Artículo publicado en La Razón el 24 de noviembre de 2019, atribuido por error en la edición impresa a mi hermano César.
Fue Enrique de Aguinaga, Decano de los cronistas madrileños quien
acertadamente definió a José Antonio como arquetipo. Y al contemplar su figura
y trayectoria cuando se cumplen 83 años de su asesinato “legal” por el gobierno
del Frente Popular, su condición de modelo se agiganta con la simple
comparación con la clase política que padecemos en la que la mediocridad es la
regla.
La vida política de José
Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario,
es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario
político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del Derecho.
Porque la verdadera vocación de José Antonio fue la de abogado, profesión que
jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras
actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa
defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal
Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio
jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la
República.
Esa nobleza es la que le
lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los
despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su
padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad.
Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de
Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del
Tribunal Supremo:
“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y
cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto
visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría,
debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que
vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester
y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la
Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las
humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la
máxima cordura, la máxima pureza.”
Es esa noble causa y no una
ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar
en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para
formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un
movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos
políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella
a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender
con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender
en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios
caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para
los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.
Con apenas 30 años, el joven
José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la
república se abre paso el ímpetu juvenil de su movimiento por su frescura y
sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y
troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal
de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las
primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se
resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque
adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que
comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente
consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a
seguirle hasta la muerte.
Es entonces, en respuesta a
voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su
vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte
para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya
irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él
mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.
Todavía tendría tiempo de
dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de
espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en
el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común
de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo
Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por
el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a
caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto
despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un
aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el
rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia
su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable
noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y
para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos
momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”.
Y, finalmente la sublime declaración de su excepcional y emocionante testamento
que debería hacer sonrojar a los sectarios funcionarios del Ministerio de la
Verdad que ahora tienen su tumba en el punto de mira: “Ojalá fuera la mía la
última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara
ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la
Patria, el Pan y la Justicia”.
A José Antonio no le han
hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo
olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los
que decidieron petrificar su doctrina condenando cualquier desviación, ni los
que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José
Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y
la tradición, epítome de la elegancia y del estilo y, en definitiva, de la
nobleza en lo político y en lo personal. Pero sobre todo, un ejemplo de un español
orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal
debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es
patrimonio común de todos los españoles.
Luis Felipe Utrera-Molina