Artículo publicado en "La Razón el día 20 de octubre de 2018.
Admito que no es nada fácil en estos tiempos, marcados por el signo de la posverdad, tratar de hacer justicia a una figura histórica como la de Francisco Franco, que ha sufrido, como pocas, el zarpazo de la manipulación más grosera, auspiciada desde las propias instituciones del Estado y que ha terminado por desdibujar por completo su verdadera significación, como persona y como gobernante, consiguiendo que hasta quienes moralmente están obligados a defender -o al menos respetar su memoria y su obra- no se atrevan a hacerlo en público por temor a ser señalados y condenados al oprobio.
A nadie se escapa que el objetivo que persigue el gobierno socialista con el proceso iniciado para exhumar sus restos mortales, no es otro que la teatral culminación de un proceso de revancha histórica comenzada décadas atrás por la izquierda más montaraz con el objeto de deslegitimar por completo a quienes ganaron la guerra civil española, exaltando el papel victimario, buenista y menesteroso del bando perdedor, ocultando el genocidio católico desatado por el Frente Popular y presentando al bando nacional como despiadados verdugos fascistas. En esta línea cabe recordar el reciente tuit de Pablo Iglesias condenando un loable vídeo gubernamental en el que dos viejos soldados combatientes en la guerra se abrazaban sin rencor: "Equipara un pijama de rayas con el uniforme de las SS", dijo el dirigente comunista.
Con la profanación del cadáver de Francisco Franco el gobierno pretende sellar simbólicamente la condena de toda una generación de españoles que, bajo su mandato, rescataron a España de las garras del comunismo e hicieron posible con enorme esfuerzo, sacrificio e ilusión y, cómo no, también con errores, la España en paz de la que hoy disfrutamos. Por eso no es moralmente admisible permanecer callado ante la sectaria criminalización de la generación de nuestros padres y abuelos. Una generación que sufrió el terrible drama de una guerra entre hermanos y nos enseñó con su ejemplo y abnegación el camino de la verdadera reconciliación que no era otro que la búsqueda de la verdadera justicia social eliminando las terribles desigualdades que sirvieron como caldo de cultivo de una guerra en la que todos los españoles perdieron tanto.
Es tan inicuo y tan injusto el objetivo político del gobierno, que cuesta trabajo creer que parte de la jerarquía de la Iglesia pueda convertirse en cómplice de un hecho de tanta gravedad en el orden moral. Conviene recordar que quien hoy es tratado injustamente como tirano y otros calificativos del mismo jaez, fue distinguido por el Papa Pío XII con la Suprema Orden de Cristo con las siguientes palabras: “Hemos visto a Cristo triunfar en la escuela, resurgir la Iglesia de las ruinas abrasadas y penetrar el Espíritu Cristiano en las Leyes, en las instituciones y en todas las manifestaciones, otra vez en nuestra Historia”.
Cualquier jurista medianamente formado sabe que el Real Decreto Ley aprobado por el Gobierno para exhumar a Franco resulta de imposible ejecución sin la autorización de la autoridad eclesial, toda vez que la Basílica en la que se encuentra enterrado está consagrada como lugar de culto y, como tal, resulta inviolable de acuerdo con lo dispuesto en los Tratados Iglesia Estado de 1979. Pese a ello, la firme oposición de la Comunidad benedictina a cualquier exhumación en contra de la voluntad de la familia de los allí enterrados, apenas ha merecido el respaldo, cuando no una disimulada incomodidad, por parte de la jerarquía episcopal, temerosa de ser encuadrada políticamente por el mero hecho de limitarse a defender su jurisdicción sobre los lugares de culto, sin percatarse de que la renuncia a dicha defensa sentaría un peligrosísimo precedente de consecuencias impredecibles para otros lugares sagrados en España.
Somos muchos los católicos que no entenderíamos que la jerarquía de la Iglesia colaborase de forma activa o pasiva en un acto de profanación tan execrable como el pretendido por el gobierno por contravenir de forma grave la moral cristiana. Soy consciente de que los tiempos han cambiado, pero como decía Chesterton, «No quiero una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que sea capaz de mover el mundo». Y es que la sangre de los millares de mártires de la Iglesia en los años 30, víctimas del terror desatado por el Frente Popular, clama por el perdón y la reconciliación pero no merece que la jerarquía de la Iglesia acabe por dar la razón a sus verdugos.
Defender la verdad hoy, cuando arrecia la fuerza de la mentira, es un deber moral de todo cristiano. Defender la memoria y el nombre de nuestros padres y de nuestros abuelos y afirmar en su recuerdo que en ambos bandos hubo víctimas y verdugos, héroes y villanos, no es un ejercicio de nostalgia infecunda sino que representa el ímpetu de la fidelidad, el brío de la esperanza, y, sobre todo, la decidida voluntad de no traicionar jamás a quienes con su sacrificio, sin pedir nada a cambio, levantaron los cimientos de una España libre, distinta y reconciliada como la que teníamos antes de que la maldita ley de memoria histórica irrumpiese en nuestras vidas para sembrar de nuevo la semilla del odio en el corazón de los españoles.
Luis Felipe Utrera-Molina, abogado
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