Me llevó mi hija de
quince años. Ella quería verla y yo también, aunque los musicales no me
terminan de convencer por aquello de la credibilidad: uno no se pone a cantar
en plena calle por cualquier motivo y, desde luego, la reacción que eso provoca
en el prójimo tiene poco que ver con la emulación.
A estas alturas, todo el
mundo sabe que los protagonistas de la película son un músico de jazz puro que
aspira a abrir su propio club en L.A., y una aspirante a actriz que quiere convertirse
en una estrella y trabaja de camarera en los estudios Warner Bros. para pagarse
el alquiler.
Lo que entendemos por
éxito, lo que hacemos y -lo que es más importante- a lo que renunciamos, por
conseguirlo, y si eso termina teniendo algo que ver con la felicidad, es el
tema principal de la película. Y parece que el tratamiento del mismo interesa
de verdad a Damien Chazelle, su director, porque éste ya filmó la magistral
“Whiplash”, una película áspera, con aristas, de las que hacen pensar y se
disfrutan al mismo tiempo.
En “LA LA Land. La ciudad
de las estrellas”, los personajes son responsables; esto no quiere decir que
siempre toman las decisiones que podríamos considerar correctas desde nuestra
atalaya distante, sino que soportan, asumen y entienden las consecuencias de
sus decisiones. Y esto resulta curiosamente original en el cine comercial.
Esto no quiere decir que
la película sea dura en absoluto, de hecho es bastante “blanca”. Para
conseguirlo, la música amortigua el peso de la historia; su argumento, que al
principio parece un cuento de hadas sobre el sueño americano, es solvente. Todo
está tratado desde el compromiso con la verdad y la ausencia de concesiones a
la ñoñería.
La historia se desarrolla
principalmente en un año natural y se cierra unos años después. En las dos
horas casi justas que dura la película vemos cómo se conocen los protagonistas,
cómo se enamoran, cómo sus carreras empiezan a despegar y cómo eso afecta a su
relación y, en la misma medida, cómo sus sueños iniciales, puros, se adaptan a
las circunstancias, buscan compromisos, se renuncian en parte su pureza
original, vuelven a ella (con consecuencias) en un reflejo casi hiriente de lo
que ocurre tantas veces en nuestras vidas.
En definitiva, una
película madura, una gran película, en la que el aspecto formal tiene poco que
ver con la idea que la mayoría de nosotros probablemente tiene sobre lo que es
un musical clásico.
Lezo