Conocí a Santiago Abascal hace alrededor de 20 años. Un amigo común quiso presentarnos porque, según me dijo, nos unía a ambos un denominador común: el amor a la patria y la admiración por nuestro padre, que no dejan de ser dos formas de cumplir el cuarto mandamiento.
Almorzamos
juntos en dos o tres ocasiones, la última ya a las puertas ya de la primera
sede de Vox en un piso de la calle Diego de León. No recuerdo lo que hablamos;
es posible que cometiera incluso el atrevimiento -y la solemne estupidez- de
darle consejos sin que me los pidiese, pero creo sinceramente que nos caímos
bien. Me llamaron la atención su fuerza y la claridad de su mirada. No era la suya
una mirada esquiva o dispersa, sino una mirada limpia, franca y descarada, como
la de quien sabe que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a
iluminar la tarea justa que Dios le tiene asignada en la armonía del mundo.
La
siguiente vez que me lo encontré fue en un semáforo. En moto él, y yo en el coche
con mi mujer. Se quitó el casco, me dio un toque en la ventanilla y dijo: ¡Luis
Felipe! Y al ver que me quedaba con cara de haba, me dijo: ¡Santiago Abascal!.
Y entonces, caí.
Aún
no era famoso y ni él ni yo podíamos imaginar lo que vino después.
Decir
que somos amigos sería pretencioso por mi parte, pues, aunque siempre hemos mantenido
el contacto, ni siquiera nuestras mujeres se conocen. Pero él sabe bien el
profundo aprecio y admiración que le tengo. No soy mucho de dar la lata, y cuando Santiago
pasó de vocear sobre el cajón de frutas a liderar la tercera fuerza política de
España, me limité a seguirle como uno más, en La Latina, en Vistalegre, y en tantos sitios y a enviarle, de cuando en cuando, mensajes telefónicos que nunca ha dejado de contestar, aún en los momentos más delicados, como tras la contestación
al indignante discurso de Pablo Casado en la moción de censura.
Hace
unos días tuve la suerte de compartir de nuevo mesa y mantel con Santiago junto
con un grupo de amigos comunes, en casa de un buen amigo. Hablamos de lo divino
y de lo humano, pero, como aquella primera vez que nos conocimos, me volvió a
impresionar, la fuerza, la limpieza y la claridad de su mirada. La mirada de
alguien que es capaz de decir que es de Amurrio sin despeinarse, cuando la
conversación se eleva más allá de lo inteligible; la mirada de alguien sin
ambición pero que no está dispuesto a ejercer de capitán araña; la mirada de quien
no tiene miedo, porque sabe lo que implica vivir rodeado de cobardes; la mirada
de alguien que, no sin un cierto vértigo, se ha convertido en todo un referente
en defensa de la unidad y de la grandeza de nuestra patria.
No
sé lo que nos deparará el mañana. Como me gusta decir, si quieres hacer reír a
Dios, cuéntale tus planes y como le dijo mi padre a su viejo capitán cuando cesó
como ministro, para pasar de la choza al palacio hay que tener el corazón
preparado para pasar del palacio a la choza. Que Santiago es de esos, no me cabe la menor
duda. Sabe que ahora tiene amigos como setas, pero sabe también que de todos esos, podrían ser legión los que mañana desvíen la mirada. Y sabe bien que, pase lo que pase, en el resplandor de las estrellas o en la soledad de
la caída, podrá contar siempre con mi aliento, y mi amistad y con una mirada lealmente correspondida.
Luis Felipe Utrera-Molina