(artículo publicado en Razón Española en el número correspondiente a julio-agosto 2017)
“No estoy dispuesto a olvidar lo que fui, ni me arrepiento por tanto de
lo que soy. El ayer, el hoy y el mañana enlazan mi irrevocable filiación
falangista. Me reconforta la seguridad de que mi vida no ha sido una promesa
incumplida o un destino traicionado y que todavía no tengo que poner en mi
esperanza ninguna negra colgadura. No podría, pues, hacer cuenta nueva porque
las cifras serían las mismas y, fatal o felizmente, el resultado habría de ser
también invariable; morir sin cambiar de bandera es el sueño que acaricio día
tras días y hora tras hora. Ante la realidad actual de la vida política
española, que frecuente contemplo con ojos atónitos, donde toda gallardía es
inexorablemente condenada y toda lealtad a lo que fue nuestro pasado maldecida
y proscrita, Dios quiera que este último sueño al menos se cumpla con honor y,
si es posible, también con ventura.”
Con este párrafo, tan auténtico
como el espíritu de su vida, concluía el autor de mis días el prólogo de su
libro de memorias “Sin cambiar de
bandera” en el año 1989, cuando aún le restaban 27 años más de vida para
hacer honor a su promesa, con más gallardía si cabe, en una España en la que la
mezquindad, la vileza y la cobardía se han institucionalizado hasta límites
difícilmente imaginables en aquel momento.
Mi padre es –me resisto a hablar
de él en pasado, pues su presencia llena mi vida en cada momento- un monumento
a la lealtad. Pero no a una lealtad ciega, servil o romántica, sino a una lealtad que es pura coherencia
con su propia trayectoria vital. Mi
padre fue uno de tantos niños a los que la guerra arrebató la niñez. Contempló
con asombro el odio desatado contra todo lo que rodeaba su existencia y a
menudo recordaba el olor a quemado que desprendían los templos quemados de su
Málaga natal. Jamás pudo olvidar las
macabras romerías que cada mañana subían hasta el lugar de los fusilamientos
para profanar con odio los cadáveres aún calientes de los fusilados al amanecer
y vio como caían algunos de los jóvenes que le habían hablado por primera vez
de una bandera nueva, de primaveras, de amaneceres y de rosas. Pero aquella guerra fratricida también rompió
su familia en dos, por lo que sus afectos también estuvieron en el bando
perdedor. Ésta circunstancia marcó su carácter abierto, siempre alérgico al
sectarismo y su capacidad para empatizar con los adversarios políticos. Buena muestra de ello fue su empeño en acoger
en su centuria del Frente de Juventudes a los hijos de los que mataron con los
hijos de los que murieron, en superar la contienda y dedicar todos sus
esfuerzos a levantar una España necesitada de patria, pan y justicia para
todos.
Sus dotes de mando, su autoridad
moral y su vibrante oratoria pronto llamaron la atención de un Gobernador civil
de Málaga, Luis Julve, que fue quien comenzó a promocionarle para tareas de más
alto calado. Con apenas 30 años se
convirtió en el Gobernador civil más joven de España. Ciudad Real, Burgos y
Sevilla fueron testigos de la pasión arrebatada y la firme decisión con la que
asumió unas tareas de gobierno que para él no eran sino la oportunidad de
servir a los demás transformando una realidad que no le gustaba para lograr el
bienestar de los más humildes. Abrió su despacho de par en par y pronto se
formaron colas para hablar con el gobernador, para exponerle las preocupaciones
más primarias. Se convirtió en visita incómoda de Ministros y Directores
Generales a quienes acababa desarmando con la autenticidad de sus argumentos y
la pasión que ponía en todas sus actuaciones.
Pero
de todos esos destinos, Sevilla sería finalmente, como él solía decir, el
paisaje que mejor le sonrió, “el lugar
–escribió- que más he querido y donde
siempre tuve el depósito de mi más noble nostalgia”. Una Sevilla a la que
llegó con el vértigo de su origen malagueño y que le abrió su corazón de par en
par cuando vio cómo se desvivía por aquella tierra y se identificaba con su
manera de ser. Durante sus ocho años de gobierno se crearon barriadas enteras,
entregándose 10.491 viviendas sociales a familias necesitadas que vivían en
infraviviendas o en corrales de vecindad en situaciones lamentables y podían tener
por fin un hogar digno. Mi madre siempre recuerda que, cuando llovía
torrencialmente por las noches, mi padre se desvelaba y le decía “hoy habrá mucha gente que se va a quedar
sin techo”, y se iba a su despacho para pedir el parte de incidencias de
bomberos y policía. Se erradicaron más
de 34 núcleos chabolistas y se crearon más de 80.000 puestos escolares en toda
la provincia. Todo esto se consiguió
pese a la precariedad de medios, por el entusiasmo de un hombre para el que la
justicia social era la base sobre la que debía sustentarse cualquier acción de
gobierno. Y Sevilla le correspondió con una entrega y agradecimiento que aún
perdura, siendo innumerables los testimonios de personas sencillas que durante
estos días hemos recibido sus hijos, en los que nos muestran la flor de la
gratitud a quien lo dio todo por las gentes de aquella tierra, en la que
siempre tuvo el depósito de su más noble nostalgia.
Su
fecunda labor en los gobiernos civiles hizo que Franco quisiera tenerlo cerca. Su
nombramiento como ministro se debió directamente al Generalísimo quien había
sido testigo de su eficacia, de su lealtad y de su autenticidad, de la que pudo
hacer gala en la Subsecretaría del Ministerio de Trabajo, posteriormente en su
efímero paso por el Ministerio de la Vivienda y, sobre todo, desde la
Secretaría General del Movimiento, empeñándose en nadar vigorosamente contra
una corriente espesa de lodo decidida a sepultar para siempre las huellas de
una era de la historia de España que algún día se reconocerá como la más
próspera y fecunda de cuantas ha conocido nuestra convulsa y amada patria. Fue esta última responsabilidad la más
ilusionante por cuanto suponía para un miembro del Frente de Juventudes llegar
al más alto escalón del Movimiento, y al mismo tiempo la más dolorosa pues fue
testigo doliente del aluvión de deserciones y traiciones que se anunciaban
soterradamente a la espera de colocarse bien en la casilla de salida de una
nueva era que debía romper con el pasado.
Y
es precisamente en el momento en que las ratas se apresuraban para abandonar el
barco, cuando mi padre nos ofrece una lección magistral de lealtad que no puedo
calificar sino de heroica. Con apenas 50 años y 8 hijos pequeños a sus
espaldas, sin una oposición ni patrimonio alguno que le respaldara, decidió
rechazar los treinta denarios con el que pusieron precio a su silencio y su
mudanza. Muchos –casi todos- habrían entendido una elección más sensata y
prudente. Pero, como a menudo me decía, quería seguir mirándonos a los ojos sin
tener que bajar la mirada de vergüenza. Era consciente de que durante décadas
había guiado a miles de personas con la autenticidad de unos ideales que no
merecían acabar apolillados en el baúl de la comodidad, con tal de poder descansar
cómodamente desde las mullidas alfombras de los Consejos de Administración sin
preocuparse del futuro de sus hijos. Y en ese difícil trance, en el que tantos
encontraron tan diversas justificaciones, decidió seguir los dictados de su
noble corazón, manteniéndose fiel a su propia trayectoria y a la bandera que
siempre había servido, sabedor de que ello le granjearía el silencio, el desdén
y el desprecio de quienes no tenían un porqué para vivir, sino tan sólo un
cómo.
Fue entonces, con ese acto indudablemente
heroico donde José Utrera Molina alcanzó para mí la cima de su grandeza. Desde
aquella difícil decisión, que no hubiera sido posible sin el aliento de una
mujer abnegada y leal como mi madre, asumió el papel de paladín solitario de un
régimen cuya historia comenzaba a desfigurarse por la mentira, el odio y la
manipulación, pero sobre todo por la cobardía, el silencio y la indiferencia de
quienes todo le debían.
Fue Albert Camus quien afirmó que
“existe una filiación biológica entre el
odio y la mentira” y ya Orwell anunciaba que «quien controla el presente controla el pasado y quien controla el
pasado controlará el futuro». Mi
padre fue consciente desde un principio de que tendría que luchar contra
fuerzas titánicas para tratar de mantener vivo el testimonio de una verdad cada
vez más desdibujada, pero que seguía viva en su corazón y en su memoria. Le
dolían profundamente los silencios de tantos ante la falsificación sistemática
de nuestra historia reciente, ante la criminalización de toda una generación de
políticos y servidores públicos que acometieron con ilusión la ingente tarea de
la reconstrucción nacional. Pero jamás le ganó el desaliento. Se cuentan por
cientos los artículos que escribió hasta los últimos días de su vida para
contestar ésta o aquella mentira, para condenar los ataques injustos que día
tras día recibía la figura de Francisco Franco, para reivindicar la memoria de
quienes ya no tenían voz para poder defenderse del ataque cobarde y cruel de la
mentira. Jamás rechazó una entrevista,
jamás cerró las puertas de su casa a quien quisiera conocerle y he de decir que
se cuentan con los dedos de una mano –y sobran- quienes se aprovecharon de su
generosidad y gentileza para zaherirle.
Los que quisieron herirle en sus
últimos años tan sólo consiguieron emponzoñar su propio corazón de vileza y
mezquindad. Mi padre estaba muy por encima de las miserias humanas y tan sólo
sentía lástima de que una pasión tan aniquiladora como el odio se hubiese
vuelto a instalar en la vida española. Le dolió, sí, lo de Sevilla, porque allí
lo había dado todo y por todos y esperaba que al menos hubiera habido un
solitario gesto de nobleza, de dignidad. Pero ni la vileza de unos ni la
cobardía de otros pudieron arrebatarle jamás la alegría, porque hasta el último
día recibió a raudales con una dulce sonrisa el torrente de amor que siempre repartió.
Cada noche recitaba los nombres
de sus amigos muertos encomendándoles en su plegaria. “Más de 500” -me decía-.
Aprendí de él que nunca era tarde para abrir el corazón a nuevas amistades,
pues la amistad era para él una fuente nutricia esencial para el crecimiento de
la persona. Tenía alma de poeta y nos dejó escritos versos maravillosos
encerrados en esa cárcel del alma que es
el soneto, como estos con los que se refiere a su ideal:
Estoy de pie con mi ideal, y sigo
sin cansarme, llevándolo conmigo,
vivo el sueño, mas roto mi estandarte.
Si me pides que luche todavía
Sobre el pecho te juro que lo haría.
Me iré muriendo, sin dejar de amarte.
Fue un hombre esencialmente bueno
en el que la humildad y la generosidad brillaron siempre con luz propia. Amó
arrebatadamente a su mujer, mi madre, «que
alentó mis sueños, que compartió valerosamente mi esperanza y compartió con
amor mi empeño imposible»; a sus hijos y a sus nietos, en los que se sentía
«venturosamente continuado» y
siempre, siempre, tenía una palabra amable y gentil para todo el que se le
acercaba. Su enorme corazón ha resistido hasta el
final los más duros y amargos ataques, porque por encima de todo, mi padre ha
sido un luchador que jamás estuvo dispuesto a arriar su bandera. Leyendo todo lo que durante estos días se ha
escrito de él, escuchando lo que dicen gentes ilustres y sencillas, sintiendo
la admiración de tantos y el amor de su gran familia, no cabe duda de que mi
padre ha sido un triunfador, porque sólo los hombres grandes dejan tan profunda
huella de gratitud en los demás.
Termino con algunas frases de la
carta con las que quiso despedirse de nosotros:
“Quiero ser enterrado con mi camisa azul. No es un gesto romántico sino
la postrera confirmación de que muero fiel al ideal que ha llenado mi vida. (…)
“Quiero pedir perdón a cuantos ofendí en
mi vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya bandera ha de
ser mi sudario”.
Tú ya has cumplido tu promesa,
con honor y con ventura. Te has ido con el honor intacto, por la puerta grande
y sin cambiar de bandera. A nosotros nos
queda ahora la difícil tarea de llevar con orgullo tu apellido hasta el final
de nuestros días, con la esperanza de poder mirar atrás con la satisfacción de
haber sido dignos de tu ejemplo.
Descansa en paz querido padre,
camarada y amigo. Guíanos siempre desde tu lucero y ruega siempre por tu
querida España.
Tu hijo que te quiere y admira,
Luis Felipe