«Virtud de una Ciudad es honrar
el nombre de aquellos que le
procuran honra, y
agradecer el amor y la dedicación de los que se entregan a su servicio y le ofrecen sin reservas el fruto de su acción
y su desvelo.
Entre estas personas, quienes firman
este escrito quieren exaltar el nombre de un malagueño de excepción, de un hombre de historial impecable, de alguien que
supo siempre y sabe llevar su condición de hijo de Málaga con apasionado orgullo y vocación ejemplar, en
aulas y talleres, entre universitarios y trabajadores, entre colaboradores y
amigos, entre propios y extraños.»
Con
esta emotiva introducción, un grupo de concejales malagueños encabezados por
Carlos Gómez Raggio, solicitaron en el mes de marzo de 1973 la concesión de la
medalla de oro de Málaga para mi padre, José Utrera Molina, que le sería
concedida mediante acuerdo plenario del Ayuntamiento de fecha 1 de julio de
1975, presidido entonces por el inolvidable alcalde Cayetano Utrera Ravassa. En
el acto de imposición de la medalla estuvo presente el entonces Presidente de
la Diputación y hoy alcalde, D. Francisco de la Torre quien pocos meses
después, le impondría también la medalla de oro de la provincia.
Esta
mañana me desayuno con la amarga noticia de que el Ayuntamiento de Málaga
propone retirar a mi padre la medalla de oro a los pocos meses de su
fallecimiento. Y me pregunto si en el pleno en el que se debata la propuesta se
producirá una unanimidad clamorosa o habrá lugar para algún gesto de dignidad
personal.
Bien
sabe Francisco de la Torre, quien tuvo el noble gesto de asistir al sepelio de
mi padre, que esa medalla no se la concedió Málaga por motivos ideológicos sino
por una exigencia de gratitud. Ahí está la ampliación del Carlos de Haya, la Universidad
Laboral, los cursos de Promoción profesional de adultos, la creación de ocho
Ambulatorios y Agencias de la Seguridad Social y siete Hogares y una Residencia
de Pensionistas, la eliminación de las chabolas de la Playa de San Andrés y
tantas otras obras que se debieron a su impulso y a su entusiasmo por mejorar
las condiciones de vida de los malagueños.
El
amor que mi padre sintió por Málaga, su eterna nostalgia del mar, se vio sólo
correspondido por el testimonio de la sencilla gente a la que ayudó de forma
entusiasta y desinteresada. Los ojos de agradecimiento de quienes lograron un
empleo o cambiaron una existencia miserable en las chabolas de la playa de San
Andrés por una vivienda digna, eran premio suficiente para quien siempre se
rebeló contra la injusticia y para quien la política no era otra cosa que la
emoción de hacer el bien.
No
están ya en esta tierra ni Cayetano Utrera, ni la mayor parte de los miembros
de aquella dignísima corporación municipal. Tampoco está mi padre, quien por un
elemental sentido del decoro jamás diría una palabra al respecto, aunque fuera
lacerante la punzada de dolor que habría sentido al saberlo. Pero yo, como hijo
suyo, como malagueño de sangre, me siento en la obligación moral de salir en
defensa del buen nombre de mi padre y de recordar a todos los concejales de
Málaga que el agravio que están a punto de cometer sólo puede estar movido por
el odio, en unos, o por la cobardía en otros.
Hoy,
cuarenta años después, el olvido ha dado paso a la sinrazón del odio. Podrán los
miserables –y los cobardes- retirarle los honores y oropeles del ayer. Pero no
podrán empañar su recuerdo con la mugrienta grasa de su resentimiento. Y hay
algo más que nunca podrán quitarle: el arrebatado y amoroso orgullo de quienes
llevamos su apellido con la cabeza muy alta, porque allí donde se ofenda su memoria
habrá siempre, al menos, ocho voces que, como la mía, clamarán como una sola en
defensa de su honor, de su vida y de su ejemplo.
No
hay el menor ápice de nobleza ni de dignidad en agraviar póstumamente a un
malagueño que tanto hizo por su tierra. Y algunos están más obligados por su
biografía que otros. No digo más, pero me reservo el legítimo derecho a
enviarles algunos de los miembros de esa corporación una pluma de gallina para
mostrarles de esa forma mi desprecio por su falta de gallardía y por su
mezquindad.
Termino
con ese soneto, con el que mi padre en el ocaso de su vida, quiso despedirse en
paz de su tierra y que estoy seguro recitará de nuevo desde ese lucero en el
que brillará siempre la luz de su recuerdo.
MÁLAGA
No te cambio tu olvido por mi pena.
Vale más mi dolor; cuenta saldada.
Se lo digo en la noche a mi almohada
Y está mi corazón de enhorabuena.
Alguna que otra vez, un tenue velo
enternece el recuerdo. Aquella esquina
que ayer doblé impaciente, se ilumina
con las mismas estrellas en el cielo.
Me imagino que el mar no habrá
cambiado,
que como siempre, romperá su espuma
en el pecho del viejo acantilado.
Mecido por las olas se ha dormido
mi ayer: la oscura desazón se esfuma.
¡Ya no queda recuerdo de tu olvido!
Luis
Felipe Utrera-Molina Gómez