Juan Duarte Martín nació en Yunquera (Málaga) el 17 de marzo de 1912 y fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de 1936.
Su detención ocurrió el 7 de noviembre de 1936, por la delación de alguien que, tras un registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre y él, pues de sus hermanas dos habían ido al campo para lavar la ropa y la otra, la más pequeña, Carmen, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.
De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de la tarde, lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros, martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales, hasta Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la Garipola o calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía: "¡Viva el Corazón de Jesús!" o "¡Viva Cristo Rey!".
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y amigos, ya difuntos.
La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su actitud.
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.
Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: "Pero, ¿qué me han hecho, qué me han hecho?".
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de Juan Duarte se hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor–, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte horrenda.
Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.
Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: "Yo os perdono y pido que Dios os perdone... ¡Viva Cristo Rey!".
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y mirando al cielo fueron: "¡Ya lo estoy viendo... ya lo estoy viendo!".
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de ellos le interpeló: "¿Qué estás viendo tú?". Y acto seguido, le descargó su pistola en la cabeza.
Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de abrirle el vientre y el estómago.
Su cadáver fue trasladado al cementerio de Yunquera, donde estuvo hasta su traslado al templo parroquial. Fue Beatificado en Roma el 28 de octubre de 2007.
Fuente: http://beatojuanduarte.blogspot.com.es/
"Mártires por su fe". Jesús Bastante. La Esfera de los libros, 2010.
30 de junio de 2017
22 de junio de 2017
15 de junio de 2017
50 años del realojo de once familias en la calle Teodosio 101 de Sevilla
Hace 50 años, un gobernador civil, José Utrera Molina logró el realojo de once familias sevillanas desahuciadas tras pasar la noche con ellas.
Recién llegado de viaje fue informado de que once familias habían sido desahuciadas en la calle Teodosio de Sevilla y sus muebles y enseres puestos en la calle por orden judicial. A las 10 de la noche se trasladó allí y consiguió que el Presidente de la Audiencia Territorial accediese a reabrir los hogares para que pudiesen dormir en sus casas hasta que pudieron ser realojadas en viviendas de nueva construcción.
Rescato de su archivo esta curiosa fotografía correspondiente a la madrugada del 23 de mayo de 1967.
Esa es la verdadera Memoria histórica de Andalucía.
A este gobernador, el ayuntamiento de Sevilla le ha quitado por unanimidad una calle. Eso es ingratitud.
6 de junio de 2017
Lucero para Pepe Utrera. Por Antonio Burgos
Lucero para Pepe Utrera
Antonio
Burgos
23 abril 2017 (Diario ABC)
Murió cara al sol, mirando al mar de su
Málaga natal, soñando en una España mejor a sus 91 años. Murió sin cambiar de
bandera, por muchos cargos que le hubieren ofrecido en esta España chaquetera
que se muda de ideología más que de camisa. La suya siguió siempre siendo azul
mahón, bordada en rojo ayer con cinco flechas como cinco rosas en memoria de
los camaradas caídos, como Julio Herce Perelló, fundador de Falange en la
Universidad de Sevilla. Era un caballero a carta cabal. Un hombre íntegro en
aquella España desarrollista del Seiscientos, el apartamento en Benidorm y la
protocorrupción de Matesa. Fue administrador honradísimo hasta del último
céntimo del dinero público que manejó como gobernador o ministro. Y al final de
sus días, le puso a su España de primaveras rientes el nombre de Sevilla, de la
nostalgia de una ciudad donde fue joven padre, enamorado y feliz. Me honraba
con sus llamadas de teléfono, desde Madrid o Nerja. Y una de las últimas veces
que hablamos, me confesó con su emoción de poeta lo que podía haber sido un
título de Romero Murube, que también fue, como servidor, su oponente cuando
estaba en el poder, en todo el poder del Régimen en la ciudad:
-- Cuando esté el borde de la muerte, mis
últimos pensamientos y mis últimas palabras serán para Sevilla.
Sevilla en los labios. La que llevaba en
el corazón desde que la sirvió como gobernador en años más que difíciles, los
del hambre y los corrales; la castigada por el Tamarguillo, "chiquito pero
matón", en la riada de noviembre de 1961. Estoy hablando del excelentísimo
señor don José Utrera Molina; que en Sevilla se escribía así, pero se
pronunciaba "Pepe Utrera". Hay, por cierto, una errata en su esquela
de ayer en el ABC. Pone: "Subió al cielo en Nerja". No subió al
cielo. Pepe Utrera, como buen falangista, se fue al lucero que Dios le tenía
reservado, como en su himno. Para que desde allí siga haciendo guardia por
España, que falta nos hace. Desde ese lucero, generoso como siempre, en
servicio como toda su vida, habrá perdonado a los que hicieron que se
desbordara contra él un Tamarguillo de odio, de revancha, de resentimiento,
quitándole todos los recuerdos de Sevilla agradecida, incluso con el cobarde
voto favorable del PP, que me consta tanto le dolió. Los revanchistas le habrán
quitado todos los honores ciudadanos, pero el que nunca le podrán arrebatar es
el honor de español, de andaluz, de malagueño, de sevillano, de patriota.
Triste España, lamentable Sevilla donde quisieron borrar de la Historia el
nombre de Pepe Utrera precisamente aquellos a los que como gobernador les dio
un piso en el Polígono o en tantas nuevas barriadas. Indigna que la venganza
contra Utrera la tomaran los hijos y nietos de sus beneficiarios, los 125.000
sevillanos (una quinta parte de la población de 1961) afectados por una riada
del Tamarguillo que hizo que se perdieran 30.176 hogares y quedaran afectados
1.128 edificios. Con toda justicia, su hijo Luis Felipe le ha escrito:
"Para ti, el poder era sólo la oportunidad para hacer posible los sueños
de muchos. Muchos recuerdan aún las noches en vela que pasaste con los
afectados por las inundaciones de Sevilla que se quedaron sin hogar hasta que
desde los despachos de Madrid se dieron cuenta que no ibas a cejar en tu
empeño. Podrán quitar tu nombre de las calles pero jamás la gratitud de tantos
miles de familias a las que procuraste una vivienda digna, escuelas para sus
hijos, y tantas y tantas cosas que no cabrían en un libro." Como no cabría
en un libro que no le tembló la mano al suspender una corrida de toros para no engañar
al público. O no cabría su amistad con Pepe Luis Vázquez. Pero sí quiero que
quepan sus versos de poeta, dignos del estudio de Mainer, "Falange y
Literatura". Me distinguió con el dedicado ejemplar 42 de la edición no
venal de las 200 copias de sus "14 sonetos" (1997). Hasta tu lucero,
querido Pepe Utrera, te mando como epitafio desde la Sevilla de tus sueños y tu
servicio este terceto tuyo que te retrata: "Quisimos para el pueblo un
nuevo día,/soñamos con las luces de la aurora,/pero la noche es negra
todavía".