo que pagar por sus silencios.
Rajoy corre el riesgo de repetir el error
Chamberlain. Mientras los separatistas siguen al pie de la letra un plan
perfectamente urdido cuyo horizonte es la ruptura de la unidad de España, y no
reparan en utilizar los fondos públicos en el desafío a la legalidad, los miles
de catalanes que aún se sienten españoles no sienten cercano el aliento de
España. Saben que el Estado de Derecho en Cataluña se ha convertido en una
ficción y que proclamar abiertamente la españolidad de aquella tierra requiere
dosis importantes de heroísmo. La incertidumbre con la que miran el futuro no
encuentra eco alguno en el Gobierno de España, cuyo único plan ante el desafío
de los buitres es ponerse de perfil y
aguardar a que escampe.
Me temo que ya es tarde para poner parches,
pero es imperativo y urgente el diseño de un plan de choque contra la marea
secesionista que haga sentir la presencia de España en Cataluña y permita que
los miles de catalanes ahora agazapados alcen la cabeza para pronunciar con
orgullo el nombre de España. Los españoles queremos que nuestro dinero se
utilice para defender lo que es nuestro y Cataluña es España. No hacer nada y
hacer de don Tancredo ante esta gravísima embestida no es táctica ni
estrategia. Es una gran cobardía que todos los españoles pagaremos muy caro.
LFU
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