En
pocos días conoceremos la sentencia del Tribunal Supremo sobre el recurso
interpuesto contra los acuerdos del gobierno socialista ordenando la exhumación
de los restos de tu viejo capitán e imponiendo a su familia el lugar de
enterramiento.
Durante
el último año hemos denunciado con toda la fuerza de la razón y la ley la
arbitrariedad de un gobierno que se ha situado por encima de la ley y ha
retorcido los cimientos del Estado de derecho para revestir de legalidad una
decisión que nace del resentimiento y, como tú bien sabes, de la mentira. Una
decisión que ha contado con el silencio cómplice de una oposición indiferente ante la
estrategia de manipulación histórica iniciada hace décadas y con la actitud poco
ejemplar de una jerarquía eclesiástica que, con contadísimas excepciones, no ha
sabido defender, no ya la memoria y dignidad de quien la defendió y salvó de un
brutal exterminio que ahora se olvida, sino el respeto debido a la propia
dignidad e inviolabilidad de los lugares sagrados. Tal vez por el contraste con
tanta tibieza, cobra mayor relieve y genera más admiración la postura digna y gallarda
de la Comunidad Benedictina encargada de la custodia de su cadáver.
Acudimos
al Tribunal Supremo cargados de razón y de derecho. Denunciamos la escandalosa
y espuria utilización de un Decreto Ley en contra de lo previsto en la
Constitución; denunciamos la violación de los derechos a la intimidad personal
y familiar, a la libertad religiosa y a la igualdad ante la ley, ante una
verdadera ley de caso único torpemente disfrazada para la ocasión. Cualquier
estudiante de primero de derecho se escandalizaría ante el torrente de
ilegalidades cometidas por el gobierno en su propósito de humillar póstumamente
la memoria de quien libro a España del comunismo, avasallando de forma injusta
a sus descendientes.
Todos
me preguntan lo mismo: qué espero de la sentencia. Y quizás porque conservo aún
los restos de aquella ingenuidad juvenil de la que me hablabas, sólo puedo
decir que espero que se ajuste a derecho. Que la justicia sea esa dama ciega,
ajena a las presiones ambientales que figura en el frontispicio de nuestro más
alto tribunal. Si es así, no tengo duda
de que nuestra postura prevalecerá.
Porque, como
tú bien sabes, no se ha podido hacer más. Jamás en mis veintisiete años como
abogado tuve que hacer frente a un adversario tan poderoso y arrogante
dispuesto a utilizar todos los resortes a su alcance, que son abrumadores.
Pocas veces he tenido tan claro que estaba situado en el lado correcto de la
mesa, no ya como abogado, sino como ser humano y como cristiano. Hemos
defendido a una familia que luchaba por su dignidad. Lo hemos tenido todo en
contra, menos la razón, el derecho y el aliento de muchos miles buenos españoles.
Tenemos, al menos, la íntima satisfacción del deber cumplido y la esperanza en
que la luz prevalezca sobre la tiniebla.
Prefiero pensar aún que el Estado de derecho,
en el que firmemente creo, no se ha convertido en un nombre vacío en el que
reine la componenda y el compromiso utilitario. Y quizás también, porque creo en
la Divina Providencia, vienen a mi memoria en esta hora aquellos versos del
gran Juan Ramón Jiménez que con su sonora e inconfundible voz recitaba tu amigo
Rafael de Penagos: “Si queréis que, entre los cardos sangre, hacia las
insondables sombras de la noche eterna: sea lo que Vos queráis”. Pase lo que pase, no dudes que seguiremos al
pie del cañón, inasequibles al desaliento, porque pocas veces tiene uno la ocasión de defender como abogado una causa tan justa, tan noble y tan llena de dignidad.
Tu hijo