EL
MEJOR REGALO
Tenía que llegar. El próximo viernes,
mi hija Victoria se despedirá oficialmente del Colegio Mater Salvatoris cerrando
para mí un ciclo -mejor dicho, un camino- que ha durado 18 años y que hubiera
querido que durase para siempre. Porque resulta imposible reflejar, en unas pocas
líneas, el torrente de gratitud que mi corazón siente hacia la Compañía del
Salvador en la hora de un adiós que me resisto a que sea definitivo.
Hace 18 años, mi mujer y yo llevamos
por vez primera a nuestra hija mayor al edificio de Infantil. Sentí aquel día el
desgarro de dejarla allí, mientras sus ojos llorosos me imploraban su rescate.
Pero entonces recordé aquella frase escrito en los muros de mi viejo colegio de
Chamartín: “Bajo Tu manto sagrado, mi madre aquí me dejó”. Y aquél mar de lágrimas de sus ojos azules, pronto
habría de tornarse en un mar de sonrisas, en un mar de flores a María, de
bailes regionales y marchas militares, de procesiones en la Virgen Niña y Rosarios
de colores en la Virgen de Fátima. Aquellas lágrimas de niña atribulada contagiaron para siempre mis ojos de padre para brotar con fuerza cada día del mes de mayo,
cada “¡Buenos días!” de la oración de la mañana en los porches de primaria, en
aquellas inolvidables primeras comuniones, en los festivales bajo un sol de
justicia y en las emocionantes confirmaciones, primorosamente organizadas por
unas religiosas que llevan por hábito una sonrisa revestida de ternura.
Una noche, hace apenas un año,
nuestra hija Paloma nos dijo: “el Mater Salvatoris es el mejor regalo que
habéis podido hacerme jamás”. Fue una frase que se quedó grabada a fuego en
mi corazón, porque nacía de lo más profundo del suyo. Y porque, bien mirado, jamás
regalo alguno nos podía había generado un rédito mayor.
El Mater había sido el Colegio de
mi mujer, pero ha terminado siendo también el mío. Comenzamos nuestra andadura
en el Colegio de la mano de la inolvidable Madre Madurga, para quien cualquier problema
se convertía en un reto y jamás abandonaba a una niña, porque decía que el fracaso
de una sola niña era un fracaso colectivo. Su sonrisa y su cordialidad eran tan
limpias como su mirada y su sola presencia llenaba de autoridad, respeto y
cariño cualquier espacio del colegio. Bajo su tierna mirada ha transcurrido la
mayor parte de la vida de mis hijas, convirtiéndose en un referente para nosotros.
En el Mater, mis hijas han
adquirido innumerables saberes, pero sobre todo unas raíces profundas en la Fe,
que les ayudarán a resistir cualquier temporal que la vida les depare. El
colegio, verdadero oasis en medio de un mundo que vive al margen de Dios, ha
templado y fortalecido las finas cuerdas de su espíritu preparándolas para dar
un testimonio valiente de vida cristiana en la universidad, en la familia y en
la vida.
Me decía ayer mi hija Victoria que
siente una mezcla de tristeza y alegría al afrontar su marcha del Colegio.
Porque su mirada joven e inquieta vuela lejos, pero sé que una parte de su
corazón quedará para siempre atrapada entre los jardines del colegio en el que ha
sido tan feliz.
Siempre me ha sorprendido qué
lentas pasan las horas tristes y qué fugaces las felices. Recuerdo cuando, bajo los soportales del porche de primaria, me entristecía pensar que pronto
dejaría de compartir el ofrecimiento de obras con mis hijas. Y ahora, cuando se
acerca inexorable el día en que habré de dejar de recorrer el camino al Mater, quisiera
que el tiempo se detuviera, pues confieso que me asalta una profunda sensación
de orfandad.
Estoy seguro de que la Madre
Clara, síntesis armónica de ternura y autoridad, me permitirá que, de cuando en
vez, me acerque de nuevo a esa recogida capilla para dar rienda suelta a mi
legítima nostalgia y dar gracias a la Madre del Salvador por el inmenso regalo de haber podido disfrutar de tantos años de felicidad en la vida de mis hijas cuyo lema, hasta
el final de sus días será el de “Madre, que quien me mire Te vea”.
Luis Felipe Utrera-Molina