El 22 de junio
de 1978, ABC publicaba un artículo firmado por mi padre, José Utrera Molina,
titulado “El silencio culpable”. Comenzaban a conocerse detalles preocupantes
de las negociaciones para la redacción del título VIII de la Constitución y
merece la pena extraer un párrafo que, leído hoy, cuatro décadas después,
resulta verdaderamente premonitorio. «El que afirma que el problema de
aceptar o no la voz nacionalidades se reduce a una cuestión terminológica, o no
tiene sentido de la política, ni de la Historia, o no obra de buena fe. En
política no hay palabras inocuas cuando se pretende con ellas movilizar
sentimientos. El término nacionalidad, remite a nación o Estado. Cuando alguien
dice que “Cataluña es la nación europea sin Estado que ha sabido mantener mejor
su identidad”, resulta muy difícil no ve que se está denunciando una «privación
del ser», que tiende «a ser colmado para alcanzar su perfección», y preparando
una sutil concienciación para reclamar un día ese estado independiente a que la
imparable dinámica del concepto de nacionalidad habrá de conducir hábilmente
manejada.»
Aquel profético
artículo le granjeó entonces el desprecio e insulto de una clase política que, afanada
en encontrar acomodo en las mullidas alfombras del consenso, le alistó para
siempre en la caverna del inmovilismo, apartándole de la vida pública. Hoy podemos
decir sin ambages, a la vista de la situación que vivimos, que algunos obraban
de mala fe, y la mayoría con una carencia absoluta de sentido de la política y
de la historia, abriendo un melón -el de las nacionalidades- que lejos de neutralizar
al separatismo, no hizo sino darle unas alas que no tenía, fomentando el
aldeanismo y la insolidaridad entre las distintas regiones de España.
La explosiva combinación
entre un título VIII jamás armonizado y una ley electoral hecha a medida de los
nacionalistas, ha acelerado un proceso de centrifugación que amenaza seriamente
la existencia de la nación más antigua de Europa. Las últimas cuatro décadas
han sido escenario de una constante cesión al separatismo por parte de los partidos
tradicionales que se han alternado en el poder, PP y PSOE, cada vez que han
necesitado los votos de las minorías nacionalistas para una investidura.
Felipe
González cedió en 1993 la corresponsabilidad fiscal (15% del IRPF) y dio paso a
las primeras transferencias. Mucho mayor fue el precio que pagó el PP de Aznar
en 1996: supresión de los gobiernos civiles (sustituidos por Delegados del
gobierno con muchas menos competencias), cesión de competencias de tráfico a
los Mossos d'Esquadra, transferencias en justicia, educación, agricultura,
cultura, farmacias, sanidad, empleo, puertos, medio ambiente, política
lingüística y vivienda, además de la sustitución de los topónimos oficiales españoles
de las ciudades vascas, catalanas y gallegas por los de sus lenguas vernáculas.
En 2004 un irresponsable Zapatero llegó al poder de la mano de los
independentistas catalanes prometiendo aceptar el Estatuto que aprobase el Parlament
cuyo texto adolecía de una palmaria inconstitucionalidad, parte de la cual se
tragó el Tribunal Constitucional en una sentencia salomónica que no contentó a
nadie.
La abierta
rebeldía que vive Cataluña no es sino el resultado de cuatro décadas de
adoctrinamiento en la mentira más abyecta y en el odio a todo lo español por
parte de una clase política, no ya mediocre, sino también instalada en una
corrupción sistémica. Decía Camús que había una estrecha simbiosis entre el
odio y la mentira y ya hace décadas el catalán universal Josep Plase preguntaba
si algún día tendrían en Cataluña “una auténtica y objetiva historia, que no
contenga las memeces de las historias puramente románticas que van saliendo”. El
resultado es que hay toda una generación de catalanes instalados en un
aldeanismo cerril que ya no atiende a los tradicionales estímulos económicos
que otrora caracterizasen a sus paisanos.
Sin embargo, en
los albores de 2020, lejos de tratar de combatir al separatismo con la fuerza
de la ley, asistimos atónitos al dramático espectáculo de un presidente errático,
mitómano y debilitado dispuesto a dilapidar el Estado de derecho y reconocer naciones
por doquier y otorgar mercedes imposibles con tal de mendigar el apoyo en la
investidura de quienes están en abierta rebeldía contra España. Con no menos
sorpresa nos contemplan el resto de las naciones, viendo cómo el gobierno de
España negocia con quienes quieren destruirla como nación.
Ante esta coyuntura
hay que afirmar una y mil veces, en alta voz, que la nación española es una e
indivisible. España creó hace más de cinco siglos una nueva fórmula de
comunidad humana, basada en una innegable realidad geográfica, cultural e
histórica que hemos heredado de nuestros mayores y que debemos legar a nuestros
hijos. Hay que armonizar la unidad y la diversidad, pero nadie tiene derecho a
romper la unidad nacional porque eso sería una traición a nuestra historia y a
nuestra libertad. Cataluña no es posible sin España y España dejaría de serlo
sin Cataluña.
Callar cuando la unidad de España está en
peligro es la peor de las cobardías. Yo, al menos -como hiciera mi padre hace
ahora 42 años- no quiero dejar de sumar mi voz a las que ya se levantan frente
al riesgo clarísimo de perderla. Quiero que se sepa que no todos los españoles
estuvimos de acuerdo en quedarnos sin Patria.
Luis
Felipe Utrera-Molina
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