Uno de los frutos amargos de la opulencia suele ser la esterilidad, fraterna
hermana del egoísmo. En el siglo pasado en Occidente, en un momento de
crecimiento y optimismo, la mentalidad anticonceptiva se abrió paso a partir de
1968. Un Papa, ese mismo año, advirtió, profético, de todas sus consecuencias
al mundo entero. Demasiados dentro de su Iglesia desoyeron y desoyen, aún, con
soberbia, sus enseñanzas. 52 años después, tanto las sociedades opulentas de
todo el mundo como la Iglesia Católica junto con muchas otras iglesias
cristianas, fueron transformadas por esa mentalidad. Los resultados: se
enfrentan mal a su inevitable envejecimiento; asisten debilitadas a una
pandemia que afecta más a sus ancianos; sus mensajes de apoyo espiritual de las
Iglesias se diluyen en un maremágnum de mensajes bienintencionados. Es preciso
recordar, ahora, que fruto indirecto y cuasi simultáneo de la píldora y la
mentalidad anticonceptiva son las innumerables víctimas del aborto, siendo
imposible deslindar este horror de esa mentalidad cuya tristeza casi nunca ha
sido contada y cuya imposición blanda o imperativa casi nadie combate y que
sigue perfilando una pendiente inclinada por la que transitan todas las
sociedades opulentas sin excepción hasta su colapso o catársis.
FUEYO