Lo poco que de bueno haya en mí se lo debo en buena parte a
mis siete hermanos, una de las mayores bendiciones que he recibido en esta vida
y para los que todo tributo es poco.
Victoria, la sexta y mi predecesora, la única con la que
de niño podía pelearme, ha sido siempre el retrato de la sensatez. Callada,
discreta, a veces impenetrable, siempre ha tenido los pies en el suelo y la
cabeza en su sitio, guiada por un corazón alegre, desprendido y jamás indiferente.
De su oposición a fiscal casi nos enteramos cuando tuvo
su primer destino. Jamás una queja, una tribulación o un desvarío. Acaso
reservara su inquietud para sus amigas,
que son probablemente, quienes mejor la conocen.
Su mano izquierda raramente conoce lo que hace su
derecha. Los que conocen bien su enorme generosidad saben bien de lo que hablo.
Siempre está ahí para los que la necesitan, pero jamás hace público o privado
recuento de favores.
Rodeada siempre de la excelencia, su discreción y su humildad
nunca es impostada. Es sin duda su mayor virtud y una inequívoca señal de su
bondad y de su enorme inteligencia. Pocas cosas tan difíciles en esta vida como
saber estar y en eso mi hermana Vito, fina, elegante, prudente y maestra de la empatía,
es capitán general.
José Miguel y sus hijos, José Miguel, Jaime y Luis (sus
grandes pasiones), tienen razones de sobra para presumir. Y yo también para
quererla y admirarla tanto como lo hago aquí, en este cuaderno que hoy se viste
de gala para celebrar el cumpleaños de mi hermana Vito.
Que Dios te guarde, hermana y recibe un beso enorme de tu hermano pequeño.
LFU