El 21 de marzo de 2005, tras la retirada ilegal de la estatua ecuestre de Francisco Franco en la Plaza de San Juan de la Cruz, José Utrera Molina escribió este artículo que salió publicado en el diario La Razón. He pensado que hoy, en el fragor del debate miserable sobre la eventual exhumación del cadáver del Generalísimo, hubiera escrito algo muy parecido, porque jamás estuvo dispuesto a darse por vencido en su defensa de la verdad y en su lealtad al mejor gobernante que ha tenido España desde Felipe II.
AÚN CABALGA
El derribo, con cobarde
nocturnidad de la estatua de Franco, no es en modo alguno un episodio
intrascendente. Es todo un escándalo emblemático, una acción torticera y
malévola. Muchos españoles entre los cuales yo me encuentro, estimábamos que la
transición había cubierto una etapa de la vida española en la cual la mirada
hacia el porvenir, dejaba atrás las contiendas del pasado. Ya no es así. Me
considero un superviviente de una de las etapas, a mi juicio más fértiles de la
historia española. No hice la guerra en razón de mi edad, pero contribuí con mi
esfuerzo a que una España marginada y deshecha pudiera reencontrarse con su
destino. Estos ideales los trasmití a los que fueron mis camaradas, mis
compañeros, muchos de los cuales ya no viven. Nunca creí que los embalses del
odio pudieran estar tan repletos. Hoy los vemos rebosantes y el odio es siempre
una pasión aniquilante y devastadora. Volver otra vez a resucitar las dos
Españas no es solamente una desdicha, es un acto de barbarie histórica. Las
estatuas son el testimonio de una época, que queramos o no, están inscritas en
la historia. Para unos con gloria, para otros posiblemente con sentimientos
contrarios, pero los hechos no se pueden arrancar de raíz. No se puede
prescindir en modo alguno con descalificaciones, manipulaciones y con el
cultivo sistemático de la mentira, la historia de España.
Son muchos los que en estos
días se han referido al criterio de Felipe González. También le menciono yo,
porque creo que acertó al decir que “a Franco de alguna forma, debieron
derribarlo cuando estaba vivo y montado a caballo y no muerto y convertido en
esfinge”. Somos muchos, todavía, los españoles que al menos al término de
nuestra vida no aceptamos este juego cínico, repulsivo e hiriente. Nuestra
aspiración de vivir en paz no reside en la descalificación de los que pudieran
ser nuestros adversarios. Hay un horizonte amplio y luminoso de porvenir en el
cual debe instalarse la definitiva reconciliación de los españoles. Yo afirmo,
que luché por ella y en mis discursos en la etapa en que tuve responsabilidad
política se pueden leer frases que dicen: “Hay que unir la sangre de los que
murieron con la sangre de los que mataron y abrir con esa unión un espacio de
legítima esperanza”. Declaro que me siento humillado y escarnecido por la
vejación que representa el hecho de ese atentado miserable iniciado por el gobierno y ejecutado con repugnante
alegría por la ministra Magdalena Álvarez.
Confieso mi perplejidad y me
uno de todo corazón con las voces vibrantes y juveniles que ayer mostraron la
adhesión a un Caudillo que no conocieron, empuño como ellos sus mismas
banderas, me identifico con sus exclamaciones, me uno a sus vítores y ni me
arrepiento ni me olvido de nada. Estos jóvenes estiman que el nombre de Franco
está en la historia con letras de limpieza inmaculada. Por ello, me uno a sus
canciones, a la expresión de sus amores desesperados y veo en ellos el germen
de un nuevo horizonte, donde habrán de florecer de nuevo el respeto y la
verdad. Podrán arrancar de su pedestal la estatua de Franco, podrán quebrar los
planos materiales de su sustento, podrán mutilar su figura, podrán almacenar en
un rincón cualquiera los restos de su imagen, pero con ello no van a terminar
en modo alguno con su recuerdo. Pese a quien pese Franco cabalga aún en la
Historia española. Somos ya minorías los que nos atrevemos a defenderle, pero
no cabe duda de que estamos dispuestos hasta el último momento de nuestra
existencia a ser leales con el hombre que entregó su vida por el bien de España
y de los españoles. Mientras otros, que protagonizaron escalofriantes y atroces
genocidios, reciben homenajes reales. Las brumas del tiempo oscurecerán
transitoriamente la figura de Franco, las nubes del rencor intentarán lapidar
su imagen, los torrentes del odio desatado creerán que han destruido su obra y
su persona, pero contra viento y marea no podrán hacer bajar del pedestal de la
historia a quien sirvió con abnegación y sacrificio los intereses de todos.
Pienso con dolor que se inicia una nueva primavera bajo un signo inquietante de
futuros enfrentamientos. Dios haga el milagro de que no volvamos como quiso
José Antonio Primo de Rivera, a que los españoles nos entreguemos de nuevo al
drama de discordias civiles. Repito como final, pese a la voluntad del
gobierno, frente al sectarismo de los que no renuncian a ver con claridad la
vida de España, Franco cabalga aún sereno y majestuoso en el aire de la
Historia. He leído precisamente esta noche el inmortal soneto de Quevedo, en
uno de sus versos se dice: “Vencido por la edad, sentí mi espada”, pues bien,
ni los años podrán quebrantar mi ánimo, ni el peso de tan crueles injusticias
abatir mi voluntad y el poder de mi fe”.
JOSE UTRERA MOLINA
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