Como
suele decir mi padre, hay personas que se mueren y otras que se nos mueren.
Anoche, con la misma rapidez con la que tantas veces levantó al toque de
campana el varal de su Virgen de la Esperanza, subió al cielo mi primo
Laure.
Sin
aspavientos, sin dolor, sin anuncios ni despedidas, pero con la
sonrisa bondadosa que siempre le acompañaba.
En
este mundo descreído del que acaba de volar Laure, pocos comprenden que en la
suprema jerarquía de los valores de un hombre no está su sabiduría, sus
títulos, su fama o su dinero, sino su bondad, el tamaño de su
corazón.
Es
difícil hablar de Laure sin pensar en su sonrisa y en las que con tanto arte
arrancaba a los demás. Dicen que el mal entra en las personas a través de la
tristeza, del desánimo. Con Laure lo tenia difícil, pues aún en la
adversidad sabia levantar los corazones más abatidos con una sonrisa.
Es
tanto lo que ha dado a su madre, a sus hermanos, a Maru y a sus hijos, y a
todos los que le hemos conocido, que le sobraban avales para entrar por la
puerta grande del cielo.
Dicen
que el corazón que no se da, que no se ofrece, que no sufre, no se deteriora.
El de Laure se ha roto de tanto usarlo. Por eso, cuando pase el inmenso dolor
de la separación, quedará siempre el recuerdo de su sonrisa, y el
agradecimiento por el privilegio de haber disfrutado del tamaño enorme de su
corazón.
Hasta
siempre, querido primo. Recibe por fin la sonrisa maternal de tu Virgen de la
Esperanza a la que tantas veces llevaste y que hoy te abre con amor las puertas
del cielo.