Resulta paradójico que el
PP haya hecho cuestión de principios la negativa a repartirse los asientos del
Consejo General del Poder Judicial hasta que no se garantice su elección por
jueces y magistrados y, sin embargo, haya accedido a pactar el nombramiento como
vocales del Alto Tribunal de personas de claro perfil ideológico, prescindiendo
de cualquier criterio de independencia, mérito y capacidad.
Estéril es dirigir este reproche a un Gobierno que defiende sin complejos la necesaria
intervención del legislativo en el poder judicial. Pero no es de recibo que un
partido que se afirma liberal se preste a colaborar en el desprestigio de un
Tribunal cuya independencia resulta absolutamente vital por ser una pieza clave
del Estado de derecho.
La Constitución trató de forzar el consenso en el
nombramiento de los magistrados del Alto Tribunal estableciendo una mayoría
cualificada de 3/5 de las Cámaras y garantizar la independencia de los
magistrados alargando su mandato a 9 años. Pero los dos partidos mayoritarios
han pervertido desde hace décadas el espíritu del legislador constituyente,
convirtiendo al Tribunal Constitucional en un órgano que, con contadas
excepciones, refleja la composición del legislativo en cada momento, siendo
notorio el carácter «conservador» o «progresista» de ponentes y vocales, con lo
que se elimina todo atisbo de la necesaria independencia que debe presidir la
actuación del Tribunal.
Desde la sentencia de la expropiación de Rumasa por
Decreto Ley han sido muchas las ocasiones en las que el Tribunal Constitucional
ha sido altamente obsequioso con el poder de turno, no sólo en sus
pronunciamientos, sino también en sus silencios, como lo demuestran los once
años que lleva el Tribunal sin pronunciarse sobre el recurso de
inconstitucionalidad contra la denominada ley Aído de 2010, que consagró el
aborto como derecho subjetivo.
La premura del Gobierno por modificar la actual
composición del Tribunal Constitucional ha sido explicitada con singular descaro
en el Congreso por el portavoz de Podemos, escandalizado por que se hayan
admitido a trámite y estimado tantos recursos interpuestos por Vox, eso sí
mediante resoluciones extemporáneas que no han impedido la efectiva vulneración
de derechos fundamentales. Iglesias Turrión se ha apresurado a apostillar que el
Tribunal Constitucional debe tener una composición progresista en línea con la
mayoría parlamentaria.
En definitiva, los partidos mayoritarios se muestran
cómodos con el reparto de los vocales del Tribunal Constitucional, socavando
cualquier atisbo de independencia de un órgano creado para garantizar el amparo
de los ciudadanos frente a violaciones de sus derechos fundamentales por parte
de alguno de los poderes del Estado y para controlar que la producción
legislativa del ejecutivo y legislativo se ajusten a la Constitución.
La
independencia judicial y el Estado de derecho no se defienden con palabras sino
con hechos. Hasta la fecha ha habido cuatro fórmulas diferentes de elegir a los
vocales del Consejo del Poder Judicial: la primera, en 1980, la segunda en 1985,
la tercera en 2001 y la última en 2013. Y el resultado de la labor de los
partidos mayoritarios es que los veinte vocales son elegidos por mayoría de 3/5
de las Cortes: ocho entre juristas de reconocida competencia con más de quince
años de experiencia, y doce entre jueces y magistrados en servicio activo. Esta
fórmula obedece a un propósito del poder político de influir de forma decisiva
en la política judicial, condicionando los nombramientos judiciales al perfil
ideológico de sus miembros.
Mientras esto sucede, socialistas y populares se dan
golpes de pecho y aplauden sin recato –en un colosal acto de cinismo– la condena
del Tribunal de Justicia de la Unión Europea a Polonia por entender que se ha
producido una quiebra en la impermeabilidad del Consejo Nacional del Poder
Judicial frente a influencias directas o indirectas de los poderes Legislativo y
Ejecutivo. Aquello de la paja en el ojo ajeno.
Nadie que defienda la pervivencia
del actual sistema de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder
Judicial y del Tribunal Constitucional puede presumir de demócrata, sino más
bien de lo contrario. Porque la confianza en que los jueces y tribunales
resuelvan los conflictos sociales y los problemas de los ciudadanos con plena
independencia del resto de poderes del Estado es el último baluarte de los
ciudadanos contra el abuso de poder de la administración y del legislativo.
Es
verdad que vamos cuarenta años tarde, pero como reza el viejo refrán castellano,
nunca es tarde si la dicha es buena. Ha tenido que llegar un Gobierno falaz,
dispuesto a retorcer la ley a su antojo, indultar a golpistas y secuestradores
de menores, profanar sepulturas por decreto ley y eliminar cualquier atisbo de
independencia de la Fiscalía General del Estado para que los españoles tomen
conciencia del peligro de muerte que corre la libertad ante la tentación
totalitaria de controlar todos los resortes del poder.
La sociedad civil debe
rebelarse contra esta anomalía democrática y exigir un cambio radical en el
sistema de nombramientos que salvaguarde la independencia del poder judicial
frente al poder político. Y es que en la defensa de la separación de poderes
frente a las pulsiones totalitarias del Gobierno nos jugamos algo más importante
que la democracia: la libertad.
Luis Felipe Utrera-Molina
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