La memoria, persistente, se aferra al subsuelo de la vida,
hunde en ella tan profundamente sus asideros que no es fácil desarraigarla. Los
recuerdos claman por su objeto de deseo. Nada satisfará el incumplido anhelo de
recuperarlos, excepto su contemplación.
Una reciente estancia en Alicante me ha permitido recobrar
el deseo largamente demorado de visitar la tumba de José Antonio en el
cementerio de la ciudad mediterránea. Tan solo de paso en ella un par de
ocasiones, no tuve la oportunidad de acercarme al memorial de José Antonio que
a ella nos vincula a tantos de los suyos: la prisión donde fue juzgado y
ejecutado, y la fosa marcada con su huella, donde reposaron sus restos. Esta
vez sí. Me llegué a ellos con una mezcla de variados sentimientos:
Íntimo reconocimiento por lo que su magisterio y persona han
significado para nosotros, y por la contribución a dignificar el hombre que
ahora somos; melancólica sensación de pérdida del tiempo desvanecido; ominosa
reserva por lo que podría encontrar, o no; satisfacción del deseo postergado...
De todo esto hubo un poco en realidad. La prisión donde José Antonio fue
juzgado y ejecutado, ya no existe. En su solar se edificó un Colegio Menor del
Frente de Juventudes que ha sido redenominado ahora Residencia Juvenil La
Florida. Se conserva, sí, el patio donde fue fusilado, cubierto por
una cúpula visible desde el exterior. Acoge también una capilla. Ignoro si con
culto o sin él.
El cementerio está situado en las afueras de la ciudad. En
un apartado rincón se encuentra, discreto, el lugar destinado a las fosas
comunes. Un espacio cubierto de césped no demasiado cuidado. Lo rodean cipreses
y otros árboles funerarios que dan solemnidad al conjunto.
Salpican aquí y allá el recuadro de césped, pequeños
estelas, a modo de lápidas verticales, con inscripciones rememorando a víctimas
de la guerra civil. De ambos lados. Corresponden unas al período de dominio
republicano. Otras al posterior. Me llaman especialmente la atención las que se
atribuyen a los nacionales, probablemente las más recientes, y, con casi total
seguridad, posteriores a la llamada memoria histórica. Una recuerda el
bombardeo de la ciudad y otra a las víctimas de Callosa del Segura, no lejos de
donde estuviera José Antonio. Inevitablemente se viene a la otra memoria el
fallido intento de rescatar al encarcelado fundador de Falange por parte de un
puñado de camaradas de esa localidad. Sorprendidos en una emboscada, muertos en
la acción o ejecutados sumariamente después.
Algo más allá, al extremo del recuadro que contiene las
fosas -no mayor que un par de canchas de baloncesto- se sitúa la tumba que
buscaba. De unos dos por tres metros, destaca por estar pintada de
rojo y negro, los colores de la bandera falangista. Es el único signo externo
llamativo. Al acercarse a ella, se ve a sus pies una marchita corona de laurel.
En las cuatro esquinas, modestas flores de plástico… (no son las únicas;
adornan prácticamente todas las tumbas). En la cabecera de la lápida una
mirilla de cristal se supone debería permitir ver la oquedad de la huella, preservada por un vaciado, de los restos de José Antonio. No es posible.
El tiempo lo ha empañado de tal modo que apenas se vislumbra la bandera que la
cubre.
Nada excesivo. Todo sobrio y sencillo. Del gusto de José
Antonio si mostrara cierta elegante estética , nada incompatible con su simple
geometría . En cualquier caso, no tiene nada que ver con el monumentalismo de
la época.
El conjunto se resiente de las flores de plástico -esa
maldición de nuestro tiempo- que me habría complacido ver sustituidas por
nuestras cinco rosas, depositadas acaso por alguna piadosa mano anónima… Es
verdad que tampoco se veían flores naturales en los otras estelas. Triste
consuelo.
Coloqué junto a la reseca corona de laurel una ramita de
ciprés con su fúnebre fruto. Y una de aquellas patéticas flores de plástico,
caída de su ramillete.
Antes de abandonar el cementerio musité una oración por
cuantos descansaba allí de uno y otro lado. No estaría mal que algún día
pudiera llamarse a este lugar que acoge lo que sobremuere de aquella contienda
“pradera de los caídos”. Si eso sucediera alguna vez, sería el triunfo de la
“otra memoria”. La que representan todos estos restos que cayeron del lado
“equivocado” -según creía cada uno del “otro”- reconciliados, al fin, en el
territorio sin fronteras ni exclusiones que les ofrece un más allá de la
muerte.
No sería ninguna novedad. En la década de los 40 del pasado
siglo, así lo creíamos ya muchos. Yo mismo publiqué en aquellos años juveniles
un poema titulado Elegía por un muerto que cayó del otro lado. Era la revista
Alcalá, del SEU, que dirigía Jaime Suárez. Pero entonces nadie había inventado
aún la memoria histórica. La nuestra era, simplemente, otra memoria.
Madrid, 15 de junio de 2019
Gonzalo Cerezo Barredo